Leitheft

Monday, March 26, 2007

Derrota Mundial Cap.I




Aurora Roja

(1848-1919)






69 Años de Lucha Incansable.
Los dos Elementos que Formaron el Bolchevismo.
Alemania, Meta Inmediata del Marxismo.
Paréntesis de Guerra.
Factor Secreto en la Derrota Alemana.


69 AÑOS DE LUCHA
INCANSABLEEn la segunda mitad del siglo pasado los umbríos bosques y las extremosas estepas de Rusia guardaban ya tan celosa­mente como ahora la enigmática mística del alma rusa. Fuera de sus fronteras sólo unas cuantas mentes, moduladas para escuchar el pa­so de los siglos por llegar, lograban entrever algo.
Entre esas pocas mentes que sobre el hombro de una época vis­lumbraban destellos del futuro político, Nietzsche preveía en 1886:
«Es en Francia donde la voluntad está más enferma. La fuer­za de voluntad está más acentuada en Alemania y en Ingla­terra y en España y Córcega por las duras cabezas de sus habi­tantes, pero está más desarrollada en Rusia, donde la fuerza del querer por largo tiempo acumulada espera la ocasión de descargarse, no se sabe si en afirmaciones o en' negaciones. Yo desearía que la amenaza rusa creciera para que Europa se pusiera en defensa y se uniera en una voluntad duradera y te­rrible para fijarse una meta de milenios. Pasó el tiempo de la política menuda: el próximo siglo nos promete la lucha por el dominio del mundo»[1].
En ese entonces Rusia se debatía en sangrienta turbulencia, que una extraña mezcla de nihilistas y revolucionarios marxistas trata­ban de encauzar mediante un secreto Comité Ejecutivo. La espina dorsal de ese audaz movimiento la formaban esforzados e inteligen­tes israelitas, miembros de comunidades que a través de muchas generaciones habían soportado severos sufrimientos en el duro am­biente de Rusia.
Desde los primeros años de nuestra Era ya se habían instalado emigrantes judíos en los territorios que siglos más tarde formarían parte de la Rusia meridional. Dolorosas vicisitudes vivieron desde entonces, pero jamás perdieron su cohesión racial. En 1648 los cosa­cos se lanzaron furiosamente contra ellos y después de sangrientos choques prohibieron que en Ucrania radicaran comunidades israe­litas. En general la población era hostil a huéspedes tan reacios a la fusión de sangre y de costumbres.
Pero las tierras rusas, prometedoras de esplendoroso futuro gra­cias a sus inexplotadas riquezas y enorme extensión, seguían atra­yendo incesantemente a comunidades judías emigradas de la Europa occidental. La emperatriz Elisabetha Petrovna se alarmó ante ese fenómeno y en 1743 se negó a admitir más inmigrantes. Sin embar­go, cincuenta años más tarde la anexión de territorios polacos con­virtió a millares de judíos en súbditos de Rusia.
En esa forma las comunidades israelitas aumentaron considerable-mente, no sin sufrir hostilidades y persecuciones, tal como les había ocurrido a sus ancestros en todos los tiempos y en todos los pueblos. El zar Alejandro I (que gobernó de 1801 a 1825) trató con benevolencia a la población judía y sufrió un completo fracaso al pretender que se asimilara a la población rusa.
El siguiente zar, Nicolás I (1825-1855) se impacientó ante la renuencia de las comunidades israelitas a fusionarse con la población rusa y redujo sus derechos cívicos, además de que les hizo extensivo el servicio militar obligatorio que ya regía en el Imperio. Esto causó trastornos y descontento entre los judíos, pero una vez más lograron conservar sus vínculos raciales y sus milenarias costumbres.
Al subir al trono Alejandro II (1855) la situación de los israe­litas volvió a mejorar y no tardaron en prosperar en el comercio, la literatura y el periodismo; varios diarios judíos se publicaron en San Petersburgo y Odesa. Precisamente en ese entonces —girando alre­dedor de la doctrina comunista delineada en 1848 por los israelitas Marx y Engels—, se vigorizó en Rusia la agitación revolucionaria. En 1880 los israelitas Leo Deutsch, P. Axelrod y Vera Zasulich, y el ruso Plejanov, formaron la primera organización comunista rusa. Y un año después varios conspiradores, encabezados por el judío Vera Fignez, asesinaron al zar Alejandro II. El hijo de éste, Alejandro III, tuvo la creencia de que las concesiones hechas por su padre habían sido pagadas con ingratitud y sangre; en consecuencia, expulsó a los judíos de San Petersburgo, de Moscú y de otras ciudades, y les redujo más aún sus derechos cívicos. Los crecientes desórdenes y atentados los atribuyó a la influencia de ideas extrañas al pueblo ruso y ordenó enfatizar el nacio-nalismo y reprimir las acti­vidades políticas de los intelectuales hebreos.
La inteligente población israelita se mantuvo estrechamente unida en esos años de peligro. Sufrida, inflexible en sus creencias, celosa de la pureza de su sangre, ya estaba ancestralmente acostumbrados a sobre-ponerse a las hostilidades que su peculiar idiosincrasia provocaba al entrar en conflicto con las ajenas. Ya antes había de­mostrado con arte magistral que a la larga sabía aprovechar en beneficio de su causa las reacciones desfavorables con que tropezaba en su camino. Es esta habilidad una de sus creaciones más originales y con ella ha demostrado que ningún pueblo está verdaderamente vencido mientras su espíritu se mantenga indómito.
Lo mismo que le había ocurrido en otros países, esa raza vio cómo miles de sus hijos —emigrados a las tierras rusas, prometedo­ras de esplen-doroso futuro debido a sus inexplotadas riquezas y enorme estén-sión— chocaban con el brusco carácter del pueblo ru­so y eran luego objeto de hostilidades y persecuciones. El régimen de Alejandro III fue duro con sus huéspedes. Y éstos se protegieron mimetizándose con las nacio-nalidades de los más variados países de donde procedían, aunque en el fondo seguían siendo una misma raza, una sola religión y un mismo espíritu.
El mismo año en que fue asesinado el zar Alejandro II (1881), el ministro zarista Pobodonosteff calculó en seis millones el número de judíos residentes en Rusia y proyectó una acción enérgica para convertirlos forzosamente al cristianismo y expulsar por lo menos a dos millones de ellos. Aunque su plan no llegó a practicarse, hubo muchos detenidos y numerosos exiliados. A estos últimos los auxi­liaban sus hermanos de raza radicados en Nueva York, tales como Jacobo Schiff, Félix Adler, Emma Lazarus, Joseph Seligman, Henry Rice y otros muchos, según refiere el rabino Stephen Wise en su libro «Años de Lucha» (Algunos de ellos eran prominentes ban­queros).
La población judía de Rusia era ya tan importante que el is­raelita James Parkes afirma:
«En lo cultural y en lo religioso, puede decirse que el país de Israel se había transportado a Europa oriental. Los judíos representaban la décima parte de la pobla­ción. La gran mayoría de los gentiles eran campesinos que ha­bitaban aldeas donde no había judíos, salvo tal vez un hotelero y un comerciante. Los judíos habitaban en pueblos y ciuda des. En los primeros constituían a veces el 95% de la pobla­ción y en las segundas más del 50%[2].
La situación se hizo todavía más tirante para los israelitas y sus compañeros rusos revolucionarios cuando Alejandro Ilitch Ulianov, hijo de la judía Blank, falló en su intento de asesinar al zar Alejandro III. Ulianov fue detenido y luego ahorcado junto con cuatro de sus cómplices. Pero su hermano Vladimir guardó para sí el odio que alentaba contra el régimen y sorteó esa época de peligro portándose como estudiante disciplinado y pacífico. (Más tarde se convertía en jefe revolucionario, bajo el nombre de Lenin, en el reivindicador de las minorías israelitas y en el creador de un nuevo régimen).
Por el momento, él y toda la población hebrea pasaron en Rusia años sombríos y difíciles, mas acrecentaron sus fuerzas en el infor­tunio y vigorizaron sus creencias ante la hostilidad. Por supuesto, no olvidaron su meta revolucionaria, que el rabino Caleb había esbo­zado así en la tumba de Simeón Ben Jhudá, en Praga:
«Conviene que, en la medida de lo posible, nos ocupemos del proleta­riado y lo sometamos a aquellos que manejan el dinero. Con este medio levantaremos a las masas... Las empujaremos a las agitaciones, a las revoluciones, y cada una de estas catás­trofes significará un gran paso para nuestras finalidades»
A la muerte de Alejandro III, en 1894, subió al trono Nicolás II. De tendencias moderadas y escuchando las quejas de los israeli­tas, ordenó suavizar el trato que se les daba. Ya para entonces el antisemitismo había cundido tanto en la masa del pueblo que no era fácil extirparlo del todo. De origen ruso es la palabra «progrom», nombre que se dio a los cruentos movimientos populares contra los judíos. De todas maneras, los israelitas disfrutaron de más garantías y libertades.
Por ese entonces corrosivas fórmulas ideológicas —no nacidas en Rusia— volvieron a propagarse con renovado impulso para agi­tar a las masas rusas. Una vez más iba a manifestarse en la historia el gigantesco poder de una idea cuando se la utiliza en el terreno propicio y del modo adecuado. Esa idea era una mezcla de nihilismo y de marxismo que inquietaba aún más a las ya descontentas masas proletarias.
Hablando de esa época, el historiador judío Simón Dubnow di­ce que
«el mismo año en que se fundó en Basilea la Organización Sionista, formóse en Wilno una asociación socialista secreta denominada Bund (1897). Desarrolló el Bund una propagan­da revolucionaria entre las masas judías en su lengua, el yidisch, lo cual constituyó, en un principio, el único síntoma nacional de ese partido... Además del Bund nacieron parti­dos mixtos de sionistas y socialistas, los Polae Sión y los Sio­nistas Socialistas. Estos partidos libraron una lucha abierta contra el gobierno ruso, particularmente en la revolución de 1905. Los revolucionarios israelitas participaron asimismo en los partidos socialistas rusos, en las manifestaciones estudian­tiles, en las huelgas obreras y en los actos terroristas contra los gobernantes»[3]
La renovada agitación degeneró en graves disturbios obreros en 1899. El Partido Social Revolucionario tenía una sección terro­rista a cargo del sagaz judío Gershuni, cuyos agentes mataron al mi­nistro ruso Sipyagin, al gobernador Bogdanovich, al premier Plehve, al gran duque Sergey y al general Dubrassov. El zar Nicolás II pen­só que había dado un paso en falso al suavizar el trato para los is­raelitas y restableció algunas de las limitaciones que años antes les levantara. Numerosos propaladores del marxismo, entre ellos el ju­dío León Davidovich Bronstein (posteriormente conocido como León Trotsky) fueron deportados a Siberia. (Trotsky estaba casado con una hija del financiero judío Giovotovsky).
Las turbulencias parecieron amainar. Incluso surgió una escisión entre los mismos agitadores; no en cuanto a su meta, sino en cuanto a la mayor o menor impetuosidad para alcanzarla. No era que unos hebreos se lanzaran contra otros, sino que diferían de opi­nión respecto a la táctica de lucha. Así surgieron los bolcheviques (los del programa máximo) y los mencheviques (los del programa mínimo). Vladimir Ilitch (Lenin) se hizo líder de los primeros.
Aunque la severa represión oficial alcanzó a muchos agitadores ju-díos que se movían entre los trabajadores, dejó intacta la estructu­ra secreta que gestaba la revolución. Creyendo haber sido ya sufi­cientemente severo, o buscando una transacción con ellos, en 1904 el régimen suavizó su polí-tica hacia los israelitas. Pero éstos inme­diatamente reforzaron su actividad revolucionaria y en 1905 orga­nizaron motines más grandes que los anteriores. Entonces el zar Nicolás II se alarmó e hizo nuevas concesiones al conglomerado ju­dío, cuya fuerza política era ya un hecho innegable.
Con esto el marxismo cobró mayor brío. Inútilmente los za­res habían querido evitar la agitación reprimiendo a los que directa­mente alentaban el descontento popular nacido de la miseria, pero sin anular a los ocultos conspiradores, que eran los que dirigían todo el movimiento para subvertir el orden. Además, poco hacía el régi­men por aliviar la miseria misma y por destruir la forma capciosa y oropelesca en que explotaban esta circunstancia los agitadores marxistas.
Ante la sutil técnica de la conspiración marxista los zares fue­ron incapaces de una acción coordinada y firme para liquidarla. Frecuentemente titubearon y en ocasiones llegaron a concebir el absurdo de que los brotes de desorden podrían conjurarse mediante conce­siones. Pero resulta que hacer concesiones a un adversario que busca la victoria total es sólo facilitarle su camino.
Lenin y algunos de sus colaboradores emigraron para ponerse a salvo de las redadas de revolucionarios que de tiempo en tiempo hacía el régimen zarista. Por eso en 1908 los israelitas Appelbaum Zinovief, Rosenfeld Kamenef (cuñado de Trotsky) y Lenin se reu­nieron en París a planear una nueva etapa de agitación
«No es un azar que hayan ingresado a las huestes revolucionarias rusas tantos israelitas —dice Pierre Charles en «La Vida de Le­nin»—. Por lo pronto, si se hace abstracción de las masas rusas, poco propicias para el reclutamiento de políticos, hay que reconocer que el porcentaje de judíos en Rusia no era tan exiguo como se decía. Y además, ¿no era fatal que su febril actividad, contrastando con la población rusa, debía exage­rar enormemente su papel en la revolución? Y su espíritu hereditariamente aguzado por el Talmud ¿no debía sentirse cómodo en las controversias de las escuelas socialistas? En fin, los sufrimientos que les endurecieron bajo el régimen za­rista los acercaban a su sueño de palingenesia social». (Re­surgimiento y hegemonía del pueblo judío).
Uno de los métodos con que los revolucionarios hebreos trata­ron de ponerse a cubierto de la represión oficial, fue tan sencillo co­mo eficaz. En grupos más o menos numerosos se trasladaban a Es­tados Unidos, se nacionalizaban norteamericanos, regresaban a Rusia y hacían valer su nueva ciudadanía como hijos de una nación pode­rosa. En esto eran ayudados por la numerosa colonia israelita ra­dicada en Norteamérica, que en aquel entonces casi llegaba a tres millones y que influía ya en los círculos financieros y políticos.
«En San Petersburgo —dice Henry Ford en El Judío Interna­cional—llegó a haber 30,000 judíos de los cuales sólo 1,500 se ostentaban como tales». Las autoridades rusas no tarda­ron en tratar de frustrar ese inusitado procedimiento de protección y esto dio origen a que numerosos órganos de la prensa america­na protestaran contra la falta de respeto a las ciudadanías recién concedidas por los Estados Unidos. Con esa ejemplar hermandad que los israelitas practican desde uno al otro confín del mundo,
«el 15 de febrero de 1911, estando Taft en el poder —agrega Henry Ford— los judíos Jacobo Schiff, Jacobo Furt, Luis Marshall, Adolfo Kraus y Enrique Goldfogle le pidieron que como represalia contra Rusia fuera denunciado el Tratado de Comercio».
Aunque en un principio Taft se rehusó, israelitas de todo el país enviaron cartas a senadores y diputados, gestionaron apoyo de gran parte de la prensa, pusieron en movimiento el Comité Judío Americano, a la Orden B'irit y a otras muchas, filiales o afines. El influyente político Wilson, que después llegó a ser Presidente de EE.UU., presionó resueltamente en favor de los judíos y durante un discurso en el Carnegie Hall afirmó:
«El gobierno ruso, natural­mente, no espera que la cosa llegue al terreno de la acción, y en consecuencia, sigue actuando a su placer en esta mate­ria, en la confianza de que nuestro gobierno no incluye seria­mente a nuestros compañeros de ciudadanía judíos entre aquellos por cuyos derechos aboga: no se trata de que expre­semos nuestra simpatía por nuestros compañeros de ciudada­nía judíos, sino de que hagamos evidente nuestra identifica­ción con ellos. Esta no es la causa de ellos; es la causa de Norteamérica».
Finalmente, el Tratado de Comercio suscrito ochenta años atrás fue denunciado el 13 de diciembre de 1911. Por primera vez un zar —en ese entonces Nicolás II— sintió que los descendientes de aque­llos israelitas que 50 años antes rehuían temerosos la violencia rusa, ya no estaban tan solos. Aunque la inmensa mayoría eran nacidos en las estepas, y aunque eran hijos y nietos de otros también nacidos allí, ni el medio ambiente ni la convivencia de siglos los hacían clau­dicar de sus metas políticas ni de sus costumbres. Tal parecía que conservando sin mezcla su sangre conservaban igualmente sin mez­cla su espíritu.
Cierto que el Imperio Ruso era aún poderoso y que la lejana represalia de la denuncia del Tratado de Comercio americano no bas­taba para revocar las limitaciones impuestas a los israelitas, mas sin embargo, constituía un incómodo incidente que en grado impon­derable influyó para que se suavizara el trato oficial a los judíos. Y aunque ese mismo año de 1911 se estableció que los judíos no po­dían ser electos consejales, en la práctica se les trató con mayor con­sideración.
Entre tanto, el llamado Comité Ejecutivo seguía ocultamente atizando el descontento y propiciando la rebelión. Las series de huel­gas sangrientas que se iniciaron en 1905 adquirieron incontenible impulso en 1910 al estallar doscientos paros obreros. Tres años más tarde las huelgas se contaban por millares.
El descontento de las masas iba siendo crecientemente aprove­chado como instrumento revolucionario marxista.
En ese entonces el Imperio Ruso se hallaba ya tan minado que malamente podía afrontar una guerra internacional. Por eso fue tan insensato y hasta inexplicable que se lanzara a una aventura de esa índole en 1914, para apoyar a Servia en contra de Austria-Hungría. El zar dio contraorden a fin de que no se realizara la movilización general y evitar el choque con Alemania, pero el Ministro de la Guerra, Sujofinov, y todo el Estado Mayor presionaron al zar y se consumó la movilización. Alemania apoyó entonces a su aliada Austria-Hungría y entró en guerra con Rusia.
No obstante que la patria rusa libraba entonces una lucha internacional, el movimiento revolucionario no cesó su propaganda para debilitar las instituciones. Además, aprovechó la anormalidad de la situación y proclamó que los obreros no tenían patria que de­fender, según la tesis marxista (comunista) de que la idea de pa­tria debe extirparse de las nuevas generaciones.
El gobierno ruso consideró que los judíos influían poderosa­mente en esta oposición al régimen y ordenó nuevas medidas de co­erción. Muchos que por nacimiento o naturalización ostentaban las más diversas nacionalidades, e incluso la rusa, se habían mezclado en el campo y en las fábricas y hacían cundir la agitación.
Poco después de iniciada la contienda, el diario ruso «Ruscoic-Snamia» abogaba por las más severas represalias contra los israeli­tas, a quienes se les achacaban los desórdenes internos, y hasta lle­gó a alentar los «progroms». No obstante que el ambiente oficial era propicio a estos extre-mismos, el régimen no quiso complicar más la situación, prohibió el diario y mantuvo a raya el antisemitis­mo, aunque sin poder suprimirlo del todo.
En Suiza se encontraba entonces desterrado, junto con otros je­fes judíos del movimiento marxista, Vladimir Ilitch (Lenin) y des­de allí dirigía la agitación en la retaguardia del ejército ruso que combatía contra Alemania. Sesenta y siete años después de que dos hebreos —Marx y Engels— habían dado a la publicidad por pri­mera vez el manifiesto comunista, otros miembros de la misma raza luchaban denodadamente por materializarlo en realidad política.
Junto con los judíos Apfelbaum y Rosenfeld (conocidos bajo los nombres rusos de Zinovief y Kamenef), Lenin alentaba desde el destierro a los revolucionarios para que contribuyeran a la derrota de Rusia en la guerra que sostenía contra Alemania y Austria. En su periódico «Social Demócrata» del 27 de julio de 1915 daba la si­guiente consigna: «Los revolucionarios rusos deben contribuir prácticamente a la derrota de Rusia». Proclamaba que esto abriría el Camino a la revolución.
Fierre Charles, biógrafo de Lenin, afirma que en ese entonces
«Lenin se entregó en cuerpo y alma a su odio por todo pa­triotismo... Toda defensa de la Patria —decía— es chau­cinismo».
Tanto fue así que los alemanes le permitieron pasar por Berlín para que se internara subrepticiamente en Rusia y aun le ayuda­ron económicamente ya que su labor debilitaba al ejército ruso. Así fue como Lenin pudo llegar a San Petersburgo, donde un nú­cleo de 30,000 israelitas, acaudillados por Trostsky, habían organizado el cuartel general del movimiento marxista revolucionario. Y desde ahí hizo circular esta proclama:
«Es necesario, sin demora, educar al pueblo y al ejército en el sentido derrotista. ¡Soldados, fraternizad en las trincheras con vuestros camaradas llamados 'enemigos'!»
Poco después Lenin celebraba secretos acuerdos con los jefes revolucionarios. Charles[4] refiere que asistían
«Kamenef, hom­bre pequeño, de ojos vivaces bajo el lente; Zinovief, que se había cortado completamente el cabello ondulado de su gruesa cabeza; Ouritsky, delgado y nervioso, que más tarde aterrorizaría a Petrogrado durante algunas semanas; los tres eran de raza judía».
No tardaron en reunírseles Stalin y Trotsky. La siembra marxista iniciada décadas atrás, halló en 1917 el cli­ma más propicio para fructificar. La ya minada retaguardia del ejér­cito ruso se debilitó aún más y el desconcierto cundió hasta las líneas avanzadas del frente de guerra; la propaganda derrotista hallaba ciertamente coyunturas en la miseria y en las bajas causadas por la contienda. La promesa de que al triunfar la revolución se reparti­rían tierras a todos los proletarios fue tan halagadora «que las tro­pas querían dejar de pelear para llegar al reparto». Coordinadamen­te las doctrinas bolcheviques agitaban a los militares hablándoles de los «derechos del soldado», según los cuales «los oficiales deberían ser nombrados por selección, de entre los soldados, y éstos podían discutir las órdenes de aquéllos». Desde ese momento quedó rota la disciplina, dice el Tte. Corl. Carlos R. Berzunza en su «Resumen Histórico de Rusia». Y así comenzó la última etapa del fin de la Ca­sa Imperial Rusa. Tatiana Botkin[5] dice que acerca de la realeza y particularmente de la Emperatriz, circulaban versiones que indignaban al pueblo y alentaban al derrotismo.
«Frecuentemente se encontraba uno con personas que se habían formado un concepto completamente falso sobre la familia real. Entre nosotros sólo se propagaba lo malo y nadie sabía lo bueno que en realidad existió... No podía creer que los mismos soldados, soldados rusos, en el momento de una guerra de tal magnitud, se amotinaran y mataran a su comandante y ofendieran a la familia real... Así era, desgraciadamente. En las calles de Petrogrado sucedía algo increíble. Los soldados, borrachos, sin correas, con los capotes desabrochados, unos con rifles, otros desarmados, corrían como poseídos saqueando todas las tiendas».
El descrédito de la casa de los Romanof; la consigna leninista de que la derrota en el frente de guerra abriría el camino al triunfo de la revolución; las crecientes bajas y la miseria; la promesa de que un nuevo régimen daría tierras al proletariado; el relajamiento de la disciplina; las doctrinas de igualdad y supresión de las jerarquías, etc., convergieron por fin en el estallido de la revolución. La mecha que encendiera el polvorín podía haber sido cualquier cosa. Como en el conocido fenómeno físico de la sobrefusión, cuando la mente de un pueblo llega a su tensión máxima basta el más insignificante incidente para producir el estallido.
Tatiana Botkin refiere así el principio del fin del imperio:
«En Kronstadt —precisamente en las cercanías del cuartel general que los caudillos israelitas del marxismo habían formado secreta-mente en San Petersburgo— empezó la bestial matanza de oficiales. Una vez muertos, los cubrían con heno, los rociaban con petróleo y les prendían fuego. Metían en los ataúdes personas aún con vida junto a cadáveres, fusilaban a los padres a la vista de sus propios hijos, etc. En el frente, los soldados fraternizaban con los alemanes y retroce-dían, a pesar de los enormes contingentes reunidos antes de la revolu-ción... el sepelio de las víctimas de la revolución en Retrogrado, fue una mascarada. Los revolucionarios recogieron cuerpos de descono-cidos, muertos de frío o por accidente, incluso unos chinos que habían fallecido de tifo, los colocaron en los ataúdes forrados de rojo, los trasladaron al 'Campo de Marte' y erigieron un gran túmulo».
Esto alentaba la agitación y servía de bandera a los revolucionarios.
Por otra parte, en ningún momento los iniciadores del marxismo en Rusia carecieron de solidaridad y aliento de sus hermanos de raza ni en el extranjero. El 14 de febrero de 1916 se celebró en Nueva York un Congreso de las Organizaciones Revolucionarias Rusas, alentadas e inspiradas por inteligentes israelitas. El magnate judío-americano Jacobo Schjff era uno de los que costeaban los gastos de estos trabajos políticos; ayudaba particularmente a León Trotsky, también israelita. Otros banqueros judíos, tales como Kuhn Loeb, Félix Warburg. Otto Kahn, Mortimer Schiff y Olef Asxhberg, daban también su ayuda económica desde Nueva York.
Pese a todo lo que en apariencia hubiera de inexplicable en esas relaciones entre los marxistas revolucionarios de Rusia y los magnates israelitas de América, en el fondo regía la profunda solidaridad de la raza y el anhelo común de la reivindicación hebrea. Unos la buscaban con el instrumento que su compatriota Marx les había heredado en el Manifiesto Comunista de 1848 y otros la procuraban con el instrumento del oro y las finanzas. Dos distintos medios, pero un mismo fin. Y si el destino del mundo iba a jugarse en dos barajas de política internacional —el super capitalismo y el marxismo—, tener ases en ambas era asegurar el triunfo de la causa común, cualquiera que fuese el resultado de la gran lucha.
Los pacientes esfuerzos de los caudillos marxistas y de quienes los ayudaron desde el extranjero desembocaron el 7 de noviembre de 1917 en el estallido de la revolución comunista.
El zar fue detenido y entre las primeras rectificaciones políticas figuró la abolición de las restricciones jurídicas impuestas a los judíos. El camino a los puestos públicos quedó abierto para ellos. Toda tendencia política perjudicial al judaísmo fue declarada fuera de la ley por decreto de julio de 1918. Entre las tropas del general Budieny ocurrieron actos violentos contra los judíos y fueron severamente reprimidos. A ese respecto el escritor judío Salomón Resnick dice en su libro «5 Ensayos Sobre Temas Judíos»:
«Pronto sobrevino una vigorosa reacción contra tales desviaciones: 138 cosacos, entre ellos varios comandantes, fueron condenados a muerte y se impuso a todo soldado rojo la obligación de luchar contra el antisemitismo, esa herencia vergonzosa, criminal y sangrienta».
La casa de los Romanof fue exterminada. Tatiana Botkin refiere así el final del Zar, de la Zarina, del Zarevich y de las princesas Olga, Tatiana, María y Anastasia:
«En la prisión —casa de Ipatiev— de Ekaterimburgo, la familia real sufría mil vejaciones. La situación de todos empeoró al ser nombrado otro comisario, el judío Yurovsky. El trato de los guardias se convirtió en un verdadero martirio, que sus majestades soportaban con verdadera resignación cristiana. Por comida les daban las sobras de los guardias, quienes además escupían en los platos. Luego les servían la comida y se las arrebataban cuando empezaban a comer. En la noche del 3 de julio de 1918 fueron bárbaramente asesinados.
»Cuando penetró Yurovsky con 12 soldados, de los cuales sólo dos eran rusos (los demás judíos y letones), Yurovsky se encaró con el emperador y le dijo: 'Usted se ha negado a aceptar la ayuda de sus familiares (en el extranjero) por lo que tengo que fusilarlo'. El emperador se persignó, abrazó a su hijo con toda serenidad y se arrodilló. La emperatriz hizo lo mismo. Sonaron unos disparos. Yurovsky disparó sobre el emperador; los soldados sobre los demás. Dieron vuelta a los cadáveres y los asaetearon con las bayonetas. Después de esta carnicería los cadáveres fueron despojados de cuanto llevaban, arrojados a un camino y de ahí conducidos a un bosque cercano, donde fueron incinerados en dos hogueras: una de fuego y la otra de ácidos»
Inútilmente Nicolás II, lo mismo que su padre Alejandro III, y su abuelo Alejandro II, se habían empeñado en reprimir a quienes encabezaban o coordinaban el descontento de las masas, pero sin lograr nada decisivo para suprimir el descontento mismo. Mientras por un lado el malestar público crecía con la pobreza, por el otro las autoridades se esforzaban superficialmente en suprimir a quienes se valían de ese malestar como instrumento para una magna revolución.
Sesenta y nueve años después que Marx y Engels habían creado su magistral fórmula de agitación, sus descendientes raciales lograban que un gran imperio se viniera abajo. Era ese el primero de sus fabulosos triunfos.
(A la revolución bolchevique siguió una violenta contrarrevolución encabezada por los generales Antón Ivanovitch, Deniken, Kolchak, Wrangel y Yudenitch. Llegaron a arrebatarles a los rojos territorios con más de un millón de kilómetros cuadrados y se aproximaron amenazadoramente a Leningrado y Moscú. Deniken esperaba ayuda de los gobiernos inglés y francés, pero no la obtuvo. En contraste, los bolcheviques sí lograban ayuda de los israelitas del extranjero y vencieron a las fuerzas de Deniken).
El judío Alejandro Kerensky (originalmente apellidado Adler), que se había infiltrado en el gobierno del zar para ayudar secretamente al triunfo de los comunistas, emigró después al Occidente para presentarse como «anticomunista». Bajo ese disfraz mantuvo contacto con los rusos exiliados, auténticamente enemigos del comunismo, y fue un factor decisivo para neutralizar sus esfuerzos.
LOS DOS ELEMENTOS QUE
FORMARON EL BOLCHEVISMOEs siempre costumbre que el triunfo tenga muchos autores, auténticos o no, y que en cambio todos rehuyan la paternidad de los fracasos; pero el triunfo de la revolución rusa es una de las excepciones de esa regla. Por lo menos hasta ahora sólo se ha atribuido fragmentaria y tenuemente a la comunidad israelita. Y esto no obstante la evidencia de que la base ideológica de la revolución rusa la crearon los judíos Marx y Engels; la pusieron en movimiento social Lenin, Zinoviev, Kamenev, Bronstein y otros israelitas; la solapó y ejecutó a medias el hebreo Kerensky; la ayudaron económicamente desde EE. UU. los magnates Kuhn Loeb, Félix Warburg, Otto Kahn, Mortimer Schiff y Olef Asxhberg, y la hicieron posible agitando a las masas proletarias un sinnúmero de comisarios israelitas, como judíos eran —simbólicamente— 10 de los 12 revolucionarios que ejecutaron a la familia real de los Romanof.
Uno de los modernos profetas del semitismo, Teodor Herzl, ya había advertido antes del triunfo de la revolución rusa:
«Somos una nación, un pueblo... Cuando los judíos nos hundamos, seremos revolucionarios, seremos los suboficiales de los partidos revolucionarios. Al elevarnos nosotros subirá también el inmarcesible poder del dinero judío» («Un Estado judío»).
Son numerosísimas las huellas que los israelitas dejaron en la preparación y la consumación de la revolución rusa, pero por uno u otro motivo la difusión de estos hechos ha sido tan lenta y fragmentaria que generalmente suenan a inverosímiles o fantásticos cuando se les conoce en toda su magnitud.
Ni la universalmente reconocida seriedad de Henry Ford libró a esas revelaciones de las dudas que lógicamente producen:
«Una Rusia Soviética hubiese sido sencillamente imposible —dice Henry Ford en El Judío Internacional—, a no ser que un 90% de los comisarios fueran judíos. Otro tanto hubiera ocurrido en Hungría, de no ser judío Bela-Khun («El Príncipe Rojo») y con él 18 de sus 24 comisarios... El Soviet no es una institución rusa, sino judía».
Agrega que al triunfar la Revolución bolchevique, el nuevo régimen fue integrado preponderantemente con israelitas y cita el siguiente cuadro:














«Cuando Rusia se hundió —afirma—, inmediatamente surgió el judío Kerensky. Como sus planes no fueron suficien­temente radicales, le sucedió Trotsky. Actualmente, en Ru­sia (1920), en cada comisario hay un judío. De sus escondri­jos irrumpen los judíos rusos como un ejército bien organi­zado... Todos los banqueros judíos en Rusia permanecie­ron sin ser molestados, mientras que a los banqueros no ju­díos se les fusiló... El bolchevismo es anticapitalista sólo con­tra la propiedad no judía. Si el bolchevismo hubiese sido real­mente anticapitalista, hubiera matado de un solo tiro al capi­talismo judío. Pero no fue así... Sólo a los judíos se les pue­den remitir víveres y auxilios de otros países, en Rusia».
El mismo autor hace una cita del Dr. Jorge A. Simons, sacer­dote cristiano, que escribió:
«Centenares de agitadores salidos de los barrios bajos del Este de Nueva York se encontraron en el séquito de Trotsky... A muchos nos sorprendió desde un principio el elemento marcadamente judío de aquél y se comprobó muy pronto que más de la mitad de todos esos agi­tadores del llamado movimiento sovietista eran judíos».
Asimismo cita a William Huntington, agregado comercial ame­ricano en Retrogrado durante la revolución, quien declaró que «en Rusia todo mundo sabe que tres cuartas partes de los jefes bolche­viques eran judíos».
Coincidiendo con todo lo anterior, el periódico ruso «Hacia Mos­cú», de septiembre de 1919, dijo: «No debe olvidarse que el pueblo judío, reprimido durante siglos por reyes y señores, representa genuinamente el proletariado, la internacional propiamente dicha, lo que no tiene patria».
Y Cohan escribía en «El Comunista», de abril de 1919:
«Pue­de decirse sin exageración que la gran revuelta social rusa fue realizada sólo por manos judías El símbolo del judaísmo, que durante siglos luchó contra el capitalismo, se ha con­vertido también en el símbolo del proletariado ruso, como re­sulta de la aceptación de la estrella roja de cinco puntas que como es sabido fue antiguamente el símbolo del sionismo y del judaísmo en general».
Desde un punto de observación muy distante, el investigador Schubart se refiere a este mismo asunto en los siguientes términos[1]:
«También la nacionalidad de los jefes bolcheviques, entre los cuales hay un gran contingente de judíos, lituanos y grusinios, indica el carácter extraño, no ruso, de este movimiento. El marxismo no tiene más que una peculiaridad que encuentra afinidad de sentir en el ruso: es el meollo mesiánico de la doctrina. Lo sintió el alma eslava con fino olfato, y lo tomó por punto de partida... El occidental siente latir más fuerte su corazón al pasar revista a sus bienes; en el ruso está vivo el sentimiento de que las posesiones nos poseen a nosotros, de que el poseer significa ser poseído, de que en medio de la riqueza se ahoga la libertad espiritual».
Schubart no es el único en considerar que en la idiosincrasia rusa había propicias coyunturas para que el marxismo teórico y utópico ganara adeptos que luego se convirtieran en instrumento para los organizadores judíos. Oswaldo Spengler apuntó en «Decadencia de Occidente»:
«El alma rusa, alma cuyo símbolo primario es la planicie infinita, aspira a deshacerse y perderse, sierva anónima, en el mundo de los hermanos... La vida interior del ruso, mística, siente como pecado el pensamiento del dinero».
Otro filósofo, el Conde de Keyserling[2], coincide con los dos anteriores: «Los rusos son tan profundamente religiosos en el alma que incluso el materialismo, el ateísmo, la industrialización y el plan quinquenal les sirven de iconos».
Igualmente, el sacerdote jesuíta norteamericano E. A. Walsh, que vivió en la URSS en 1923, opina en su libro «Imperio Total»:
«El mujik ruso, cuando está impregnado de vodka, revela una sórdida grosería y una torpe animalidad sólo limitada por la capacidad física. Pero, terminada la orgía, llorará con su prójimo en fraterna comprensión, perdonará a los ladrones, cobijará a los asesinos con compasión y manifestará instantánea simpatía hacia todos sus compañeros de peregrinación en este valle de lágrimas, y al arar exclamará: 'Dios, ten piedad'».
Otto Skorzeny, que como oficial alemán conoció a los rusos durante cuatro años de lucha, da el testimonio de que:
«el soldado que fue a la guerra por el materialismo dialéctico posee, en realidad, un idealismo religioso... Casi puede decirse que el ruso, en cuanto a alcanzar su objetivo ideal, es un enemigo de lo posible: necesita objetivos lejanos y fantásticos»[3].
Son innumerables los investigadores que habiendo estudiado la psicología del ruso coinciden en que bajo su dureza acorazada por el sufrimiento de siglos y que bajo su crueldad propia de los caracteres primitivos, late un vigoroso sentimiento místico. Y es precisamente en este sentimiento, espontáneo y de distinta índole que el pensamiento lógico, donde el marxismo israelita se injertó; donde el marxismo encontró un punto de apoyo para erigirse en fuerza gigantesca.
El empuje indiscutible del bolchevismo surgió de dos factores: la fórmula alucinante y utópica de Marx y el sencillo misticismo de las almas rusas. Y fueron judíos quienes combinaron ambos factores como se combinan la glicerina y el ácido nítrico para obtener la dinamita.
El bolchevismo cundió luego con su propia dinámica y no requirió razones para subsistir; incluso pudo hacerlo pese a las realidades que lo contradecían. Tal es el mecanismo de los movimientos sociales que llegan a erigirse en creencias místicas o seudomísticas.
Algo de esto señala Max Eastman al afirmar: «El comunismo es una doctrina que no puede ser científica, pues es exactamente lo contrario: religión»[4].
Y algo muy semejante señala Gustavo Le Bon en «Ayer y Mañana»:
«Las creencias de forma religiosa, como el socialismo, son inconmovibles porque los argumentos no hacen mella en una convicción mística... Todos los dogmas, los políticos sobre todo, se imponen generalmente por las esperanzas que hacen nacer y no por los razonamientos que invocan... La razón no ejerce influencia alguna sobre las fuerzas místicas».
Así se explica que pese a su procedencia extranjera, pues el marxismo no era ruso ni sus propagadores tampoco, grandes masas del pueblo lo hicieron entusiastamente suyo, por lo menos en la etapa inicial. Lo captaron por una de sus fases, por la fase mística de la reivindicación del indigente, y para esta espontánea adhesión no necesitaban ni investigar orígenes ni razonar sobre las bases científicas del movimiento.
Durante milenios el hombre ha anhelado barrer el abuso de los poderosos y disfrutar de justicia social. Al prometer la satisfacción de ese viejo anhelo, los creadores israelitas del comunismo lograron un formidable triunfo psicológico y político. Dentro de sus propias filas raciales la minoría judía de Rusia carecía de la fuerza del número, pero la conquistó entre las masas no semitas —e inclusive antisemitas— gracias a las promesas populares que el comunismo hacía. Y a fin de garantizar que esta poderosa arma política se mantuviera siempre dirigida por sus creadores, se le dio el dogma de la internacionalización, de tal manera que se cometía una herejía al querer servir al proletario sin la consigna emanada de Moscú, sede del marxismo-israelita.
Todo movimiento social que se atreviera a violar ese dogma era objeto de la más violenta hostilidad, no porque sirviera mejor o peor los intereses del proletariado, sino porque se sustraía al control de los creadores del marxismo.
Apenas afianzado el nuevo régimen en el Poder, una súbita lucha antirreligiosa comenzó a realizarse con extraordinaria eficacia. Como si fuera obra de factores no rusos, esa lucha era sistemática y carecía de la imprevisión y de la desorganización(,) propias del ambiente moscovita. En su implacable eficacia se advertía el sello de una mano extraña. «En la fachada del Ayuntamiento de Moscú, en vez de la imagen que se veneraba, se inscribió la frase de Lenin: La religión es el opio del pueblo»[5].
Frecuentemente se ha visto que un movimiento religioso, nutriéndose de su propia fe, se lance contra otro movimiento religioso y trate de proscribirlo. Religión contra religión es un fenómeno muchas veces presenciado en la historia. Pero que en un medio eminentemente religioso nazca un movimiento inflexiblemente ateísta, dirigido contra todas las religiones, es un fenómeno nuevo. ¿De dónde un movimiento político, que oficialmente se apoya en masas religiosas, extrae la inspiración y las energías necesarias para constituirse fanáticamente en un movimiento antirreligioso?
Ha sido también más o menos frecuente que por conveniencias políticas un régimen hostilice a una religión y se apoye en otras. Pero en Rusia, por primera vez con inconfundible claridad y con extraordinario celo, todas las religiones empezaron a ser perseguidas en cuanto triunfó el bolchevismo.
Lo que el cristianismo padeció en la época antirreligiosa del Imperio Romano tenía la explicación de que se trataba de una religión nueva sin muchos adeptos en la masa del pueblo. En cambio, en Rusia, los sentimientos religiosos eran ya populares cuando el Bolchevismo comenzó a imperar. 929 años antes Rusia se había convertido al cristianismo. Que en un pueblo sin religión se combata una nueva religión, parece explicable; pero que en un pueblo religioso surja un régimen intransigentemente antirreligioso, es un fenómeno de orígenes extraños al pueblo mismo. Y tal fue lo que sucedió en Rusia.
El teniente coronel Carlos R. Berzunza dice en su resumen histórico:
«Numerosas iglesias fueron convertidas en teatros. La revolución inició luego la lucha contra todas las religiones, por todos los medios... Se prohibió la enseñanza religiosa a menores de 18 años. La iglesia protestó. De 900 conventos fueron arrasados 722».
La resistencia de los fieles fue casi pulverizada y 29 obispos y sacerdotes pagaron con su vida la oposición al régimen y fueron las primeras víctimas de una serie de ejecuciones bolcheviques que más tarde recibieron el nombre de «purgas». Para el 7 de noviembre de 1923 la primera ola de «purgas» había aniquilado a 6,000 profesores, 9,000 médicos, 54,000 oficiales, 260,000 soldados, 70,000 policías, 12,000 propietarios, 355,000 intelectuales, 193,290 obreros y 815,950 campesinos, en mayor o menor grado culpables de oposición. Esta furia aparentemente ciega tenía por objeto aniquilar a la clase pensante y a los núcleos que podían inspirar y organizar la resistencia al nuevo régimen.
En cuanto a los orígenes antirreligiosos del bolchevismo son evidentes. Supuesto que no residían en las masas populares, ni tampoco en ninguna otra religión con predominio en Rusia, se hallaban exclusivamente entre los organizadores israelitas del movimiento revolucionario, quienes seguían la sentencia de Marx: «El judaísmo es la muerte del cristianismo»[6]
Ciertamente la masonería también fue un factor en esa lucha antirreligiosa, pero en última instancia la masonería es sólo uno de los brazos del judaísmo. Este creó en Egipto las primeras células secretas en el siglo XV antes de nuestra era, cuando los judíos necesitaron protegerse y ayudarse eficazmente bajo el dominio de los faraones. Siglos después esa sociedad se hizo extensiva a los no judíos, con objeto de aprovecharlos para los fines políticos israelitas, y se le dio un aspecto de fraternidad y liberalismo. Persistió, sin embargo, el ambiente de misterio bajo el cual había nacido la masonería, y todavía un enorme número de masones ignora hoy su vinculación con el movimiento político judío, a pesar de que son de origen hebreo todos los nombres de sus grados, sus símbolos y sus palabras de paso, como Jehová, Zabulón, Nekam Nekar, Adonai, etc. Esto puede comprobarlo cualquier «iniciado» que conozca a la vez la historia judía[7].
Por eso es que desde el grado tercero de la masonería se designa con símbolos judíos a Jesucristo, a la iglesia y a los cristianos, como la «ignorancia», el «fanatismo» y la «superstición», respectivamente, (Jubelás, Jubelós y Jubelum) y se plantea simbólicamente la lucha contra ellos.
Ya en 1860 el español Vicente de la Fuente había escrito en «Historia de las Sociedades Secretas»:
«Esa sociedad proscrita en todas partes, y que en todas partes se halla sin patria, que en tal concepto desprecia las ideas de nacionalidad y patria, sustituyéndolas con un frío y escéptico cosmopolitismo, ésa tiene la clave de la francmasonería. El calendario, los ritos, los mitos, las denominaciones de varios objetos suyos, todos son tomados precisamente de esa sociedad proscrita: el judaísmo.
»La francmasonería en su principio es una institución peculiar de los judíos, hija del estado en que vivían, creada por ellos para reconocerse, apoyarse y entenderse sin ser sorprendidos en sus secretos, buscarse auxiliares poderosos en todos los países, atraer a sí a todos los descontentos políticos, proteger a todos los enemigos del cristianismo.
»Es público que todos los periódicos más revolucionarios e impíos de Europa están comprados por los judíos, o reciben subvenciones de ellos y de sus poderosos banqueros, los cuales a la vez son francmasones».
Este paralelismo del judaísmo político y de la masonería lo confiesa el propio israelita Trotsky en su biografía, al referirse a su encarcelamiento de 1898:
«Hasta entonces —dice— no había tenido ocasión de consultar las obras fundamentales del marxismo. Los estudios sobre la masonería me dieron ocasión para contrastar y revisar mis ideas. No había descubierto nada nuevo». («Mi Vida». —León Trotsky).
Todo lo anterior explica el carácter furiosamente antirreligioso de la época actual de la historia rusa. Una época categóricamente materialista y antirreligiosa, tal como la delineó Marx en su «Introducción a la Filosofía del Derecho, de Hegel», al afirmar que sólo existe la materia. Una época tal como la planeó Lenin al afirmar que «el socialismo, por medio de la ciencia, combate el humo de la religión».
En 37 diversas dependencias de las primeras fases del Estado Soviético figuraron 459 dirigentes de origen judío y 43 rusos, cuyos nombres y cargos aparecen especificados en el libro «La Gran Conspiración Judía», de Traían Romanescu.

ALEMANIA, META
INMEDIATA DEL
MARXISMOEn la segunda mitad del siglo pasado, mientras que en Rusia se abrían paso las doctrinas revolucionarias marxistas, el Imperio Alemán resurgía en 1871 forjado en la victoria de Sedán, bajo Guillermo I. Este segundo Reich era la cúspide de fuerzas cuya inquietud brillaba precisamente entonces en diversas ramas del saber: Goethe en la literatura; Beethoven, Mozart y Wagner en la música; Kant y Schopenhauer en la filosofía; Von Moltke en la milicia; Kirchhoff y Bunsen en la física y la química, y Nipkow en la mecánica.
Sin embargo, en el campo de la política el alemán no tenía nada nuevo bajo la férrea forma de su imperio, y esto hizo creer a los propulsores israelitas del marxismo que sería fácil asentar en Alemania la primera base de la «revolución mundial».
En efecto, KarI Marx (judío originalmente llamado Kissel Mordekay) y su compatriota Frederik Engels, quisieron que el marxismo se materializara en régimen político primero en Alemania y después en Rusia. En su «Manifiesto Comunista» de 1848, ambos israelitas especificaron:
«A Alemania sobre todo es hacia donde se concentra la atención de los comunistas, porque Alemania se encuentra en vísperas de una revolución burguesa y porque realizará esta revolución en condiciones más avanzadas de la civilización europea y con un proletariado infinitamente más desarrollado».
Pero un año después de publicado el Manifiesto Comunista, el marxismo sufrió un golpe inesperado en Alemania. Su primer intento para apoderarse de las masas proletarias fracasó en junio de 1849. La disciplina y el nacionalismo inculcados por la milicia eran una barrera ante la revolución internacionalizada del marxismo. El general Helmuth von Moltke señalaba que esa «cólera moral» fascinaba a los demócratas y se extendía por toda Europa reclutando en sus filas «abogados, literatos y tenientes echados del servicio».
En 1864 Marx fundó la Primera Internacional para impulsar la agitación internacional, particularmente en Alemania y Rusia. El comunismo anhelaba el control de Alemania por sus capacidades industriales y guerreras y el de Rusia por sus vastos recursos naturales y humanos. Ya en 1,776 el judío alemán Adán Weishaupt había creado la secta masónica de los Iluminados de Baviera, que con el señuelo de dar el dominio político mundial a los germanos pretendió utilizarlos para extender todos los principios que más tarde aprovechó Marx en sus teorías. Pero esta secta fue prohibida y no alcanzó sus metas en Alemania, aunque sí fue uno de los movimientos precursores de la Revolución Francesa[8].
Más tarde, Lenin insistía en el sueño de Weishaupt y de Marx y les decía a sus legionarios que la tarea inmediata era
«unir el proletariado industrial de Alemania, Austria y Checoslo-vaquia con el proletariado de Rusia creando así una poderosa combinación industrial y agraria desde Vladibostock hasta el Rhin».
Y varios intentos se realizaron con este objeto.
«Lenin dijo un día[9] que si era preciso sacrificar la revolución rusa a la revolución alemana, que representaba muchas más probabilidades de buen éxito, no dudaría en hacerlo. Las riquezas agrícolas de Rusia y las riquezas industriales de Alemania formarían una potencia gigantesca».
El propio Lenin dijo también al general Alí Fuad Bajá, primer embajador turco en la URSS:
«Si Alemania acepta la doctrina bolchevique me trasladaré inmediatamente de Moscú a Berlín. Los alemanes son gente de principios y permanecen fieles a las ideas una vez que han aceptado su verdad. Proporcionarán un medio mucho más favorable para la propagación de la revolución mundial que los rusos, cuya conversión exigirá mucho tiempo»[10].
Pero el arraigado patriotismo del alemán era un obstáculo para eso. Aun abrazando el marxismo, lo privaba de su sello internacionalista. John Plamenats refiere que Lasalle, judío fundador del Partido Socialista Alemán, no pudo llegar a proclamar abiertamente el comunismo. Sin embargo, la doctrina hacía progresos y Plamenats afirma que el
«Partido Democrático Socialista Alemán adoptó un programa completamente marxista en espíritu. Entre tanto, la industria alemana se desarrollaba rápidamente, y en poco tiempo este partido se convirtió en el más grande del Estado. Lenin creía que con ayuda de los trabajadores alemanes, los rusos podrían evitar los peligros que de otro modo se derivarían de una Revolución prematura»[11].
En vísperas de la primera guerra mundial el marxismo luchaba con igual denuedo en Rusia y en Alemania, si bien con distinta táctica. El más alto nivel cultural y económico del pueblo alemán impedía progresos tan rápidos como los logrados entre las masas analfabetas y paupérrimas de Rusia. En Alemania había mejor información sobre los orígenes de las diversas tendencias políticas y esto impedía que muchos cayeran en redes hábilmente tendidas. El periodista Marr, el historiador Treitschke, el pastor Stoecker, el filósofo Duehring y el profesor Rohling llamaron frecuentemente la atención sobre la secreta influencia del judaísmo y habían gestionado con Bismarck que se le refrenara. Pero de todas maneras el Partido Democrático Socialista Alemán, con inspiración marxista, iba ganando terreno en los sindicatos.
Años más tarde —a principios de 1913—, un joven descendiente de aldeanos, de 20 años de edad, que de peón había ascendido a acuarelista, reflexionaba en Munich que:
«...la nación no era —según los marxistas— otra cosa que una invención de los capitalistas; la patria, un instrumento de la burguesía, destinado a explotar a la clase obrera; la autoridad de la ley, un medio de subyugar al proletariado; la escuela, una institución para educar esclavos y también amos; la religión, un recurso para idiotizar a la masa predestinada a la explotación; la moral, signo de estúpida resignación, etc. Nada había, pues, que no fuese arrojado en el lodo más inmundo».
Ese joven artesano, llamado Adolfo Hitler, era partidario del sindicalismo, pero no bajo la inspiración internacionalista de Marx, sino bajo el ideal nacionalista de Patria y de Raza:
«Esta necesidad —la de los sindicatos y su lucha— tendrá que considerarse como justificada mientras entre los patrones existan hombres no sólo faltos de todo sentimiento para con los deberes, sino carentes de comprensión hasta para los más elementales derechos humanos... El sindicalismo, en sí, no es sinónimo de 'antagonismo social'; es el marxismo quien ha hecho de él un instrumento para la lucha de clases... La huelga es un recurso que puede o que ha de emplearse mientras no exista un Estado racial, encargado de velar por la protección y el bienestar de todos, en lugar de fomentar la lucha entre los dos grandes grupos —patrones y obreros— y cuya consecuencia, en forma de la disminución de la producción, perjudica siempre los intereses de la comunidad».
Concebía entonces que en el futuro:
«...dejarán de estrellarse los unos contra los otros —obreros y patrones— en la lucha de salarios y tarifas, que daña a ambos, y de común acuerdo arreglarán sus divergencias ante una instancia superior imbuida en la luminosa divisa del bien de la colectividad y del Estado... Es absurdo y falso afirmar —decía— que el movimiento sindicalista sea en sí contrario al interés patrio. Si la acción sindicalista tiende y logra el mejoramiento de las condiciones de vida de aquella clase y constituye una de las columnas fundamentales de la nación, obra no sólo como no enemiga de la patria o del Estado, sino nacionalmente en el más puro sentido de la palabra. Su razón de ser está, por tanto, totalmente fuera de duda».
Con la impetuosidad propia de su edad, y además de su carácter, Hitler trataba de persuadir a sus compañeros de que la defensa del proletariado no era la meta del marxismo, ya que si el proletariado llegaba a satisfacer sus propias necesidades, desaparecería como instrumento de lucha de quienes acaudillaban el marxismo.
Ahondando en esta hipótesis, llegó a un punto que habría de ser elemento básico en la génesis del nacionalsocialismo, sistema político que luego se divulgó con el apócope de «nazi». Por ese entonces —según posteriormente refirió— creía que los judíos nacidos en Alemania sólo se diferenciaban en la religión.
«El que por eso se persiguiese a los judíos como creía yo, hacía que muchas veces mi desagrado frente a exclamaciones deprimentes para ellos subiese de punto... Tuve una lucha para rectificar mi criterio... Esta fue sin duda la más trascendental de las transformaciones que experimenté entonces; ella me costó una intensa lucha interior entre la razón y el sentimiento. Se trataba de un gran movimiento que tendía a establecer claramente el carácter racial del judaísmo: el sionismo... Tropecé con él inesperadamente donde menos lo hubiera podido suponer; judíos eran los dirigentes del Partido Social Demócrata. Con esta revelación debió terminar en mí un proceso de larga lucha interior. Examiné casi todos los nombres de los dirigentes del Partido Social Demócrata; en su gran mayoría pertenecían al pueblo elegido; lo mismo si se trataba de representantes en el Reichstag que de los secretarios de las asociaciones sindicalistas, que de los presidentes de las organizaciones del Partido, que de los agitadores populares... Austerlitz, David, Adler, Allenbogen, etc.
»Un grave cargo más pesó sobre el judaísmo ante mis ojos cuando me di cuenta de sus manejos en la prensa, en el arte, en la literatura y el teatro. Comencé por estudiar detenidamente los nombres de todos los autores de inmundas producciones en el campo de la actividad artística en general. El resultado de ello fue una creciente animadversión de mi parte hacia los judíos. Era innegable el hecho de que las nueve décimas partes de la literatura sórdida, de la trivialidad en el arte y el disparate en el teatro, gravitaban en el debe de una raza que apenas si constituía una centésima parte de la población total del país.
»Ahora veía bajo otro aspecto la tendencia liberal de esa prensa. El tono moderado de sus réplicas o su silencio de tumba ante los ataques que se le dirigían debieron reflejárseme como un juego a la par hábil y villano. Sus críticas glorificantes de teatro estaban siempre destinadas al autor judío y jamás una apreciación negativa recaía sobre otro que no fuese un alemán. El sentido de todo era tan visiblemente lesivo al germanismo, que su propósito no podía ser sino deliberado».

PARÉNTESIS
DE GUERRATal fue, en síntesis, el proceso del nacimiento del nacionalsocialismo: frente al carácter internacionalista del marxismo, un categórico nacionalismo apoyado en las ideas de patria y de raza; frente al exclusivismo autoritario de la doctrina de Marx, un exclusivismo nacional —igual o mayor que aquél—; frente al origen político-israelita de la doctrina, un antisemitismo político[12].
Los gérmenes del nuevo movimiento se habían perfilado ya, pero tan sólo en la mente del oscuro acuarelista. El estallido de la guerra de 1914 lo sacó de sus disquisiciones. La víspera que el conflicto armado se generalizara con la declaración inglesa de guerra contra Alemania, Adolfo Hitler se enroló como voluntario en el 16o. regimiento bávaro de infantería, el 3 de agosto de 1914.
Luego combatió en el frente de Flandes y después en el Somme, donde fue ascendido a cabo y ganó la «Cruz de Hierro», que es el máximo orgullo del soldado alemán. El 7 de octubre de 1916 cayó herido y se le trasladó a un hospital cercano a Berlín. Según sus propias palabras, desde allí pudo darse cuenta de que el «frente férreo de los grises cascos de acero; frente inquebrantable, firme monumento de inmortalidad», no tenía igual solidez en la retaguardia, donde el creciente marxismo socavaba el espíritu de resistencia.
Esa situación empezó a hacer crisis a principios de 1918 al estallar una huelga de municiones, que aunque prematura y fallida, causó un efecto desastroso en la moral.
«¿Por qué el ejército seguía luchando si es que el pueblo mismo no quería la victoria? ¿A qué conducían entonces los enormes sacrificios y las privaciones? El soldado peleaba por la victoria y el país le oponía la huelga[13].
»Las nuevas reservas arrojadas al frente —añade— fracasaron completamente. ¡Venían de la retaguardia!... El judío internacional Kurt Eisner comenzó a intrigar en Baviera contra Prusia. No obraba ni en lo más mínimo animado del propósito de servir intereses de Baviera, sino llanamente, como un ejecutor del judaísmo. Explotó los instintos y antipatías del pueblo bávaro para poder, por ese medio, desmoronar más fácilmente a Alemania».
Y así comenzó a repetirse en Alemania aquella agitación marxista que un año antes minó a Rusia y la hizo capitular en la guerra internacional para sumirla en la revolución bolchevique. La base naval alemana de Kiel fue el escenario del primer levantamiento, tal o la base naval de Kronstadt había sido el del primer levantamiento formal de los soviéticos.
«Así —dice la Enciclopedia Espasa— toda resistencia resultaba imposible, aunque de haberla podido prolongar unos días hubiera dado a Alemania la posibilidad de una paz mejor... En Baviera proclaman la república... Fórmanse consejos de obreros y soldados. Los soldados desarman a los oficiales y, si resisten, los matan... La bandera roja ondea en todos los arsenales alemanes... Alemania toma un aspecto bolchevique. El emperador abdica (día 9 de noviembre de 1918) quedando proclamada la república con un carácter francamente radical y pareciendo un remedo de la república rusa».
Entre tanto, el cabo Hitler había vuelto al frente, había sido alcanzado por el gas británico «cruz amarilla» y casi ciego fue internado en el hospital Pasewalk, de Pomerania.
«El 10 de noviembre —refiere en «Mi Lucha»— vino el pastor del hospital para dirigirnos algunas palabras... parecía temblar intensamente al comunicarnos que la Casa de los Hohenzollern había dejado de llevar la corona imperial... Pero cuando él siguió informándonos que nos habíamos visto obligados a dar término a la larga contienda, que nuestra patria, por haber perdido la guerra y estar ahora a la merced del vencedor, quedaba expuesta en el futuro a graves humillaciones, entonces no pude más. Mis ojos se nublaron y a tientas regresé a la sala de enfermos, donde me dejé caer sobre mi lecho, ocultando mi confundida cabeza entre las almohadas.
»Desde el día en que me vi ante la tumba de mi madre, no había llorado jamás. Cuando en mi juventud el destino me golpeaba despiadadamente, mi espíritu se reconfortaba; cuando en los largos años de la guerra, la muerte arrebataba de mi lado a compañeros y camaradas queridos, habría parecido casi un pecado el sollozar. ¡Morían por Alemania! Y cuando finalmente, en los últimos días de la terrible contienda, el gas deslizándose imperceptiblemente, comenzara a corroer mis ojos, y yo, ante la horrible idea de perder para siempre la vista, estuviera a punto de desesperar, la voz de la conciencia clamó en mí: ¡Infeliz! ¿Llorar mientras miles de camaradas sufren cien veces más que tú? Y mudó soporté el destino.
»Pero ahora era diferente porque ¡todo sufrimiento material desaparecía ante la desgracia de la patria! Todo había sido, pues, inútil; en vano todos los sacrificios y todas las privaciones, inútiles los tormentos del hambre y de la sed, durante meses interminables; inútiles también todas aquellas horas en que entre las garras de la muerte, cumplíamos, a pesar de todo, nuestro deber; infructuoso, en fin, el sacrificio de dos millones de vidas. ¿Acaso habían muerto para eso los soldados de agosto y septiembre de 1914 y luego seguido su ejemplo en aquel otoño, los bravos regimientos de jóvenes voluntarios? ¿Acaso para eso cayeron en la tierra de Flandes aquellos muchachos de 17 años?... »Guillermo II había sido el primero que, como emperador alemán, tendiera la mano conciliadora a los dirigentes del marxismo, sin darse cuenta de que los villanos no saben del honor; mientras en su diestra tenían la mano del Emperador, con la izquierda buscaban el puñal...
»¡Había decidido dedicarme a la política!»
Como consecuencia del tratado de paz, se privó a Alemania de 70,580 kilómetros cuadrados de territorio metropolitano, con 6.475,000 habitantes; además de 2.952,600 kilómetros cuadrados de colonias, y se le fijaron reparaciones por valor de 90,000 millones de marcos oro. Lo que había sido el II Reich quedó reducido a 472,000 kilómetros cuadrados (poco menos que la cuarta parte de México), con 68 millones de habitantes.
Aprovechando el malestar de la guerra perdida —tal como ocurrió en Rusia— el marxismo hizo un supremo esfuerzo en Alemania por restablecer el Estado soviético. Los motines y los paros se utilizaron pródigamente para atemorizar y dominar, pero los revolucionarios tropezaron con una oposición nacionalista más poderosa y consciente que la habida en Rusia.
Los agitadores israelitas KarI Liebknecht y Rosa Luxemburgo lucharon frenéticamente estableciendo soviets en diversas poblaciones hasta que fueron muertos por un soldado. En Munich, el israelita Eisner proclamó en 1919 un régimen francamente soviético, pero después de cuatro semanas fue derrocado en sangrientas luchas callejeras. El ejército repudiaba al bolchevismo y como la gran masa del pueblo seguía queriendo y respetando al ejército, los marxistas tuvieron que limitar sus ambiciones. En Berlín fueron dominados después de que hubo más de mil muertos.
Friedrich Ebert, que en plena guerra había votado por la continuación de la huelga en las fábricas de municiones, logró escalar la Presidencia de la Nueva República y establecer un régimen que aunque todavía muy distante del radicalismo soviético, le seguía los pasos a prudente distancia. Toda la maquinaria oficial adquirió cierto matiz anticristiano y benevolente tolerancia hacia el marxismo, actitudes que hasta entonces no había adoptado ningún gobierno alemán.
En 1918 la nueva Constitución alemana fue «delineada por un jurisconsulto judío, Hugo Preuss», según dice el israelita Salomón Resnick, en «Cinco Ensayos Sobre Temas Judíos».

FACTOR SECRETO EN LA
DERROTA ALEMANALa revolución marxista soviética de 1917 y la revolución marxista alemana de 1918 tuvieron un mismo origen. Desde 1848 era público que Marx y Engels buscaban la conquista del proletariado germano; luego Lenin, Trotsky y otros israelitas proclamaron como meta la unificación e internacionalización de las masas rusa y alemana.
Al caer el Emperador Guillermo II, como cuando en Rusia cayó el zar, los israelitas aumentaron su influencia en Alemania:
«Al terminar la guerra —dice Henry Ford— los gananciosos fueron los judíos... En Alemania (1918) controlaron: Rosenfeld el Ministerio de Gracia y Justicia; Hirsch, Gobernación; Simón, Hacienda; Futran, Dirección de Enseñanza; Kastenberg, Dirección del Negociado de Letras y Artes; Wurm, Secretario de Alimentación; Dr. Hirsch y Dr. Stadhagen, Ministerio de Fomento; Cohen, Presidente del Consejo de Obreros y Soldados, cuyos colaboradores judíos eran Stern, Herz, Loswemberg, Frankel, Israelowitz, Laubeheim, Seligschen, Katzenstein, Lauffenberg, Heimann, Schlesinger, Merz y Weyl. Nunca la influencia judía había sido mayor en Alemania, y se erigió mediante la ayuda del bolchevismo disfrazado de socialismo, del control de la prensa, de la industria y de la alimentación.
»Los judíos-alemanes Félix y Paul Warburg cooperaban en Estados Unidos, en el esfuerzo bélico contra Alemania. Su hermano Máximo Warburg alternaba, entre tanto, con el gobierno alemán. Los hermanos se encontraron en París, en 1919, como representantes de «sus» respectivos gobiernos y como delegados de la paz... —Mediante empréstitos, los judíos se infiltraron en las cortes, lo mismo en Rusia que en Alemania o Inglaterra. Su táctica recomienda ir derecho al cuartel general.
»Más coincidencias: Walter Rathenau, judío, era el único que poseía la comunicación telefónica directa con el Kaiser. En la Casa Blanca de Washington influían también varios judíos...
»Al Estado Judío Internacional que vive secretamente entre los demás Estados, le llaman en Alemania 'Pan-Judea'. Sus principales medios de dominación son capitalismo y prensa. La primera sede de 'Pan-Judea' fue París; luego pasó a Londres, antes de la Guerra, y ahora parece que se trasladará a Nueva York (1920). Como Pan-Judea dispone de las fuentes de información del mundo entero, puede ir preparando la opinión pública mundial para sus fines más inmediatos...
»El Berliner Tageblatt y la Munchener Neuste Nachrichten fueron durante la guerra órganos oficiosos del gobierno alemán, y sin embargo, defendían decididamente los intereses judíos. La 'Frankfurter Zeitung', de la que dependen muchos otros diarios, es genuinamente judía».
Muy distante del fabricante norteamericano de automóviles que hacía estas observaciones, el general Ludendorff, estratega alemán, «no se explicaba la derrota de 1918 y presintió que allí actuaban fuerzas ocultas que no encajaban en los cálculos del Estado Mayor». Después de hacer estudios e investigaciones en este sentido, afirmó que las fuerzas responsables de la derrota de Alemania constituían el poderío secreto del mundo, formado por judíos y masones. Con base en diversos documentos aseguró que éstos habían estorbado la producción de guerra y fomentado la desmoralización en la retaguardia. En su testamento recomendaba a los alemanes un esfuerzo supremo, económico, militar y psicológico, a fin de sacudir la influencia del poderío secreto del mundo. («La Guerra Total»).
Entre tanto, con el uniforme de cabo, Adolfo Hitler ya no pensaba en la arquitectura —que fue su ambición anterior a la guerra—, sino en la política. Le había impresionado sobremanera el triunfo total del marxismo en Rusia y los progresos arrolladores que hacía en Alemania. Lenin anunciaba que las dos primeras etapas del movimiento se habían cumplido ya, dentro de Rusia, y las siguientes se desarrollarían hacia el exterior mediante el apoyo de la dictadura erigida en la URSS. Polonia, inmediatamente, y Alemania después, eran los objetivos más cercanos.
Hitler argumentaba que las derrotas militares no habían sido la causa de la capitulación, porque eran mucho menores a los triunfos alcanzados. Tampoco creía que la economía fuera la culpable de la rendición, pues el esfuerzo bélico de cuatro años se apoyó más en factores espirituales de heroísmo y organización que en bases económicas. Y concluía que todo se había comenzado a minar ya desde años atrás y que la capitulación de 1918 era sólo el primer efecto visible de esa lenta corrosión interior.
Sin duda algo flotaba en el ambiente y era percibido por todos. Lo que Henry Ford denunciaba desde Norteamérica como hegemonía israelita, el general Ludendorff lo identificaba entre sus documentos de Estado Mayor como «poderío secreto del mundo», y un cabo desconocido lo refería así desde su punto de vista de hombre de la masa del pueblo:
«¿No fue la prensa —decía— la que en constantes agresiones minaba los fundamentos de la autoridad estatal hasta el punto de que bastó un simple golpe para derrumbarlo todo? Finalmente, ¿no fue esa misma prensa la que desacreditó al ejército mediante una crítica sistemática, saboteando el servicio militar obligatorio e instigando a negar créditos para el ramo de guerra?...
»Karl Marx fue, entre millones, realmente el único que con su visión de profeta descubriera en el fango de una humanidad paulatinamente envilecida, los elementos esenciales del veneno social, y supo reunirlos cual un genio de la magia negra, en una solución concentrada para poder destruir así con mayor celeridad, la vida independiente de las naciones soberanas del orbe. Y todo esto, al servicio de su propia raza...
»Adquiriendo acciones entra el judío en la industria; gracias a la Bolsa crece su poder en el terreno económico... Tiene en la francmasonería, que cayó completamente en sus manos, un magnífico instrumento para cohonestar y lograr la realización de sus fines. Los círculos oficiales, del mismo modo que las esferas superiores de la burguesía política y económica, se dejan coger insensiblemente en el garlito judío por medio de los lazos masónicos... Junto a la francmasonería está la prensa como una segunda arma al servicio del judaísmo. Con rara perseverancia y suma habilidad sabe el judío apoderarse de la prensa, mediante cuya ayuda comienza paulatinamente a cercenar y a sofisticar, a manejar y a mover el conjunto de la vida pública...
»Políticamente —añadía Hitler— el judío acaba por substituir la idea de la democracia por la de la dictadura del proletariado. El ejemplo más terrible en ese orden lo ofrece Rusia, donde el judío, con un salvajismo realmente fanático, hizo perecer de hambre o bajo torturas feroces a treinta millones de personas, con el solo fin de asegurar de este modo a una caterva de judíos, literatos y bandidos de Bolsa, la hegemonía sobre todo un pueblo».
Y el hecho de que el triunfo marxista no fuera tan definitivo en Alemania, se lo explicaba así en 1920:
«El pueblo alemán no estaba todavía maduro para ser arrastrado al sangriento fango bolchevique, como ocurrió con el pueblo ruso. En buena parte se debía esto a la homogeneidad racial existente en Alemania entre la clase intelectual y la clase obrera; además, a la sistemática penetración de las vastas capas del pueblo con elementos de cultura, fenómeno que encuentra paralelo sólo en los otros Estados occidentales de Europa y que en Rusia es totalmente desconocido. Allí, la clase intelectual estaba constituida, en su mayoría, por elementos de nacionalidad extraña al pueblo ruso o por lo menos de raza no eslava. Tan pronto como en Rusia fue posible movilizar la masa ignara y analfabeta en contra de la escasa capa intelectual que no guardaba contacto alguno con aquélla, estuvo echada la suerte de este país y ganada la revolución.
»El analfabeto ruso quedó con ello convertido en el esclavo indefenso de sus dictadores judíos, los cuales eran lo suficientemente perspicaces para hacer que su férula llevase el sello de la dictadura del pueblo...
»La bolchevización de Alemania, esto es, el exterminio de la clase pensante nacionalracista, logrando con ello la posibilidad de someter al yugo internacional de la finanza judía las fuentes de producción alemana, no es más que el preludio de la propagación de la tendencia judía de conquista mundial.
»Cómo tantas veces en la historia, Alemania constituye también en este caso el punto central de una lucha gigantesca. Si nuestro pueblo y nuestro Estado sucumben bajo la presión de esos tiranos, ávidos de sangre y de dinero, el orbe entero será presa de sus tentáculos de pulpo; mas si Alemania alcanza a librarse de ese atenazamiento, podrá decirse que para todo el mundo quedó anulado uno de los mayores peligros».
[1] «Europa y el Alma del Oriente». —Por Walter Schubart — Profesor de Sociología y Filosofía de la Universidad de Riga, Letonia.
[2] «Vida Intima». —Conde de Keyserling.
[3] «El Soldado Ruso». —Otto Skorzeny.
[4] «La Rusia de Stalin». —Por Max Eastman, Profesor de Filosofía de la Universidad de Columbia.
[5] «Resumen Histórico de Rusia». —Tte. Coronel Ing. Carlos R. Berzunza, y Cap. 1° Bruno Galindo. Escuela Superior de Guerra. —México.
[6] «El Problema Judío». —Karl Marx. — Por cierto que Marx dio forma a la teoría del comunismo, pero los principios seudocientíficos de éste ya eran manejados por el judaísmo desde muchos años antes. Marx recibió ayuda de los banqueros judíos Rothschild.
[7] Diccionario Enciclopédico Abreviado de la Masonería. —Por Lorenzo Frau Abrines, Maestro Masón, Grado 33.
[8] «Revolución Mundial». — Nesta H. Webster.
[9] «Hitler Contra Stalin». — Víctor Serge, marxista.
[10] «Memorias». — Franz Von Papen.
[11] «El Marxismo y sus Apóstoles». — John Plamenats.
[12] Debe discernirse claramente que una cosa es la lucha política contra el movimiento político judío y otra muy distinta es la hostilidad injusta contra el pueblo judío en masa, sólo por ser judío.
[13] «Mi Lucha». — Adolfo Hitler.


















[1] «Más Allá del Bien y del Mal». — Federico Nietzsche.
[2] Contribución del Ghetto Europeo. — Por el Dr. James Parkes. Tribuna Israelita, marzo 1956.
[3] «Manual de Historia Judía». — Simón Dubnow. — Editorial Ju­daica.
[4] «Vida de Lenín». — Por Fierre Charles.
[5] «Vida, Martirio y Sacrificio de los Zares». — Por Tatiana Botkin, hija del médico de la familia imperial.

Derrota Mundial


Camaradas:


Aquí iremos entregando los capítulos de esta gran obra, gracias a la colaboración de un camarada.


Welsung





DERROTA MUNDIAL

· ORÍGENES OCULTOS DELA II GUERRA MUNDIAL
· DESARROLLO DE LA GUERRA
· CONSECUENCIAS ACTUALESDE LA GUERRA

DÉCIMA EDICIÓN

MÉXICO
1961
Derechos Reservados ©
por el autor. Registro Número 18438
de 15 de mayo de 1954.

1a Edición: Diciembre de 1953 —2,000 Ejemplares
2a ” Marzo de 1955 —5,000 Ejemplares
3a ” Diciembre de 1956 —4,000 Ejemplares
4a ” Octubre de 1957 —5,000 Ejemplares
5a ” Enero de 1959 —4,000 Ejemplares
6a ” Julio de 1959 —4,000 Ejemplares
7a ” Abril de 1960 —5,000 Ejemplares
8a ” Noviembre de 1960 —5,000 Ejemplares
9a ” Marzo de 1961 —5,000 Ejemplares
10a ” Septiembre de 1961 —5,000 Ejemplares

Prólogo a la Segunda Edición
La obra de Salvador Borrego E., que hoy alcanza su segunda edición, es una de las más importantes que se hayan publicado en América. Causa satisfacción que un mexicano de la nueva genera­ción, haya sido capaz de juzgar con tanto acierto los sucesos que conocemos bajo el nombre de la Segunda Guerra Mundial.
Colocados nosotros del lado de los enemigos del poderío ale­mán, es natural que todas nuestras ideas se encuentren teñidas con el color de la propaganda aliada. Las guerras modernas se desa­rrollan tanto en el frente de combate como en las páginas de la imprenta. La propaganda es una arma poderosa, a veces decisiva para engañar la opinión mundial. Ya desde la primera guerra euro­pea, se vio la audacia para mentir, que pusieron en práctica agen­cias y diarios que disfrutaban de reputación aparentemente intacha­ble. La mentira, sin embargo, logró su objeto. Poblaciones enteras de naciones que debieron ser neutrales, se vieron arrastradas a participar en el conflicto, movidas por sentimientos fundados en informaciones que después se supo, habían sido deliberadamente fabricadas por el bando que controlaba las comunicaciones mun­diales.
Y menos mal que necesidades geográficas o políticas nos ha­yan llevado a participar en conflictos que son ajenos a nuestro des­tino histórico; lo peor es que nos dejemos convencer por el enga­ño. Enhorabuena que hayamos tenido que afiliarnos con el bando que estaba más cerca de nosotros; lo malo es que haya sido tan numerosa, entre nosotros, la casta de los entusiastas de la menti­ra. Desventurado es el espectáculo que todavía siguen dando al­gunos «intelectuales» nuestros, cuando hablan de la defensa de la democracia, al mismo tiempo que no pueden borrar de sus fren­tes la marca infamante de haber servido dictaduras vernáculas que hacen gala de burlar sistemáticamente el sufragio. Olvidemos a es­tos seudo-revolucionarios, que no son otra cosa que logreros de una Revolución que han contribuido a deshonrar, y procuremos despejar el ánimo de aquellos que de buena fe se mantienen enga­ñados.
«Durante seis años, dice Borrego, el mundo creyó luchar por la
bandera de libertad y democracia que los países aliados enarbolaron a nombre de Polonia. Pero al consumarse la victoria, países enteros, incluyendo Polonia misma, perdieron su soberanía bajo el conjuro inexplicable de una victoria cuyo desastre muy pocos alcanzaron a prever».
La primera edición del libro de Borrego se publicó hace dos años escasos y en tan corto tiempo, el curso de los sucesos ha con­firmado sus predicciones, ha multiplicado los males que tan valien­temente descubriera.
Ya no es sólo Polonia; media docena de naciones europeas que fueron otros tantos florones de la cultura cristiana occidental, se en­cuentran aplastadas por la bota soviética, se hallan en estado de «desintegración definitiva».
Y el monstruo anticristiano sigue avanzando. Detrás de la son­risa de Mendes-France, siempre victorioso, dicen sus secuaces; de­trás de esa enigmática sonrisa, seis millones de católicos del Vietnam, fruto precioso de un siglo de labor misionera francesa, han caído dentro de la órbita de esclavitud y de tortura que los marxistas dedican a las poblaciones cristianas.
E1 caso contemporáneo tiene antecedentes en las invasiones asiáticas de un Gengis-Kan, que esclavizaba naciones; tiene ante­cedentes en las conquistas de Solimán, que degollaba cristianos den­tro de los templos mismos que habían levantado para su fe. El con­flicto de la hora es otro de los momentos angustiosos y cruciales de la lucha perenne que tiene que librar el cristianismo para subsistir.
En el libro de Borrego, penetrante y analítico, al mismo tiempo que iluminado y profético, se revelan los pormenores de la conjura tremenda.
La difusión del libro de Borrego es del más alto interés patrió­tico en todos los pueblos de habla española. Herederos, nosotros, de la epopeya de la Reconquista que salvó el cristianismo de la in­vasión de los moros, y de la Contra-Reforma encabezada por Felipe II, que salvó el catolicismo de la peligrosa conjuración de luteranos y calvinistas, nadie está más obligado que nosotros a desenmasca­rar a los hipócritas y a contener el avance de los perversos. La lucha ha de costamos penalidades sin cuento. Ningún pueblo puede es­capar en el día, a las exigencias de la historia, que son de acción y de sacrificio.
La comodidad es anhelo de siempre, jamás realizado. La lucha entre los hombres ha de seguir indefinida y periódicamente impla­cable, hasta en tanto se acerque el fin de los tiempos, según advierte la profecía.
JOSÉ VASCONCELOS
(Febrero de 1955)






Introducción
Es una neutra remembranza volver la mirada a los días extra­ordinarios de la segunda guerra mundial únicamente con el prolijo escrúpulo de citar fechas y relatar sucesos. Es un lujo de ociosidad volver la mirada al pasado sin el empeño de obtener luces para el presente. Pero conociendo mejor el origen de lo que ocurrió y de lo que ahora ocurre, más podrá preverse lo que está por ocurrir. Sin esta función específica toda aportación a la historia -—y aun la His­toria misma— se reducirían a simple curiosidad o pasatiempo.
Es un hecho que aún no silenciado del todo el fuego que du­rante seis años mantuvo vivo ese siniestro organismo de muerte que fue la segunda guerra mundial, el mundo se halló súbitamente en el umbral de otra guerra más destructora e incierta. Durante seis años la humanidad se creyó luchando por la paz definitiva, mas los acor­des de su victoria fueron ensombrecidos por la amenaza de un ca­taclismo todavía mayor.
Durante seis años el mundo creyó luchar por la bandera de libertad y democracia que los países aliados enarbolaron a nombre de Polonia. Pero al consumarse la «victoria», países enteros —in­cluyendo Polonia misma— perdieron su soberanía bajo el conjuro inexplicable de una VICTORIA cuyo desastre muy pocos alcanza­ron a prever.
Un asombroso y súbito resultado, después de seis años de apa­rente lucha por la libertad y la democracia y la paz definitiva, sor­prendió al mundo: ya no era la libertad de los polacos —libertad perdida totalmente, pese a la «VICTORIA»— la que se hallaba en riesgo, sino la libertad del mundo entero; ya no era simplemente la conquista de mercados entre las grandes potencias la que se balan­ceaba en juego, sino el destino del pueblo norteamericano, y en cierta forma el de América; el- destino de Alemania y la Gran Bre­taña, y así el de Europa entera también.
En los orígenes del conflicto armado que empezó la madrugada del primero de septiembre de 1 939 palpitaron ya los gérmenes de lo que ahora ocurre y de lo que está por venir. En lo acontecido entonces se filtran ya las sombras de lo que el futuro nos reserva.
En el reverbero de la segunda guerra mundial hay relámpagos que alumbran los decenios y quizás los siglos por llegar.
Mucho se ha hablado de la guerra. Un mar de datos casi in­agotables abruman y abrumarán por mucho tiempo a los historiado­res. La mayor parte de estos datos son jeroglíficos; incluso los he­chos y las cifras, pese a lo concluyente de su calidad concreta, son frecuentemente apenas símbolos o frontispicio de realidades más profundas.
Querer entender esta guerra y el monstruoso engaño que el mundo sufrió con ella, viendo simplemente ese mar de datos, es lo mismo que contemplar, clasificar o relatar apariencias de inscrip­ciones cuneiformes y suponer que ya con esto se CONOCIÓ la civilización sumeria. Entre los símbolos y su significación media un abismo.
Y en el caso concreto de la guerra pasada este abismo se ha hecho más oscuro porque los adelantos que la técnica ha puesto al servicio de la difusión del pensamiento —radiogramas, cablegra­mas, libros, películas, folletos, etc.— tienen su anverso positivo de orientación y su reverso negativo de confusión, según el sentido en que se les utilice. En la guerra y después de ella se les ha utilizado para confundir.
Un diluvio de crónicas con dosificada intención; de libros apa­rentemente históricos, de radiodifusiones y de películas bajo la in­fluencia intangible de los mismos ocultos inspiradores, oscurecen situaciones, infiltran deformaciones. Nada tiene así de extraño que aun los espíritus más serenos, objetivos e imparciales —para no hablar de masas carentes de opinión propia— lleguen a conclusio­nes erróneas.
Por eso muchas conciencias firmes han hecho insensiblemente suya la forma ajena y capciosa de plantear el problema internacio­nal de la segunda guerra. Una vez dado ese primer paso en falso, los siguientes son erróneos también, y por eso es tan frecuente que hombres de profunda comprensión y sólido criterio confiesen ahora su desconcierto ante los sucesos internacionales.
Un nuevo examen de lo que ocurrió, y por qué ocurrió, puede aclarar los sucesos presentes y ayudar a prever los futuros.
El monstruoso engaño que el mundo padeció al inmolar millo­nes de vidas y al consumir en fuego esfuerzos inconmensurables, pa­ra luego quedar en situación incomparablemente peor que la ante­rior, no es obra del azar. Si el resultado sólo fuera desorden quizá nada habría de sospechoso. Pero en la bancarrota que el mundo occidental afronta ahora se oculta un admirable tejido de aconteci­mientos. Dentro del aparente desorden hay un eslabonamiento ad-mirable de hechos que obedecen a un mismo impulso y que marchan hacia una misma meta.
Detrás de todo esto hay una inteligencia y una fuerza. La situación actual no es el resultado fortuito del desorden, sino la notable culminación de una serie de actos que se enlazan siguiendo una secuencia y un camino. Occidente se halla de pronto en el momento más comprometido de su historia, pero su desgracia no ha descendido de accidentales sucesos. Ha sido labrada minuciosamente y escrupulosamente.
Examinando los orígenes y el desarrollo de la segunda guerra surgen luces que explican el presente. Tal es el objeto de este libro.
Muchos de los que vieron desaparecer las falanges macedónicas; de los que presenciaron la caída de Alejandro, el asesinato del César, la capitulación de Napoleón, crían asistir a acontecimientos comunes y corrientes, pero estaban presenciando los fulgores que encienden cada zig-zag de la historia.
Lo que ahora tenemos a la vista es algo más que fulgor de un simple cambio; es el incendio inconmensurable de una cultura que casi sin saber por qué presiente las pisadas del peligro mortal.
CAPITULO I Aurora Roja (1848-1919)
CAPITULO II Hitler Hacia el Oriente
CAPITULO III Occidente se interpone
CAPITULO IV La Guerra que Hitler no quería