Derrota Mundial Cap. II
Hitler Hacia el Oriente
(1919-1936)
Cambio de Rumbo para Alemania.
El Primer Partido Anticomunista.
Bautizo de Fuego del Nacionalsocialismo.
Djugashvili, el Hombre de Acero.
Hitler y Stalin Cara a Cara.
CAMBIO DE RUMBO
PARA ALEMANIAApoyándose en la miseria y en la predisposición mística de las masas rusas, en 1919 el marxismo ya había logrado derrocar el imperio de los zares y apoyándose en los obreros alemanes socialdemócratas y en el malestar provocado por la guerra ,ya había conseguido abatir la Casa Imperial de los Hohenzollern. Su plan de conquista —llamada por los propios marxistas revolución mundial— se había anotado dos triunfos importantes.
El cabo Hitler comenzó entonces a proclamar en improvisados mitines que Alemania debería zanjar definitivamente sus querellas con Inglaterra y Francia (es decir, con el Mundo Occidental), y encaminar todo su esfuerzo a aniquilar al comunismo. Veía en esta dictadura el peligro peor y más auténtico contra Alemania y Europa entera.
Así nació el pensamiento básico que determinó la doctrina política de Hitler, primero, y luego de Alemania toda. Hitler consideró al pueblo ruso un conglomerado de razas ignaras dominadas por la fuerza de un núcleo marxista-judío y convertidas en un instrumento para el dominio de otros pueblos. Y consideró que Alemania debería luchar contra la URSS en defensa propia. El crecimiento del Reich a costa del suelo soviético sería la compensación material de esa lucha.
El mismo año de 1919 llegó a creer que tal política contaría con el apoyo de las naciones occidentales, también amenazadas por la «revolución mundial» que anunciaban Lenin y los demás exegetas del marxismo. Desde entonces comenzaron, pues, a delimitarse los campos de la nueva contienda. Hitler y sus partidarios se declaraban categóricamente enemigos del movimiento político judío representado en el Oriente por el marxismo, y a la vez se declaraban enemigos de las masas soviéticas, a las que consideraban ya como instrumento de aquel movimiento, carentes de voluntad y destino propio.
Es curioso observar que en 1886 Nietzsche había previsto en «Más Allá del Bien y del Mal»:
«Alemania está indigesta de hebreos... Los hebreos son sin disputa la raza más tenaz y genuina que vive en Europa. Saben abrirse paso en las peores condiciones, quizá mejor que en las condiciones favorables... Un pensador que medite sobre el porvenir de Europa deberá contar con los hebreos y con los rusos como los factores más probables y seguros en la gran lucha»
Y ambos factores, que iban a probar su eficacia en «la gran lucha», fueron precisamente los dos enemigos que desde 1919 escogió Adolfo Hitler. Ya en 1912, siendo entonces acuarelista, consideraba que el problema del crecimiento de Alemania no debía resolverse restringiendo la natalidad, como lo proclamaba el médico israelita Magnus Hirschfeld; la colonización interior era sólo un calmante; y en cuanto a la colonización ultramarina, la juzgaba inconveniente porque daría lugar a choques con el Imperio Británico. Esto se hallaba en pugna con su idea básica de marchar contra la URSS y no contra Occidente.
«En consecuencia —decía—, la única posibilidad hacia la realización de una sana política territorial reside para Alemania en la adquisición de nuevas tierras en el Continente mismo... Y si esa adquisición quería hacerse en Europa, no podía ser en resumen sino a costa de Rusia. Por cierto que para una política de esa tendencia, había en Europa un solo aliado posible: Inglaterra»[1].
Posteriormente, al escribir la segunda parte de «Mi Lucha», Hitler entró en más pormenores respecto a su idea de frustrar la absorción marxista de Rusia y de que el crecimiento de Alemania se hiciera a costa de las vastas extensiones territoriales soviéticas.
«La pretensión —añadía— de restablecer las fronteras de 1914 constituye una insensatez política de proporciones y consecuencias tales, que la revelan como un crimen.
»No debe olvidarse jamás que el judío internacional, soberano absoluto de la Rusia de hoy, no ve en Alemania una aliado posible, sino un Estado predestinado a la misma suerte política. Alemania constituye para el bolchevismo el gran objetivo de su lucha. Se requiere todo el valor de una idea nueva, encarnando una misión, para arrancar una vez más a nuestro pueblo de la estrangulación de esta serpiente internacional...
»Confieso francamente que ya en la época de la anteguerra, me habría parecido más conveniente que Alemania, renunciando a su insensata política colonial y, consiguientemente, al incremento de su flota mercante y de guerra, hubiese pactado con Inglaterra en contra de Rusia y pasado así de su trivial política cosmopolita, a una política europea resuelta, de tendencia territorial en el continente».
EL PRIMER PARTIDO
ANTICOMUNISTAEl ejército alemán —reducido a cien mil hombres por el Tratado de Versalles—, veía con creciente inquietud cómo proliferaba el marxismo. Aunque los militares no podían actuar en política, algunos jefes se esforzaban cuando menos por mantenerse al tanto de los planes de las organizaciones izquierdistas. Era natural que para ellos, que como soldados se habían formado en el culto de la Patria, de la bandera y de la propia nacionalidad, resultaran particularmente repugnantes las doctrinas izquierdistas que consideraban la Patria como un mito y la internacionalización del proletariado como la muerte del ideal nacionalista. Tanto era así que muchos militares fueron como voluntarios en 1919 a combatir a los bolcheviques en Letonia y Lituania, hasta que las potencias aliadas hicieron presión sobre Alemania para que prohibiera esas actividades. Nadie se explicó entonces esa medida que favorecía al comunismo soviético.
El cabo Adolfo Hitler fue comisionado en enero de 1919 para observar las actividades de algunos nacientes «consejos de soldados», similares a los soviets de Rusia. Con el mismo fin visitó la asamblea del naciente Partido Obrero Alemán. Fue ése un instante pleno de futuro.
Propiamente el partido no existía más que en la mente de sus proyectistas Harrer y Antonio Drexler. Una escasa y heterogénea concurrencia escuchaba planes. Entre los oradores figuraban un profesor que abogaba por la desmembración de Alemania, de acuerdo con las ideas que había propalado el israelita Kurt Eisner, consistente en que Baviera debería desligarse de Prusia.
Olvidando su papel de neutro observador, Hitler pidió la palabra. Fue tan violento su discurso que el profesor abandonó la sala. Terminada la sesión, Hitler averiguó más detalles acerca del naciente partido. No había nada:
«Ni un volante de propaganda; se carecía de tarjetas de identificación para los miembros del partido; por último, hasta de un pobre sello. En realidad, sólo se contaba con fe y buena voluntad. Desde aquel momento —escribió Hitler— desapareció para mí todo motivo de hilaridad y tomé las cosas en serio».
Aunque desde el 10 de noviembre de 1918, cuando decidió dedicarse a la política, Hitler alentaba la idea de formar un partido y decía que era más fácil forjar algo nuevo que rectificar lo existente, accedió a ingresar al Partido Obrero Alemán como miembro número siete.
De acuerdo con sus seis compañeros procedió luego a redactar invitaciones en máquina, para buscar nuevos adeptos.
«Recuerdo todavía cómo yo mismo en aquel primer tiempo, distribuí un día personalmente, en las respectivas casas, ochenta de esas invitaciones, y recuerdo también cómo esperamos aquella noche la presencia de las masas populares que debían venir. Pero las masas no llegaron y la sesión se efectuó con los siete miembros de costumbre».
Mediante un aviso en el «Munchener Beobachter», más tarde logramos reunir 111 personas en el «Hofvrauhaus Keller», de Munich. Los partidarios aumentaban con exasperante lentitud. Entretanto, los organizadores se reunían en una cervecería a cambiar impresiones. Harrer era partidario de proceder con suma cautela y de que ciertos principios no fueran proclamados públicamente, sino difundidos en secreto, a fin de evitar inminentes represalias. Hitler se opuso rotundamente a esta política.
«Todo hombre que está enterado de una cosa —decía—, que se da cuenta de un peligro latente, y que ve la posibilidad de remediarlo, tiene necesariamente la obligación de asumir en público una actitud franca en contra del mal, en lugar de concretarse a obrar silenciosamente».
Su punto de vista se impuso al siguiente año, en 1920; Harrer renunció como presidente y lo substituyó Drexler, y Hitler asumió el cargo de secretario de propaganda. Organizó luego el primer mitin, si bien con grandes temores de que resultara un fracaso. Poco antes de la hora fijada «mi corazón saltaba de alegría, pues el enorme local se hallaba materialmente repleto de gente en un número mayor a 2,000 personas».
Entre los asistentes había numerosos comunistas que al principio siseaban a los oradores:
«Media hora después —dice Hitler refiriéndose a su .propio discurso—, los aplausos comenzaron a imponerse a los gritos y exclamaciones airadas y, finalmente, cuando exponía los 22 puntos de nuestro programa, me hallaba frente a una sala atestada de individuos unidos por una nueva convicción, por una nueva fe y por una nueva voluntad. Quedó encendido el fuego cuyas llamas forjarán un día la espada que devuelva la libertad al Sigfrido germánico y restaure la vida de la nación alemana».
Sin embargo, aquellos pequeños éxitos no trascendían. Ni siquiera la prensa de la localidad se ocupaba de ellos, o bien lo hacía en forma desairada. «Daba mucho qué pensar —agregaba Hitler— el hecho de que frente al poderío de la prensa judía, no existiese ningún periódico nacionalista de importancia efectiva». En consecuencia, su siguiente meta fue hacerse de un periódico; en diciembre de ese año logró que el partido adquiriera el «Voelkischer Beobachter», e introdujo la reforma de que el diario procurara su propio financiamiento, en vez de pretender sostenerse con cuotas de los prosélitos. Hitíer mismo creó la bandera del movimiento nazi. El rojo significaba la idea social; el blanco, la idea nacionalista; y la swástica, «la misión de luchar por la victoria del hombre ario y por el triunfo de la idea del trabajo productivo, idea que es y será siempre antisemita».
Asimismo creó las «tropas de orden» para repeler en los mítines las perturbaciones de los izquierdistas y esas tropas se convirtieron más tarde en «sección de asalto». Mediante estos progresos fue posible celebrar el 3 de febrero de 1921, en el Circo Krone, el más grande de los mitines nacionalistas, con 6,500 asistentes. En el verano de 1922 logró reunir en Munich 60,000 personas, aunque muchas de ellas no pertenecían al partido.
Ese año organizó el primer desfile en Coburgo, donde los jefes israelitas, resentidos por los ataques, hicieron un llamado a los «camaradas del proletariado Internacional» para frustrar la marcha.
Rápidamente Hitler iba erigiéndose en el principal inspirador y director del partido y logró que éste proclamara todos sus principios políticos, que en síntesis eran los siguientes:
1. No existe más que una doctrina política: la de nacionalidad y patria. Tenemos que asegurar la existencia y el incremento de nuestra raza y de nuestro pueblo, para que nuestro pueblo cumpla la misión que el Supremo Creador le tiene reservada.
2. El Estado es el recipiente; el pueblo es el contenido. El Estado tiene su razón de ser sólo cuando abarca y protege el contenido. El Estado no es un fin en sí mismo.
3. El parlamentarismo democrático no tiende a constituir una asamblea de sabios, sino a reclutar más bien una multitud de nulidades intelectuales, tanto más fáciles de manejar cuanto mayor sea la limitación mental de cada uno de ellos. Sólo así puede hacerse política partidista en el sentido malo de la expresión.
En oposición a este parlamentarismo democrático está la genuina democracia germánica de la libre elección del Fuehrer, que se obliga a asumir toda la responsabilidad de sus actos. La democracia del mundo occidental de hoy es la precursora del marxismo, el cual sería inconcebible sin ella. Es la democracia la que en primer término proporciona a esta peste mundial el campo de nutrición de donde la epidemia se propaga después.
En el parlamentarismo no hay ningún responsable. La idea de responsabilidad presupone la idea de la personalidad.
4. El fuerte es más fuerte cuando está solo. Una ideología que irrumpe tiene que ser intolerante y no podrá reducirse a jugar el rol de un simple partido junto a otro. El Cristianismo no se redujo sólo a levantar su altar, sino que obligadamente tuvo que proceder a la destrucción de los altares paganos. El futuro de un movimiento depende del fanatismo, si se quiere de la intolerancia con que sus adeptos sostengan su causa y la impongan frente a otros movimientos de índole semejante.
5. Pueblos de la misma sangre corresponden a una patria común. El derecho humano priva sobre el derecho político. Quien no está dispuesto a luchar por su existencia o no se siente capaz de ello es que ya está predestinado a desaparecer, y esto por la justicia eterna de la Providencia. El mundo no se ha hecho para los pueblos cobardes.
6. Pueden coartarse las libertades siempre que el ciudadano reconozca en estas medidas un medio hacia la grandeza nacional.
7. El obrero de Alemania debe ser incorporado al seno del pueblo alemán.
La misión de nuestro movimiento en este orden consiste en arrancar al obrero alemán de la utopía del internacionalismo, libertarle de su miseria social y redimirle del triste medio cultural en que vive.
El sistema nacionalsocialista (nazi) practica el socialismo como un instrumento de justicia social, pero no como un instrumento de influencia judía. Al privarlo de esta venenosa característica, automáticamente se convierte en enemigo del falso socialismo internacional.
8. La exaltación de un grupo social no se logra por el descenso del nivel de los superiores, sino por el ascenso de los inferiores. El obrero atenta contra la patria al hacer demandas exageradas; del mismo modo, no atenta menos contra la comunidad el patrón que por medios inhumanos y de explotación egoísta abusa de las fuerzas nacionales de trabajo, llenándose de millones a costa del sudor del obrero.
9. Nuestro movimiento está obligado a defender por todos los medios el respeto a la personalidad. La personalidad es irreemplazable.
Las minorías hacen la historia del mundo, toda vez que ellas encarnan, en su minoría numérica, una mayoría de voluntad y de entereza.
No es la masa quien inventa, ni es la mayoría la que organiza y piensa; siempre es el individuo, es la personalidad, la que por doquier se revela. Deberán colocarse cabezas por encima de las masas y hacer que éstas se subordinen a aquéllas. La ideología nacionalsocialista tiene que diferenciarse fundamentalmente de la del marxismo en el hecho de reconocer la significación de la personalidad.
10. Establecer mejores condiciones para nuestro desarrollo. Anulación de los depravados incorregibles.
En el teatro y en el film, mediante literatura obscena y prensa inmunda, se vacía en el pueblo día por día veneno a borbotones. Y sin embargo, se sorprenden los estratos burgueses de la «falta de moral» como si de esa prensa inmunda, de esos films disparatados y de otros factores semejantes, surgiese para el ciudadano el concepto de la grandeza patria. El problema de la nacionalización de un pueblo consiste, en primer término, en crear sanas condiciones sociales.
11. Supresión de la influencia extranjera en la prensa.
Aquello que denominamos «opinión pública» se basa sólo mínimamente en la experiencia personal del individuo y en sus conocimientos; y depende casi en su totalidad de la idea que el individuo se hace de las cosas a través de la llamada «información pública», persistente y tenaz.
12. La misión educadora no consiste sólo en insuflar el conocimiento del saber humano. En primer término deben formarse hombres físicamente sanos. En segundo plano está el desarrollo de las facultades mentales, y en lugar preferente, la educación del carácter, y sobre todo, el fomento de la fuerza de voluntad y de decisión, habituando al alumno a asumir gustoso la responsabilidad de sus actos. Como corolario viene la instrucción científica. Las ciencias exactas están amenazadas de descender cada vez más a un plano de exclusivo materialismo; la orientación idealista deberá ser mantenida a manera de contrapeso.
13. Así como la instrucción es obligatoria, la conservación del bienestar físico debe serlo también.
El entrenamiento corporal tiene que inculcar en el individuo la convicción de su superioridad física. El ejercicio físico no es cuestión personal de cada uno. No existe la libertad de pecar a costa de la prole.
Basta analizar el contenido de los programas de nuestros cines, variedades y teatros para llegar a la irrefutable conclusión de que no son precisamente alimento espiritual que conviene a la juventud. Nuestra vida de relación tiene que ser liberada del perfume estupefaciente, así como del pudor fingido, indigno del hombre.
14. El Estado debe cuidar que sólo los individuos sanos tengan descendencia. Debe inculcar que existe un oprobio único: engendrar estando enfermo.
No debe darse a cualquier degenerado la posibilidad de multiplicarse, lo cual supone imponer a su descendencia y a los contemporáneos de éstos indecibles penalidades[2].
15. Los hombres no deberán preocuparse más de la selección de perros, caballos y gatos, que de levantar el nivel racial del hombre mismo.
16. El matrimonio deberá hacerse posible a una más temprana edad y han de crearse los medios económicos necesarios para que una numerosa prole no se reciba como una desventura.
17. El Partido permitirá al niño más pobre la pretensión de elevarse a las más altas funciones si tiene talento para ello. Nadie debe tener automáticamente derecho a un ascenso. Nadie debe poder decir: «ahora me toca a mí». Precedencia al talento. No hay otra regla.
18. La mezcla de sangre extraña es nociva a la nacionalidad. Su primer resultado desfavorable se manifiesta en el superindividualismo de muchos[3].
19. Los partidos políticos nada tienen que ver con las cuestiones religiosas mientras éstas no socaven la moral de la raza; del mismo modo, es impropio inmiscuir la religión en manejos de política partidista.
Las doctrinas e instituciones religiosas de un pueblo debe respetarlas el Fuehrer político como inviolables: de lo contrario, debe renunciar a ser político y convertirse en reformador, si es que para ello tiene capacidad.
20. Quien ama a su patria prueba ese amor sólo mediante el sacrificio que por ella está dispuesto a hacer. Un patriotismo que no aspira sino al beneficio personal, no es patriotismo. Los hurras nada prueban.
Solamente puede uno sentirse orgulloso de su pueblo cuando ya no tenga que avergonzarse de ninguna de las clases sociales que lo forman. Pero cuando una mitad de él vive en,condiciones miserables e incluso se ha depravado, el cuadro es tan triste que no hay razón para sentir orgullo. Las fuerzas que crean o que sostienen un Estado son el espíritu y la voluntad de sacrificio del individuo en pro de la colectividad. Que estas virtudes nada tienen de común con la economía, fluye de la sencilla consideración de que el hombre jamás va hasta el sacrificio por esta última, es decir, que no se muere por negocio, pero sí por ideales.
21. Luchar contra la orientación perniciosa en el arte y en la literatura.
22. Es cuestión de principio que el hombre no vive pendiente únicamente del goce de bienes materiales. Es posible que el oro se haya convertido hoy en el soberano exclusivo de la vida, pero no cabe duda de que un día el hombre volverá a conciliarse ante dioses superiores. Y es posible también que muchas cosas del presente deban su existencia a la sed de dinero y de fortuna, mas es evidente que muy poco de todo esto representa valores cuya no existencia podría hacer más pobre a la humanidad.
Estos eran los principios básicos del movimiento «nazi» por lo que se refería a la política interior de Alemania. En cuanto a la política exterior, la idea fundamental era combatir el marxismo entronizado en Rusia y obtener territorios soviéticos para el crecimiento de Alemania. Por lo tanto, ésta ya no buscaría más su expansión en ultramar ni interferiría la política colonial de Inglaterra y Francia.
En otras palabras, Hitler buscaba zanjar las viejas querellas con el Mundo Occidental y marchar hacia el Oriente.
Mientras tanto, el marxismo crecía con aspiraciones de dominio universal y se vigorizaba mediante sus instrumentos de lucha de clases e internacionalización del proletariado. Consecuentemente, en todo el mundo iban surgiendo partidos comunistas con ramificaciones de la central de Moscú. En franca oposición con este sistema, el nacionalsocialismo alemán no era ni podía ser una doctrina de exportación. Al enfatizar categóricamente los valores de patria, nacionalidad y raza, se circunscribía a sus propias fronteras raciales. Si un estadista extranjero quería emular esa doctrina en otro país (como ocurrió en España) tendría automáticamente que buscar contenidos y formas propias, ya que la esencia del sistema «nazi» residía en la afirmación y acentuación de la patria y de la raza. Era ésta su mística y su fuerza dinámica. No internacionalización, sino nacionalización; no una lucha para imponer mundialmente un régimen, sino una lucha para impedir que el marxismo se impusiera mundialmente.
En resumen, el nacionalsocialismo propugnaba cierto socialismo como instrumento de justicia para el pueblo, pero lo condenaba como instrumento internacional de influencia política. El movimiento de Hitler coincidía con la aparente finalidad del socialismo teórico en el milenario y justo anhelo de barrer el abuso de las minorías y llevar la justicia social a las masas del pueblo, pero proclamaba enfáticamente que esto debería hacerlo cada nación en forma soberana, según sus costumbres, sus tradiciones, su religión y su idiosincrasia, sin atender consignas internacionales emanadas de Moscú. Por eso el movimiento de Hitler se llamó nacionalsocialismo, término que se condensó en el apócope de «nazi».
Naturalmente, en esa forma el nacionalsocialismo desvirtuaba la característica internacional del bolchevismo y privaba de influencia mundial al núcleo israelita de la URSS. Los revolucionarios judíos sintieron que tal cosa era frustrarles su invención y furiosamente insistieron en la internacionalización del proletariado. Sin esa condición su movimiento político no alcanzaría las metas anheladas, ya que para los fines políticos hebreos nada significaba que las masas proletarias de cada nación lograran beneficios, si entretanto se sustraían a su control. De esa manera no podían ser aprovechadas para los objetos ulteriores de la llamada «revolución mundial».
Así las cosas, el marxismo comenzó a extenderse por todo el mundo, ya que el dominio del orbe era la meta de su acción, en tanto que el nacionalsocialismo se circunscribió a una lucha dentro de Alemania. Su acción hacia el exterior sólo se orientaba en contra de Moscú, que era la sede del movimiento judío-marxista universal.
Entretanto, el movimiento comunista internacional hizo un nuevo esfuerzo para estrechar los vínculos entre alemanes y soviéticos. El Ministro de Relaciones Exteriores de Alemania, Walter Rathenau, judío, concertó con los jefes israelitas de Moscú el llamado Tratado de Rapallo, que era un paso más en el sueño de los israelitas Marx, Engels y Lenin para integrar una poderosa organización marxista con las masas agrícolas de Rusia y los contingentes obreros y técnicos de la industrializada Alemania. Mediante el Tratado de Rapallo fueron enviados ochocientos peritos militares e industriales alemanes a vigorizar la maquinaria soviética, modernizando el Ejército Rojo y creando nuevas industrias. Poco después el israelita Rathenau fue muerto a tiros por nacionalistas alemanes y quedó así de manifiesto que el comunismo no podía dar todavía ningún paso firme en Alemania.
Allí se veía cabalmente el peligro del marxismo y los influyentes generales Ludendorff y Hoffman se habían puesto desde 1923 en contacto con el mariscal Foch, de Francia, con miras a forjar una alianza occidental contra esa amenaza. Foch se mostraba bien dispuesto, pero surgieron muchos obstáculos diplomáticos, tanto en Inglaterra como en Francia, el general Hoffman murió en forma extraña y la alianza no llegó a formalizarse.
En esa agitada situación Hitler trataba de sacar adelante su Partido, que afrontaba enormes dificultades. La derecha conservadora veía con desconfianza la inclinación del nacionalsocialismo por los desheredados, en tanto que los revolucionarios izquierdistas lo combatían furiosamente. En realidad el partido de Hitler era una nueva dirección que ni marchaba con las injusticias de los conservadores ni comulgaba con la tendencia internacional del marxismo israelita.
Ante las dificultades de esa lucha nueva, Hitler argumentaba que no es tarea del teorizante allanarle el camino a una idea, sino procurar la exactitud de ésta. En la segunda etapa corresponde al ejecutor práctico vencer las dificultades.
BAUTIZO DE FUEGO DEL
NACIONALSOCIALISMOHitler mismo se encargó de esa segunda etapa. Tras de darle a su partido —como teorizante— la estructura ideológica, lo lanzó a la calle y a los mitines y lo encabezó en la lucha para ganar prosélitos. Pronto tuvo que hacer frente a una escisión provocada por judíos que indirectamente suscitaron una pugna entre católicos y protestantes. Apenas superada esa crisis se encontró ante la dificultad de que:
«era difícil —decía— refutar entre las masas obreras la doctrina de Marx, por la curiosa circunstancia de que los fundamentos mismos eran desconocidos para las masas, cuya adhesión al marxismo era más un movimiento utópico e irreflexivo que una convicción política. Entre cien mil obreros alemanes no hay, por término medio, cien que conozcan la obra de Marx, obra que desde un principio fue estudiada mil veces más por los intelectuales y ante todo por los judíos que por los verdaderos adeptos del marxismo situados en las vastas esferas inferiores del pueblo; ya que tampoco esta obra fue escrita para las masas, sino exclusivamente para los dirigentes intelectuales de la máquina judía de conquista mundial».
Pero además de esas dificultades, el tropiezo más grave del Partido Obrero Alemán ocurrió el 9 de noviembre de 1923 cuando Hitler —alegando que en su vocabulario no existían las frases «no es posible», «no debemos aventurarnos», «es todavía muy peligroso»— organizó en Munich un movimiento revolucionario a fin de asumir el poder. En pocas horas fracasó, hubo varios muertos y Hitler y sus principales colaboradores quedaron detenidos en la prisión de Landsberg. Allí permaneció un año y ocho días, tiempo que aprovechó para escribir «Mi Lucha».
«Mis trece meses de prisión —escribió posteriormente Hitler— me habían parecido largos, con mayor razón porque creía que estaría allí seis años. Me sentía poseído de un frenesí de libertad. Pero sin mi época de cárcel, "Mein Kampf" no hubiera sido escrito. Aquello me dio la posibilidad de profundizar en conocimientos... También en la cárcel adquirí esta fe impávida, este optimismo, esta confianza en nuestro destino, que en adelante .nada podría quebrantar».
El Partido Obrero Alemán permaneció disuelto todo ese tiempo y cuando Hitler recuperó la libertad inició la tarea de resucitarlo y reorganizarlo. Detrás de su visible fracaso, sin embargo, contribuyó imponderablemente a trastornar los planes del movimiento marxista alemán, que en ese entonces era el más poderoso de Europa Occidental y superior al soviet en diversos aspectos de organización. Muchos esperaban que en ese año el comunismo diera el golpe decisivo y que Alemania se convirtiera en otro estado bolchevique, como lo había previsto Lenin.
[1] «Mi Lucha». — Adolfo Hitler.
[2] Naturalmente no estamos de acuerdo con los errores doctrinarios de Hitler, como los que en la práctica se desprendían de este enunciado aparentemente justo. (N. del A.)
[3] Otro grave error doctrinario del nazismo (N. del A.).
Justicia social, pero con bandera, tradiciones y fronteras propias, sin un amo internacional, sin una consigna venida del extranjero. Es decir nacionalsocialismo. Al oponerse a la internacionalización marxista, Hitler se convierte automáticamente en el peor enemigo del marxismo. Aquí aparece en uno de los primeros actos públicos de su partido.
Pero los comunistas no sintieron que el camino estuviera libre y titubearon. El líder marxista Víctor Serge dice que en 1923 la crisis inflaci-
onista situó a Alemania al borde de la revolución, «pero la clase obrera estaba dividida y no actuó; los socialdemócratas retrocedieron ante la oportunidad de asaltar el poder». (Su libro «Hitler contra Stalin»).
Era evidente que la desintegración moral de Alemania no se había obtenido en grado suficiente (en parte debido al nacionalismo alentado por Hitler) y los jefes del marxismo siguieron el consejo de Lenin: «La más juiciosa estrategia en la guerra es posponer las operaciones hasta que la desintegración moral del enemigo haga posible y fácil asestar el golpe mortal».
El resultado fue que el comunismo alemán perdió entonces su mejor oportunidad y el nacionalsocialismo comenzó a resurgir con más bríos.
En ese mismo año de 1923 las altas esferas políticas del Kremlin sufrieron una conmoción. El líder bolchevique judío Vladimir Ulianov (conocido mundialmente como Lenin) enfermó de parálisis y se suscitó una crisis en el poder. El judío Bronstein (Trotsky), creador del Ejército Rojo y precursor de la revolución, comenzó a perder influencia y acabó por ser lanzado al exilio; pero no se trataba de una persecución antisemita, como en el extranjero pudiera creerse, sino simplemente de una división interna.
Muchos años antes Trotsky había militado temporalmente con los mencheviques, partidarios de los mismos principios marxistas que los bolcheviques, pero inclinados a frenar el movimiento para no exponerlo a una prueba prematura. Al enfermar Lenin, la solapada división volvió a recrudecerse; Trotsky y los suyos fueron desplazados y entonces se erigieron como amos de Rusia, Stalin y los judíos Kamenev, Radek y Zinoviev.
DJUGASHVILI, EL HOMBRE DE ACEROCuando Adolfo Hitler, de 35 años de edad, quedaba libre en 1924 e iniciaba la reorganización de su partido nacionalista, José Vissarionovich David Nijeradse Chizhdov Djugashvili, de 45 años, llevaba meses de ser dictador absoluto de la URSS. Había adoptado el apelativo de Stalin, que en ruso significa «acero».
Stalin —que había sido empeñosamente preparado en política marxista por el profesor judío Noah Jordania— acababa de dar a conocer su «plan de operaciones básico» en la más alta institución educacional del bolchevismo, la «Tverskaia», y ese plan consistía en utilizar como palanca la dictadura soviética para ir implantando el marxismo en todos los países. El proletariado de cada uno de éstos sería el punto de apoyo[1].
Poco después ratificó este plan al publicar su libro «Problemas del Leninismo», en el que precisa así la tercera etapa del bolchevismo:
«Consolidar la dictadura del proletariado en un país (Rusia), empleándolo como medio auxiliar para derribar el imperialismo en todos los demás. La revolución sobrepasa las fronteras de una sola nación, iniciándose la época de la revolución mundial. Fuerza principal activa de la revolución: dictadura del proletariado en un país y movimiento revolucionario del proletariado en todos los demás».
Es decir, una vez más quedaba de manifiesto que el marxismo era una doctrina política con ambición mundial; su ámbito no era la URSS, sino el mundo entero. Y los primeros pasos comenzaron a darse desde luego.
La provincia de Georgia —de donde era originario Stalin— había rechazado violentamente el bolchevismo en 1917 y ante el reconocimiento de todo el mundo se declaró independiente; su tradicional civilización cristiana chocaba profundamente con el marxismo. Sin embargo, su libertad duró poco porque Stalin no tardó en someterla por la fuerza y anexarla a la Unión de Repúblicas Soviéticas.
Los pueblos libres de Azerbaiján y Armenia corrieron igual suerte. La anexión se extendió además a otros cinco estados: Kasakstán, Uzbakistán, Turkmenia, Tacjikia y Kirghisia. A este respecto el marxista Víctor Serge admite (en Hitler contra Stalin) que
«las cinco repúblicas nacionales de Asia Central constituyen un vasto conjunto cuya unidad geográfica, étnica e histórica no es por nadie puesta en duda... Los kasaks, los turkmenos, los uzbeks, los tadjiks, los kirguises, tienen, a pesar de sus lenguas y orígenes diferentes, una cultura común, debida sobre todo a los mundos árabe y del Irán. Son musulmanes en su mayoría».
Estos ocho pueblos anexados a la URSS se componían de 25 millones de habitantes de las más diversas razas, religiones y costumbres; súbitamente fueron privados de su independencia, de sus instituciones y de su viejo modo de vivir. La revolución mundial preconizada por el marxismo israelita no reconocía fronteras raciales, ni religiosas ni políticas.
La expansión bolchevique barrió con tantas fronteras que todavía en 1935 se editaban en la URSS libros de primera enseñanza en 165 idiomas y dialectos diferentes, según reveló el emabajador norteamericano en Moscú William C. Bullit, en «La Amenaza Mundial» El terrorismo fue común denominador para la sarcástica dominación de pueblos a nombre de la «dictadura del proletariado». Pero el proletariado ciertamente nada tenía que ver con la extraña mezcla de gobernantes y comisarios rusos y judíos.
Aunque durante muchos años fue entusiasta partidario de la URSS, Mr. Bullit dio luego un valioso testimonio del terror soviético y refirió:
«Para colectivizar la agricultura, Stalin barrió con los pequeños propietarios. Si protestaban —y millones lo hicieron— se les fusilaba o se les condenaba a trabajos forzados en Siberia. La primera consecuencia de este ataque en el frente agrícola fue el hambre».
Sobre el mismo punto el líder Víctor Serge hizo notar que si el ministro Molotov había manifestado en «Pravda» del 28 de enero de 1935 que 5.500,000 pequeños propietarios agrícolas sufrieron expropiación de tierras y fueron deportados a Siberia, la cifra real debía de ser muy superior. Y como testigo presencial de los hechos añadía que en las granjas colectivas había hambre y descontento.
La promesa de repartir tierras, que líderes bolcheviques utilizaron para atraer masas, se esfumó al implantarse la «dictadura del proletariado». Igual suerte corrió la promesa de tratar a los delincuentes como enfermos sociales «susceptibles de regeneración». Por el contrario, el castigo se extendió a los parientes de los reos políticos y a los vecinos[2] y en esta forma se creó automáticamente la más vasta red de espionaje y delatores que país ninguno había soñado tener. El que no denunciaba a un vecino sospechoso de conspirar o de ser un oposicionista, se hacía culpable de los mismos delitos.
Arthur Koesoler refiere pormenorizadamente en «El Mito Soviético y la Realidad», cómo el Kremlin abandonó sus promesas iniciales y el 7 de abril de 1935 extendió la pena capital a los jóvenes de 12 años y estableció la deportación a Siberia de los parientes de quienes eludieran el servicio militar o escaparan al extranjero.
Otro minucioso observador de la vida y las leyes del Kremlin, Pedro González Blanco, explica documentalmente en «Tigrocracia Staliniana» cómo se esfumó la promesa marxista de igualdad de clases:
«Un policía —dice— ganaba dos o tres veces más que un obrero. El máximo jornal soviético, según "Pravda" del 26 de diciembre de 1935, era, para los obreros, de 145 rublos y mucho menos para los campesinos. El kilo de pan valía 5 rublos; el de mantequilla, 20; el de carne de buey, 12; un par de zapatos, 70; un vestido ínfimo, 255. El obrero común no pasaba de ganar 100 rublos mensuales ni el adelantado 145. Altos jefes del partido, hasta 5,000 rublos mensuales».
González Blanco cita a Walter Citrine, secretario general de «Trades Unions», que a su regreso de Rusia escribió en Londres:
«No hay la menor duda de que reina un régimen de opresión. Los obreros no tienen libertad para poder hablar, como en Inglaterra. No pueden luchar contra el Estado, contra el Sindicato, contra el comité de fábrica o la célula comunista».
La famosa «dictadura del proletariado» era sólo una fórmula propagandística para encubrir la dictadura extraña impuesta al proletariado ruso. Era evidente que el comunismo teórico había hablado de redención del proletariado para atraer a las masas, pero una vez controladas éstas, el comunismo práctico resultaba ser algo muy distinto. Era, en suma, un imperialismo dirigido y apuntalado por los jefes y los comisarios judíos de la URSS.
Esta opresión material tenía también sus equivalentes en el campo espiritual. Todos los ancestrales sentimientos religiosos del pueblo fueron fanáticamente combatidos; se prohibió la enseñanza religiosa a menores de 18 años, en la seguridad de que a esa edad las nuevas generaciones ya habían sido suficientemente predispuestas en la escuela para no asimilar la religión de sus antecesores. Según refiere González Blanco, un Manual Antirreligioso para los obreros circuló profusamente en las fábricas; la obra Educación Antirreligiosa fue libro de texto en las escuelas; Quince años de Ateísmo Militante en la URSS fue diseminado en todos los sectores, y en 1925 se fundó la asociación «Sin Dios», particularmente para niños y jóvenes. Además, un nuevo himno fue oficial en las escuelas:
«La estrella de Belén
ya se ha extinguido.
Mas entre nosotros brilla eterna
la estrella de cinco puntas[3].
La cruz y los iconos, todas estas antiguallas
las hemos arrojado a la basura,
porque todos estos trebejos
ensombrecen nuestra ruta.
Los Sin Dios abatieron
toda esa credulidad putrefacta».
Lo más grave de este sistema de vida era que no se trataba precisamente de un organismo nacional con fronteras claramente establecidas, sino de un movimiento marxista con aspiraciones universales enfáticamente expresadas en su fórmula de «revolución mundial», mil veces ratificadas por Lenin, Stalin y todos los exegetas del marxismo israelita.
«Pravda» del 15 de noviembre de 1921 decía[4]: «En estos cuatro años transcurridos queda demostrado que no puede haber paz entre el reino de la burguesía y el reino del proletariado. No caben fronteras pacíficas entre un Estado Socialista y un Estado Burgués». Y posteriormente el órgano oficial bolchevique «Izvestia» auguraba aún más categórico: «No está lejano el tiempo en que los ejércitos de obreros y campesinos, definitivamente organizados, pasarán como un huracán de una punta a otra de la tierra».
Precisamente en ese entonces hubo una crisis terrible en la URSS, por la escasez de víveres, y el régimen bolchevique fue apuntalado desde el exterior, pues en Estados Unidos los cómplices del comunismo invocaron razones humanitarias para enviarle ayuda.
HITLER Y STALIN CARA A CARAY no obstante esa evidente amenaza que ya entonces se cernía palpablemente sobre los pue-blos de Europa y América, numerosos estadistas occidentales y los monopolizadores judíos de importantes servicios informativos propiciaban una placentera inconsciencia en el Mundo Occidental. Ante esa amenaza, en Occidente surgía sólo una fuerza categóricamente resuelta a enfrentársele, y esa fuerza era el movimiento nacionalsocialista de Hitler.
Mientras en Moscú se afianzaba el bolchevismo y Stalin trituraba con mano de hierro todo intento de oposición, en mayo de 1928 Hitler lograba 12 escaños parlamentarios en el Reichstag; dos años más tarde obtenía 107 curules y arrastraba consigo seis millones trescientos mil electores, con lo cual su partido era ya el segundo de Alemania.
El 30 de enero de 1933 Hitler era nombrado Canciller, aunque supeditado a la presidencia de Hindenburg. Sin embargo, desde ese momento se volvió oficial la lucha a muerte entre el nacionalsocialismo alemán y el marxismo judío. Hitler prohibió inmediatamente el partido comunista, el socialdemócrata y todos los demás que le eran afines o que representaban sólo tímidos primeros pasos hacia el bolchevismo. De acuerdo con su fórmula de que al terror rojo sólo podía combatírsele eficazmente mediante otro terror, relegó a campos de concentración a los dirigentes intelectuales del movimiento marxista en Alemania.
Los principios del nacionalsocialismo concebidos por Hitler se convirtieron automáticamente en la política interior y exterior de Alemania. Respecto a la política exterior, la orientación era evidente y precisa:
1. Alemania se declaraba enemiga de la doctrina marxista materializada en el bolchevismo soviético.
2. Contra el marxismo presentaba la doctrina nacionalsocialista, contraria a la internacionalización del proletariado. En vez de internacionalización, sentimiento de patria y de nacionalidad.
3. Alemania desistía del viejo intento de crecer a costa de Occidente. No quería entrar en conflicto con los imperios británico y francés buscandAdominios ultramarinos. Su crecimiento sería hacia el Oriente, a costa de la URSS.
Nunca en la historia habían sido anunciados con tanta anticipación y tan crudamente los más trascendentales planes de un Estado. Hitler reveló en «Mi Lucha» esos tres puntos fundamentales desde 1923; luego los reiteró en 1926; los repitió en innumerables discursos y finalmente los elevó a política oficial en marzo de 1933, una vez que su nombramiento de Canciller fue ratificado por plebiscito[5].
Stalin sabía desde ese momento a qué atenerse.
Trotsky dijo en el destierro que el ascenso de Hitler al poder era motivo suficiente para que la URSS decretara una inmediata movilización militar. Y la movilización se inició, aunque calladamente.
Al mismo tiempo el marxismo internacional se aprestó a agitar masas para utilizarlas en la defensa de la URSS y obtuvo significativos progresos en Francia, Bélgica y España. El Frente Popular conquistó en Francia una aplastante mayoría bajo la inspiración del hábil israelita y maestro masón León Blum. En España la desbordante progresión bolchevique recibió un discreto apoyo de los gobernantes de Inglaterra y Francia, aunque luego fue dominada por la reacción nacionalista encabezada por Franco, que a su vez recibió apoyo de Hitler y Mussolini.
El marxismo internacional se alarmó y movilizó sus contingentes en todo el mundo, en un esfuerzo psicológico para hostilizar al nuevo régimen alemán. La lucha se circunscribía a discursos, propaganda y mutuas recriminaciones, pero ya era el presagio de la gran contienda para la cual estaban forjándose armas y voluntades.
Dentro de Alemania misma, el internacionalizado movimiento obrero trató de presentar combate. El partido comunista alemán contaba con dos millones de miembros, además de la parcial adhesión de cuatro millones de socialdemócratas. Aunque severa, la represión no había logrado aniquilar todas las redes ocultas de los organizadores marxistas y éstos prepararon un golpe de Estado en 1935.
Esa fue la más palpable evidencia de que los comunistas de un país son siempre un peligro latente para la Patria, porque en última instancia sus jefes son extranjeros. Naturalmente, las órdenes de éstos no se ajustan al interés de la nacionalidad de sus súbditos, sino a los fines internacionales que el marxismo persigue.
Curt Riess refiere en «Gloria y Ocaso de los Generales Alemanes» que varios dirigentes comunistas creyeron haberse ganado al general Von Rundstedt, comandante de 16 divisiones, y ofrecieron depositar en un Banco suizo 1.250,000 francos para la rebelión. El 11 de julio (1935) el general Von Witzleben se presentó a nombre de Von Rundstedt a recoger el cheque; tomó fotografías y volvió a depositarlo.
«Al siguiente día —añade Riess— se desató sobre Alemania una ola de detenciones y cayeron presos muchos antiguos dirigentes de federaciones obreras, así como varios políticos que habían combatido en las filas de la oposición al nazismo. En la misma noche los SS (tropas selectas alemanas) hicieron su aparición por las calles, por primera vez desde el 30 de junio de 1934. Inicióse una persecución que en los próximos días alcanzó el máximo de desenfreno. El día 15 —fecha fijada para la insurrección— pasó sin que Rundstedt se levantara en armas».
Y es que Rundstedt, aunque indiferente hacia el movimiento nazi (nacionalsocialismo), había fingido estar de acuerdo con los conspiradores y mantuvo al tanto a Hitler de lo que tramaban. Este acontecimiento destrozó los planes de la Internacional Comunista para frustrar desde la retaguardia la marcha hitlerista hacia el Oriente, o sea hacia la URSS.
Como contrapartida, Berlín acogía a los oposicionistas soviéticos que lograban cruzar la frontera y los alentaba en sus planes encaminados a provocar una revolución antibolchevique en Rusia. Desde 1933 el líder alemán Rosenberg se encargó de celebrar juntas con exiliados rusos, entre quienes figuraba el general Pavel Skoropadsky. La esposa de Rosenberg, una joven rusa llamada Vera Schuster, se hallaba al tanto de estas actividades y a principios de 1936 desapareció misteriosamente. Según dice Curt Riess, las potencias occidentales descubrieron después que la joven era espía de la policía soviética y que llevó a Moscú pistas precisas de los conspiradores.
La magistral espía soviética no fue el único factor del triunfo del contraespionaje stalinista. Churchill revela en sus Memorias que en el otoño de 1936 Alemania hizo un llamado al presidente Benes, de Checoslovaquia, para que se le uniera en la lucha antimarxista, y le insinuó que algo muy importante iba a ocurrir pronto en la URSS.
«Mientras que Benes meditaba acerca de esta sugestión —dice Chur-chill— se dio cuenta de que estaban cruzándose comunicaciones al través de la embajada soviética en Praga entre importantes personajes rusos y el gobierno alemán. Esto formaba parte de la llamada conspiración militar y de los comunistas de la vieja guardia para derrocar a Stalin... Benes se apresuró a comunicar a Stalin todo lo que había podido saber... Vino después la implacable, pero tal vez no innecesaria purga militar y política en Rusia... No baja de cinco mil el número de funcionarios y oficiales con el grado de capitán para arriba que fueron liquidados».
Para sorpresa de los espectadores del mundo occidental, la «purga» alcanzó a algunos líderes judíos, como Zinoviev y Kamenev. Por segunda vez —después del destierro de Trotsky— pudo creerse en el extranjero que se trataba de una persecución antisemita, pero los acontecimientos posteriores demostraron palmariamente que nada había más falso que esa suposición. El hecho de que entre los eliminados figuraran también funcionarios hebreos que por incapacidad o negligencia habían fracasado en su tarea, era una de las características fanáticas del régimen, mas nada se había modificado en su estructura fundamental. Caían Zinoviev y Kamenev, pero subían sus hermanos de raza Litvinov, Zdanov, Kalinin y Vishinsky. El diluvio de sangre —más de cinco mil ejecuciones según Churchill— acabó con los sueños de los conspiradores rusos, con muchos de los funcionarios incompetentes que no habían advertido el peligro y con el plan alemán para provocar la caída del marxismo soviético mediante un movimiento interior en Rusia.
En esos juicios que costaron la vida a más de cinco mil militares rusos fungió como fiscal el israelita Andrés lanurevich Vishinsky, que posteriormente fue delegado ante la ONU. Y los fusilamientos estuvieron a cargo de la policía mandada por el israelita Heinrich Yago-da, que a su vez fue juzgado incompetente y ejecutado años más tarde por el jefe judío Nicolás Yezov.
Después de esas gigantescas purgas los comisarios judíos afianzaron mejor el control del Ejército Rojo. Y como en todos los países donde una minoría activa y audaz tiene el Poder en la mano, las grandes masas fatalistas del pueblo ruso nada sabían ni podían hacer para modificar su destino.
Terminó así en un empate el primer choque indirecto entre el marxismo israelita asentado en la URSS y el nacionalsocialismo que Hitler creó para combatir a aquél.
[1] «A Puertas Cerradas». — Almirante Ellis M. Zachanas, del Servicio Secreto Norteamericano.
[2] «La Rusia de Stalin». — Max Eastman, Profesor de Filosofía en la Universidad de Columbia.
[3] Símbolo judío. (Cada punta representa un dominio: el político, el económico, el del proletariado, el de la prensa y el de Palestina. Una sexta punta simboliza el dominio absoluto mundial).
[4] «Tigrocracía Stalíniana». — Pedro González Blanco.
[5] En 1939, recién iniciada la guerra, Hitler dijo que su mayor error había sido la revelación de su política exterior en su libro "Mi Lucha", en 1923. ("Memorias" de Von Ribbentrop).
Hitler poco después de tomar el poder. Lo acompañan Hess (a su izquierda) y el Gral. Brauchitsch. Forman valla las tropas S.S., de uniforme negro.
0 Comments:
Post a Comment
<< Home