Derrota Mundial Cap. IV
La Guerra que Hitler no Quería
(1939-1940)
Si la Guerra no Empezaba en Occidente, Rusia Lucharía Sola.
Hablando el Mismo Lenguaje de las Armas.
Ni con Silencio Pudo Ayudar Italia.
En las Orillas del Abismo
Otra vez Hitler Tiende la Mano.
La Mampara del Idealismo.
Debilidad de la Franqueza.
La Terrible Grandeza de la Guerra.
Desigual Guerra en el Mar.
Noruega, Primera Línea de la Lucha Terrestre.
Francia es Empujada a Sangriento Abismo.
Las Panzer Dejan Escapar a los Ingleses.
El Derrumbe de Francia.
SI LA GUERRA NO EMPEZABA EN
OCCIDENTE, RUSIA LUCHARÍA SOLAA mediados de 1939 la crisis de Polonia se aproximaba a su climax y Stalin veía que ese último oí táculo para la embestida alemana contra Rusia estaba a punto de desaparecer. Su acertada evaluación de las circunstancias era s mejante a la que hacían los consejeros israelitas de Roosevelt: si ib guerra se iniciaba exclusivamente entre Alemania y la URSS, sería luego punto menos que imposible persuadir al mundo de que debería acudir en auxilio del marxismo. Rusia tendría entonces que luchar sola... y sola, ¡estaba perdida!... En cambio, si se lograba que el Occidente entrara en guerra contra Alemania antes de que ésta atacara a la URSS, entonces quedaría automáticamente garantizado que el Occidente combatiría en el mismo bando del bolchevismo. Y así fue. Una vez comprometidos en la lucha contra Alemania, ningún inglés, francés o norteamericano rechazaría el concurso armado de la URSS.
En consecuencia, el Kremlin extremó su cautela a fin de retardar el ataque alemán y le ofreció a Hitler un pacto de no agresión. El 10 de marzo de 1939 Stalin pronunció un discurso en el que significativamente no lanzó ataque a Alemania, y por el contrario, dijo que no sacaría las castañas del fuego a las potencias occidentales, lanzándose a una aventura contra el Reich.
Hitler tomó con desconfianza y hostilidad ese extraño cambio, pero las ofertas soviéticas se repitieron por diversos conductos y los diplomáticos alemanes creyeron que ésta era una gran oportunidad.
Consultando archivos capturados después de la guerra, el historiador inglés F. H. Hinsley precisa que las negociaciones ruso-germanas empezaron a iniciativa rusa, el 17 de abril de 1939. El 3 de mayo siguiente, el Ministro israelita de Relaciones Exteriores de Rusia, Maxim Litvinoff (originalmente llamado Maxim Moiseevich Vallakh Finkelstein), fue relevado de su puesto a fin de suavizar la desconfianza de Hitler.
Ante la crisis de Polonia y la amenaza de guerra de la Gran Bretaña y Francia, Alemania aceptó el ofrecimiento soviético. El Ministro de Relaciones Exteriores de Alemania, Ribbentrop, llegó a Moscú el 23 de agosto de 1939 y en horas, con inusitada facilidad, se firmó el pacto, como que era lo que precisamente quería el Kremlin. Veinte horas después de su arribo a Moscú, Ribbentrop ya volaba de regreso a Berlín. Ante aquella suavidad de la URSS se ocultaba algo enormemente benéfico para el marxismo. Poco después pudo verse que Hitler no había alcanzado a comprender que el pacto no evitaría que las potencias occidentales le declararan la guerra, pues tal pacto era simplemente una trampa soviética tendida de acuerdo con la camarilla israelita de Occidente. Sin embargo, esto no era visible de momento y Hitler aceptó el tratado con la esperanza de ganar tiempo mientras despejaba la amenaza que se cernía desde Occidente.
«No creemos equivocarnos —dice Hinsley— al afirmar que si sólo hubiera dependido de Hitler, las negociaciones hubieran terminado en un fracaso». Agrega que el Fuehrer confiaba en que ese paso alejaría el peligro de guerra con la Gran Bretaña y Francia.
Ese tratado fue una sorpresa para el mundo, más no para Roosevelt y sus consejeros israelitas, que día a día estuvieron siendo informados de la cautelosa política de Stalin para lograr la secreta meta común de que Alemania se viera envuelta en una guerra con las naciones occidentales antes que con la URSS.
El diplomático norteamericano William C. Bullit dice[1] que desde 1934 Roosevelt fue informado de que Stalin
«deseaba concertar un convenio con el dictador nazi y que Hitler podía tener un pacto con Stalin cuando lo deseara. El Presidente Roosevelt fue informado con precisión, día tras día, y paso tras paso, de las negociaciones secretas que tuvieron Stalin y Hitler en la primavera de 1939... En verdad, nuestra información concerniente a las relaciones entre Hitler y Stalin era tan excelente, que habíamos notificado al Gobierno soviético que esperase un asalto a principios del verano de 1941 y habíamos comunicado a Stalin los puntos principales del plan estratégico de Hitler».
En consecuencia —como este aviso era dado en 1939—, quedaban dos años de margen para empujar a los países occidentales hacia la guerra contra Alemania, no en provecho de ellos, sino en anticipada defensa del marxismo israelita que se encontraba ya en capilla. Tales informes recibidos por Roosevelt y transmitidos a Stalin resultaron absolutamente exactos.
El general Beck, ex jefe del Estado Mayor General alemán, conservaba nexos ocultos con sus amigos israelitas. Por su conducto salieron de Alemania valiosos secretos, vía París, y eran ya del dominio de Roosevelt y Stalin. Este último sabía con certeza, como lo confirma Bullit, que la ofensiva alemana contra la URSS sería en 1941. Para entonces el Kremlin esperaba contar ya con una masa abrumadora de tropas, y mientras tanto rehuía a todo trance que el Ejército Rojo se enzarzara prematuramente en la lucha con el Ejército Alemán. Tal fue el significado del pacto ruso-germano de no agresión firmado el 23 de agosto de 1939.
En esos días Alemania se esforzaba en lograr la anuencia de Polonia para construir un ferrocarril y una carretera que unieran a Berlín con su provincia de Prusia Oriental. Era este el último obstáculo que se interponía para la proyectada ofensiva contra el bolchevismo. Después del conflicto germanopolaco figuraba ya la lucha armada con la URSS.
El movimiento político judío decidió asirse firmemente del último obstáculo y convertirlo en un «casus belli» para desencadenar la guerra entre Alemania y los países occidentales. La comunidad israelita radicada en Polonia jugó en esa maniobra un papel decisivo. Su influencia había quedado asegurada en el artículo noveno de la Conferencia de Versalles de 1919, mediante el apoyo de estadistas judíos con influencia en Estados Unidos, el Imperio Británico y Francia. En ese artículo se especificó que de todas las prerrogativas concedidas a la Comunidad Judía se hacía «no una cuestión de libre albedrío de Polonia», sino «una exigencia de la Sociedad de las Naciones».
Mediante propaganda, agitación e influencias secretas, la opinión pública polaca fue desorientada y se la alentó al desorden como la forma más segura de evitar todo arreglo pacífico entre Polonia y Alemania. El 3 de mayo hubo un desfile polaco durante el cual las «porras» gritaban: «¡A Dantzig, a Berlín...!» Se hizo correr la versión de que las tropas alemanas estaban hambrientas y no resistirían. La población alemana anexada a Polonia en 1919, sufrió sangrienta hostilidad en 1939. Ya para el 21 de agosto de ese año el número de fugitivos que cruzaron la frontera germanopolaca, ascendía a 70,000. Según posteriormente pudo establecerse 12,857 cadáveres de alemanes fueron identificados como victimados por la persecución, en tanto que 45,000 alemanes más desaparecieron[2].Representantes de agencias informativas internacionales —como Mr. Oechsner, de la United Press—, fueron invitados por Alemania para que dieran fe de esos hechos.
La provocación de esos acontecimientos dio los nefastos frutos que se esperaban de ellos: el conflicto germanopolaco perdió toda coyuntura de arreglo amistoso y se volvió un polvorín. El 15 de agosto del mismo año de 1939 el Gobierno francés notificó a Alemania que en caso de un choque armado germano-polaco, Francia daría todo su apoyo a Polonia. Cosa igual anunció Inglaterra una semana después. Hitler conferenció entonces con el embajador británico, Neville Henderson, para hacerle ver que Inglaterra estaba prefiriendo cualquier cosa antes que un acuerdo pacífico.
«En su voluntad de aniquilar —le dijo— se había dirigido a Francia, a Turquía, a Moscú... Alemania nunca había emprendido nada en perjuicio de Inglaterra, a pesar de lo cual Inglaterra se había colocado contra Alemania».
En seguida Hitler se dirigió al Premier británico Neville Chamberlain, en los siguientes términos:
«...He empleado toda mi vida en luchar por una amistad germanoinglesa, pero la actitud de la diplomacia británica —por lo menos hasta ahora— me ha convencido de la falta de sentido de este
[1] «Cómo los EE. UU. Ganaron la Guerra y por qué Están a Punto de Perder la Paz»
[2] «Los Horrores Polacos». Ministerio de Relaciones Exteriores del Reich.
(Al recuperar la soberanía en los territorios alemanes del Sarre y la Renania (1936), Hitler anunció que no tenía ya ninguna demanda que hacer a las potencias occidentales. Su atención se desvió a la unificación de Austria y a la neutralización de Checoslovaquia (1938) como bastión de la URSS. Por último, en 1939 se lanzó resueltamente hacia el Oriente para unir por tierra a su provincia de Prusia Oriental y preparar así la ofensiva contra el marxismo entronizado en Moscú.)
En respuesta, la prensa inglesa azuzaba a la opinión pública para forzarla a la movilización militar, que seguía siendo popularmente rechazada porque el pueblo juzgaba inútil una nueva guerra contra Alemania.
El 25 de agosto Hitler volvió a tender amistosamente la mano a Inglaterra y hasta le propuso una alianza germanobritánica. Hablando con el embajador inglés le dijo que estaba dispuesto
«a concluir acuerdos con Inglaterra, los cuales garantizaran por parte de Alemania en todo caso la existencia del Imperio británico y de ser necesario, la ayuda alemana dondequiera que esta ayuda sea precisa... Por último, el Fuehrer asegura de nuevo que no tiene interés en los problemas occidentales y que se halla fuera de toda consideración una rectificación de fronteras en el Oeste».
Pero ese mismo día los gobernantes ingleses —es justo precisar que el pueblo era ajeno a esas maquinaciones— dieron otra despectiva respuesta al llamado de Hitler y firmaron con Polonia un pacto para prestarle ayuda militar si era atacada por Alemania, pese a que sabían perfectamente que esa ayuda era imposible. Polonia corría como caballo desbocado hacia el abismo y los estadistas occidentales le apretaban más las espuelas.
El historiador británico capitán Liddell Hart afirma en su libro «Defensa de Europa» que la promesa de ayuda militar a Polonia fue inmoral porque era imposible cumplirla.
«Si los polacos —dice— se hubieran dado cuenta de la imposibilidad militar de Inglaterra y Francia para salvarlos de la derrota, es probable que no hubieran presentado tan terca resistencia a las originalmente moderadas demandas de Hitler: Dantzig y el Corredor Polaco».
Pero los polacos no podían darse cuenta de la forma criminal en que se les estaba usando como mecha de la guerra; previamente la propaganda informativa judía los había engañado y soliviantado.
«He sido por mucho tiempo y muy de cerca, observador de la Historia contemporánea —agrega el historiador Hart— para que no me queden ilusiones acerca de las bases morales de nuestra política exterior. Cuando alguien me dice que de pronto reaccionamos ante la amenaza que el sistema nazi representaba para la civilización, lo único que me queda es sonreír tristemente».
Así, pues, los gobernantes ingleses empujaron a Polonia al suicidio a sabiendas de que no podrían salvarla, Y los gobernantes franceses hicieron otro tanto. El 26 de agosto Francia le reiteró a Alemania que daría todo su apoyo militar a Polonia. Hitler le repuso que Alemania no tenía ningún motivo de fricción con Francia y que esa actitud germanófoba carecía de fundamento.
Inesperadamente el día 28 Inglaterra le aconsejó a Alemania que entablara negociaciones con Polonia. Hitler repuso que las negociaciones habían sido interrumpidas en julio con la movilización polaca y que todas las propuestas alemanas para un arreglo habían sido desoídas. Sin embargo, Hitler agregó que Alemania estaba en la mejor disposición de aceptar la mediación británica:
«El Gobierno del Reich quiere dar con ello al Gobierno de Su Majestad británica y al pueblo inglés una prueba de la sinceridad del propósito alemán de llegar a una amistad duradera con la Gran Bretaña. En estas condiciones está, por consiguiente, conforme el Gobierno del Reich en aceptar la propuesta mediación del Gobierno de Su Majestad para enviar a Berlín una personalidad polaca provista de plenos poderes. Espera que dicha personalidad llegue el miércoles 30 de agosto de 1939».
Pero el miércoles 30 de agosto, a las 4.30 de la tarde, en vez del negociador pacífico llegó la noticia de que Polonia acababa de decretar la movilización general. Además, Inglaterra se retractó de su ofrecimiento de mediadora y comunicó que no podía recomendarle a Polonia el envío de un representante. Hitler entregó entonces al embajador británico, Henderson, las proposiciones que había preparado para ese negociador polaco que no llegó. Consistían, fundamentalmente, en la construcción de una carretera y un ferrocarril que unieran a Prusia, a través del territorio alemán anexado a Polonia en la primera guerra mundial.
A las 6.30 de la tarde del 31 de agosto el Embajador polaco se presentó en la Cancillería del Reich, pero sin poderes para negociar. A las 21 horas Alemania comunicó a Inglaterra que la mediación británica del día 28 había sido aceptada, que Alemania había estado esperando al plenipotenciario y que éste no había llegado. En consecuencia, consideraba que también en esta ocasión habían sido prácticamente rechazados sus propósitos de llegar a un arreglo pacífico.
A las 23 horas de ese mismo día 31 de agosto la radio polaca anunciaba: «La respuesta ha sido las disposiciones militares tomadas por el Gobierno polaco».
HABLANDO EL MISMON
LENGUAJE DE LAS ARMASEn la azulosa claridad del amanecer del día siguiente, 44 divisiones alemanas se desbordaron en una aurora de fuego sobre la frontera polaca. 36 divisiones polacas, enardecidas de orgullo y alentadas por el prometido apoyo militar de las potencias occidentales, les salieron al encuentro. Un millón doscientos mil hombres chocaron en la mortal aventura de la guerra[1].
Hitler habló ese día:
«Una cosa es, empero, imposible: exigir que se solucione por medio de la revisión pacífica una situación insostenible, y a la vez negarse tercamente a toda revisión pacífica... Me he decidido a hablar con Po-lonia el mismo lenguaje que Polonia emplea con nosotros hace meses. Yo he prometido solemnemente, y lo repito ahora, que nosotros no exigimos nada de esas potencias occidentales, ni lo exigiremos nunca. Yo he manifestado palmariamente que los límites entre Francia y Alemania constituyen un hecho definitivo. Yo he ofrecido siempre a Inglaterra una amistad sincera, y en caso necesario, hasta la más íntima colaboración. Pero el amor no puede ser una cosa unilateral.
»Desde las 5.5 se le contesta a Polonia también con fuego. No pido de ningún alemán más de lo que yo estuve dispuesto a hacer en todo momento durante más de 4 años (en la primera guerra). Desde ahora es cuando mi vida pertenece verdaderamente en absoluto al pueblo. No quiero ser ahora más que el primer soldado del Reich. Por ello he vestido de nuevo aquel uniforme que fue para mí el más sagrado y el más querido. Sólo me lo quitaré después de la victoria, o bien, no viviré este final... Sólo hay una palabra que no he conocido nunca y es: capitulación».
Testigo de aquel momento, José Pagés Llergo refiere:
«Los civiles pálidos, temblorosos por la emoción, se enjugaban las lágrimas; los diplomáticos, asidos fuertemente del brazo del asiento, contemplaban estáticos, electrizados, la pequeña figura que allá en la distancia se erguía en éxtasis; los militares gritaban, casi aullaban. Afuera, medio millón de personas levantaban un murmullo sordo, aterrador, cuando Adolf Hitler hundía los puños sobre la mesa del Reichstag y rojo, descompuesto, el pelo tirado en desorden sobre la frente, gritaba con los ojos bañados en lágrimas:
»¡En estos momentos no quiero ser más que el primer soldado del Reich!»
»Sus brazos se elevaban lentos, teatrales, hacia el cielo. En aquella actitud de pedir silencio, el tigre que hace unos momentos había sido, se transforma, genial, fantástico, en un apóstol del germanismo que va predicando, con rara modulación de voz, su verdad, la verdad de su pueblo...
»A mi lado una mujer solloza, conmovida. Los hombres apenas si respiran: con sus caras cetrinas, los ojos cansados, la frente bañada de sudor por el sacudimiento nervioso, yacen extenuados en sus asientos. En una fracción de segundos Hitler hace vibrar el auditorio hasta el agotamiento. Su voz no es fuerte, pero la modula en tal forma, que sabe hacerla gemir, sabe hacerla dulce, suplicante, fiera.
»El grito de 'Heil' se va extendiendo tenue, impreciso, desde la plataforma del Reichstag hasta el anfiteatro, para convertirse en un grito ensordecedor, salvaje, que llena el edificio y trasciende hasta la calle».
Entretanto, ese mismo día 1º de septiembre el Soviet Supremo votó una ley de servicio militar que implicaba una movilización total de la juventud rusa. Sus aprestos bélicos se aceleraron.
Al día siguiente, dos de septiembre, Mussolini hizo una gestión ante Alemania, Polonia, Inglaterra y Francia, para concertar un armisticio germano-polaco y buscar un arreglo pacífico. Hitler aceptó y el primer ministro francés también, pero Inglaterra rechazó la proposición y luego logró que Francia hiciera lo propio. Un mensaje de la agencia francesa «Havas», referente a la aceptación de las pláticas, fue cablegráficamente anulado desde París.
Goering, el segundo de Hitler, trató de volar a Inglaterra para insistir en un arreglo pacífico. Hitler aprobó el plan y el general Bodenschatz preparó un avión especial. Cablegráficamente se solicitó la anuencia de Londres para el viaje, pero el gobierno inglés contestó negándose a recibir a Goering.
El 3 de septiembre Inglaterra envió un ultimátum a Alemania exigiéndole que para las once horas de ese día retirara sus tropas de Polonia o de lo contrario se considerara en guerra con el Imperio Británico. En Francia aún era muy viva la resistencia de la opinión pública a la guerra y el Gabinete tuvo momentos de indecisión; un ultimátum igual al inglés se envió hasta las 12.30.
El embajador británico Neville Henderson se presentó en la Cancillería de Berlín a entregar el ultimátum con apercibimiento de guerra. El documento fue recibido por el Dr. Paul Schmidt, jefe de intérpitetes de la Wilhelmstrasse, quien en seguida se lo entregó a Hitler. Schmidt refiere así lo ocurrido[2]:
«Hitler se quedó petrificado en su asiento, con la vista fija hacia adelante. No daba muestras de confusión, como se ha dicho, ni tampoco se encolerizó, como otros refirieron. Se quedó sentado, completamente silencioso, inmóvil. Tras de un intervalo, que a mí me pareció un siglo, se volvió hacia Ribbentrop, que había permanecido rígidamente en pie junto a la ventana. ¿Y bien? —preguntó Hitler con una mirada penetrante a su Ministro de Relaciones, como para indicar que Ribbentrop le había informado mal acerca de la actitud de Inglaterra—. Ribbentrop repuso tranquilamente: "Presumo que los franceses nos entregarán un ultimátum semejante dentro de una hora"».
Minutos después Hitler dictó la siguiente respuesta al gobierno inglés:
«El Gobierno del Reich y del pueblo alemán se niega a recibir, aceptar o cumplir las exigencias con carácter ultimativo del Gobierno británico».
Una contestación semejante fue entregada más tarde al representante de Francia. A las 11 de la mañana del 3 de septiembre de 1939 Inglaterra declaró la guerra a Alemania y Francia hizo lo propio a las 5 de la tarde de ese día.
Era esta la guerra que Hitler no quería...
NI CON SU SILENCIO
PUDO AYUDAR ITALIACuando el 3 de octubre de 1935 Mussolini inició la invasión de Etiopía y atrajo hacia sí un ruidoso boicot de la Liga de las Naciones, Hitler lo apoyó resueltamente. Y es que desde 1923 Hitler admiraba a Mussolini como creador de la doctrina fascista, esencialmente opuesta al bolchevismo. Años más tarde nació el Eje Berlín-Roma corno una alianza contra la URSS.
Y cuando en 1939 Alemania trataba de abrir el camino hacia Moscú y esto le ocasionó el conflicto con Polonia, Italia dio un cauteloso paso atrás y decidió ser neutral. Hitler le pidió que no revelara esa decisión sino hasta el último momento. Tenía la esperanza de que si Inglaterra y Francia ignoraban que el Eje Berlín-Roma no era tan firme como parecía, no intervendrían activamente en el conflicto.
Sin embargo, la neutralidad de Italia fue conocida por Inglaterra y Francia antes de que estallara la guerra germano-polaca. Y es que el Ministro de Relaciones, Galeazo Ciano, les había revelado este secreto. Ciano odiaba a Alemania, aunque no lo manifestaba categóricamente, y era marido de Edda Mussolini, hija de Mussolini y de una judía rusa. Pero esto no lo supo Alemania sino hasta cuatro años después, en 1943.
La frágil alianza germano-italiana se revela en el propio Diario de Ciano, quien el 20 de marzo de 1939 escribió: «El rey se muestra cada vez más antigermano. Al referirse a los alemanes llegó a calificarlos de mendigos y canallas».
El 26 de agosto de ese mismo año agregaba: «El Duce y yo le enviamos un mensaje a Hitler diciéndole que Italia no puede ir a la guerra si no cuenta con abastecimientos. Grandes demandas». En efecto, era tanto lo que pedía que se necesitarían 17,000 trenes para transportarlo.
Y el 21 de agosto: «Le aconsejo al Duce que rompa el pacto y se lo arroje por la cara a Hitler».
Las cosas no llegaron a tanto, pero la alianza de Italia no tenía más apoyo que la vacilante actitud del Duce.
EN LAS ORILLAS
DEL ABISMO
Alemania no estaba preparada en 1939 para una guerra contra Francia y el Imperio Británico; en primer lugar porque Hitler no quería ni buscaba esa contienda. El 3 de sep-tiembre, cuando en contra de todo lo esperado recibió las declaraciones de guerra de París y Londres, el ejército alemán constaba teóricamente de 98 divisiones, pero 21 de ellas no habían terminado aún su organización y te-nían un alto porcentaje de personal mayor de 40 años, por lo cual no eran de primera línea. Cuarenta y cuatro de las mejores divisiones se hallaban empeñadas en Polonia (y 1 2 más adscritas como reserva para ese frente). Sólo quedaron 23 divisiones completas y 12 deficientes para el frente occidental, ante las fuerzas anglo-francesas, estimadas en 110 divisiones.
Por consiguiente, la situación militar de Alemania en ese momento era casi desesperada. Hitler exigió del ejército una «blitzkrieg —guerra relámpago—» para terminar cuando antes la campaña de Polonia y afrontar la amenaza de Inglaterra y Francia.
El general Alfred Jodl, en esa época jefe del Estado Mayor del Alto Mando, declaró posteriormente que en esos días «Alemania no sufrió una derrota porque las 23 divisiones del oeste no fueron atacadas» por las 110 divisiones francesas dispuestas contra Alemania. Y es que los estadistas an-glofranceses ya habían ido bastante lejos al declarar una guerra impopular y de inmediato no tenían listo su plan ofensivo, además de que los 3,000 fortines de la Línea Sigfrido fueron un factor psicológico paralizante para el ejército francés, que decidió esperar la llegada de refuerzos británicos.
En el frente polaco, Hitler cifraba sus esperanzas en las seis nuevas divisiones blindadas del ejército alemán y en su aviación. Alemania contaba con 1,553 bombarderos y 1,090 cazas, o sea un total de 2,643. En la campaña polaca utilizó 1,500 incluyendo 500 cazas. En esta arma sí era muy considerable la superioridad sobre Polonia, la cual disponía de 580 aviones de primera línea, incluyendo 250 cazas.
Las fuerzas alemanas se desplegaron de la siguiente manera: por el norte, los ejércitos 3o y 4o, de von Kluge y von Küchler, ambos a las órdenes de von Bock. Y por el sur, los ejércitos 8o, 10o y 14, de los generales Blaskowitz, von Reichenau y List; los tres a las órdenes de von Rundstedt. De los cinco jefes de ejército sólo von Reichenau había sido simpatizador del movimiento nazi y a él se le encomendó el ejército más poderoso, con 17 divisiones[3].
Los dos grupos de ejércitos, o sea el de von Bock por el norte y el de von Rundstedt por el sur, formaron gigantescas tenazas cuya meta era Varsovia. Dentro de esos dos tentáculos de fuego quedaba la masa del ejército polaco, que debería ser cercada y destruida. Varios generales, incluso el Jefe del Estado Mayor, General Franz Halder, no confiaban en ese plan, pero Hitler insistía en que obtendría éxito.
En vez de desplegar las fuerzas frente a las del adversario, cosa que podía dar lugar a una guerra de trincheras más larga, el ejército alemán pasó por alto muchos puntos fortificados, a veces cruzando zonas que parecían intransitables, y se infiltró resueltamente hacia el corazón de Polonia. Por su parte, los polacos cometieron el error de quererlo «cubrir todo» desplegando sus fuerzas en un largo frente y esto aceleró su derrota. El ariete blindado de los tanques del 10 ejército de von Reichenau se clavó profundamente en el corazón de Polonia.
Pese al margen de superioridad en tanques, y al margen más amplio de superioridad en el aire, Alemania realizó la campaña de Polonia en una comprometida situación militar. Claro que Polonia se hallaba en situación más desesperada aún, pero cegada por la propaganda, exacerbada en su orgullo y confiada en el apoyo total que Inglaterra y Francia le habían prometido, el pueblo no se daba cabal cuenta del abismo al que se le empujaba con los ojos vendados. Algunos exaltados polacos decían que en 1840 habían derrotado a los alemanes en Tannenberg y que volverían a derrotarlos en Berlín. Hasta el inteligente diplomático Lipski, embajador polaco en Alemania, fue cegado por la criminal propaganda que se hacía en
[1] Nominalmente había asignadas al frente polaco 56 divisiones alemanas, pero 12 eran todavía deficientes y no participaron en la lucha. En teoría el ejército polaco tenía 50 divisiones, incluyendo reservas, pero sólo 36 se hallaban ya listas en el frente.
[2] «Informes Secretos Desde Atrás de la Cortina de Adolfo Hitler». Dr. Paul Schmidt.
[3] Cada división tenía 15,000 hombres. Aproximadamente dos o tres divisiones formaban un cuerpo de ejército. Diez o más divisiones formaban un ejército, o sea aproximadamente 150,000 soldados. Y dos o tres ejércitos integraban un «grupo de ejércitos». A grandes rasgos, este era el modo de mover, abastecer y dirigir a masas tan enormes de combatientes.
Eran frecuentes grupos de ejércitos formados por quinientos mil hombres.
(Al recuperar la soberanía en los territorios alemanes del Sarre y la Renania (1936), Hitler anunció que no tenía ya ninguna demanda que hacer a las potencias occidentales. Su atención se desvió a la unificación de Austria y a la neutralización de Checoslovaquia (1938) como bastión de la URSS. Por último, en 1939 se lanzó resueltamente hacia el Oriente para unir por tierra a su provincia de Prusia Oriental y preparar así la ofensiva contra el marxismo entronizado en Moscú.)
Muchas unidades polacas combatieron con ardor y destreza, y en diversos sectores ocasionaron pérdidas extraordinariamente altas entre la oficialidad alemana que para alentar a la tropa «había entrado en acción con el mayor fervor», según declaración del general Guderian. Veteranos combatientes, como el teniente coronel Lindeman, dicen que
«una de las impresiones más fuertes que uno recibe cuando se enfrenta al enemigo por primera vez es la de sentir miedo. La única diferencia entre un hombre valiente y uno cobarde es que el valiente es capaz de controlar su miedo... El frente de batalla es visto en colores más obscuros y más lleno de peligro que lo que verdaderamente es... No se ha encontrado nada que calme el ánimo en la batalla como estar cerca de alguien que no esté poseído del miedo o del pánico».
Y como parte de la infantería alemana estaba aún deficientemente preparada, sus oficiales se lanzaban en primer término para infundir confianza. En los primeros días de lucha perecieron un hijo del general Adam, uno del coronel von Funk y otro del Secretario de Estado, barón von Weizsacker. Mientras, este último se dedicaba a crear una célula de conspiración en el Ministerio de Relaciones Exteriores, en connivencia con el general Beck y el doctor Goerdeler[1]. Por esos mismos días el Almirante Canaris, Jefe del Servicio Secreto Alemán, accedía subrepticiamente a servir al movimiento judío internacional, rescatando a un prominente rabino polaco para enviarlo a Estados Unidos. Sobre el particular había tenido pláticas privadas con el cónsul Geist, comisionado de Roosevelt[2].
Además, el ministro sin cartera Hjalmar Schacht y el almirante Canaris, Jefe del Servicio Secreto, trataban de ganarse al general Brauchitsch (jefe del Ejército) para que desobedeciera a Hitler. Y el general von Hammerstein-Equord, marxista, tramaba la captura del Fuehrer. La situación interna de Alemania seguía pendiendo de un hilo.
Entretanto, la propaganda inspirada por los judíos hizo del caso Polonia un motivo de agitación mundial. Recién iniciadas las operaciones, el 3 de septiembre se difundió que el Santuario Nacional de la Virgen de Polonia, en Czestochova, había sido destruido por los nazis. Alsiguiente día los alemanes llevaron a los periodistas extranjeros a Czestochova y éstos pudieron dar fe —entre ellos L. P. Lochner, de la Associated Press— que el Santuario se hallaba intacto. Así lo declaró también el Prior Norbert Motzlewsky. Sin embargo, los rumores alarmistas se difundían ampliamente en extensos mensajes, en tanto que las rectificaciones se ministraban en insignificantes boletines que sólo en mínima parte borraban la mala impresión causada por la versión original.
El pueblo polaco sufría espantosamente los rigores de la guerra y no se daba cuenta de que estaba siendo manipulado como instrumento de secretas maniobras internacionales. Se le lanzó al sacrificio en la forma más despiadada y siniestra. Para mantener ese engaño, el 5 de septiembre el diario «Kujer Poznaski» anunció a los polacos que todas las fuerzas francesas de tierra, mar y aire habían entrado en acción. Esto no era cierto. El día 6, para que el ánimo no decayera, la radio de Varsovia anunció que la línea alemana Sigfrido había sido rota por los franceses. En realidad, ni siquiera se combatía allí.
El 11 de septiembre la campaña germano-polaca estaba llegando a su punto culminante. Los ejércitos alemanes de von Küchler habían ya flanqueado a Varsovia por el norte, en tanto que el ejército de von Reichenau hacía lo propio por el sur. Los principales contingentes polacos se hallaban casi copados entre ambas tenazas y sin esperanzas de salvación.
Ese día la propaganda internacional dijo al pueblo polaco que «el avance francés que había sido detenido momentáneamente por la contra-ofensiva alemana, se reinició el 10 de septiembre», y así se le daban falsas esperanzas. En realidad no existía ni la ofensiva francesa ni la contra-ofensiva alemana en el frente occidental, pero con estas falsedades se exprimía a Polonia hasta el último centigramo de resistencia.
El 17 de septiembre la campaña polaca estaba prácticamente decidida con más de medio millón de polacos prisioneros o dispersos. Hitler habló en Dantzig el día 19 y precisó que Alemania nada pedía ni a Inglaterra ni a Francia, y que la contienda en el Occidente no tenía razón de ser. El régimen de Daladier repuso que Francia «continuará la guerra hasta obtener la victoria definitiva», en tanto que el Premier inglés, Mr. Chamberlain, contestó despectivamente diciendo que «el ofrecimiento de paz de Hitler no cambia en nada la situación». Mientras fallaba este esfuerzo diplomático para hacer la paz en Occidente, el mando alemán pidió la capitulación de Varsovia a fin de ahorrarle inútiles sacrificios a la población civil, pero el comandante polaco se empeñó en convertir la plaza en parapeto y presentó combate. Ocho días después Hítler intervino en las operaciones militares y ordenó que Varsovia fuera capturada a sangre y fuego. El general Blaskowitz, comandante del 8o ejército, manifestó su inconformidad por la intervención de Hitler y de sus tropas selectas (las SS). Poco después se le relevó del mando. La oposición de los generales seguía siendo el punto más débil de Alemania.
El día 26 la aviación alemana arrojó volantes sobre Varsovia pidiendo que se rindiera. Ante la negativa polaca, esa noche se inició el ataque directo, que culminó el día 28 con la capitulación. Al concertar ésta, Hitler «dejaba a salvo el honor militar de un adversario que había sucumbido luchando valerosamente». A los oficiales se les permitió conservar sus espadas y a la tropa se le dejó en libertad después de desarmarla.
Toda la campaña polaca terminó en 27 días, después de un doble envolvimiento de los flancos enemigos. 13,981 soldados alemanes habían muerto; 30,322 habían caído heridos. «El ejército de Polonia que nominalmente estaba integrado por dos y medio millones de hombres había dejado de existir como fuerza organizada», escribió Churchill.
Hitler entró en Varsovia. Un mexicano —José Pagés Llergo— fue testigo de aquel momento.
«Las doctrinas sociales —le dijo Hitler— son como las plantas: nacen y se desarrollan en climas propicios. El nazismo, que ha sido la respuesta a los males que padecía Alemania, posiblemente no encuentre en la América de ustedes el abono conveniente para que germine... Veinticinco minutos —añade Pagés— he estado a su lado. Cuando se retira para pasar revista por el Bulevard Pilsudsky a cinco divisiones victoriosas, el grito de "Heil" se levanta ensordecedor, siniestro, cubre Varsovia y se propaga por toda la Rosa de los Vientos como la palabra de reto de un pueblo que ve en un hombre la materialización de su revancha».
OTRA VEZ HITLER TIENDE LA MANOUn hecho de la más extraordinaria importancia había ocurrido en las postrimerías de la campaña germano-polaca. El 15 de septiembre, cuando ya el ejército polaco se encontraba copado entre los dos grupos de ejércitos de von Bock —en el norte— y von Rundstedt — en el sur—, y cuando Varsovia había sido flanqueada, la URSS invadió a Polonia por el oriente. El Ejército Rojo avanzó sin resistencia en la retaguardia de los polacos y ocupó la mitad del país.
La invasión alemana se había originado en el desacuerdo germano-polaco sobre la vinculación de Prusia Oriental con el resto de Alemania, esencial para la proyectada campaña alemana contra la URSS. ¿Y cuáles
Concentración de cien mil hombres en el Estadio de Nuremberg. Hitler insiste en que no quiere guerra con Occidente.eran los
[1] «Recuerdos de un soldado». — General Heinz Guderian.
[2] «El Almirante Canaris». — Karl H. Abshagen.
(Concentración de cien mil hombres en el Estadio de Nuremberg. Hitler insiste en que no quiere guerra con Occidente.)
eran los orígenes de la invasión soviética de Polonia? Precisamente en ese año de 1939 Stalin publicó un libro, «Problemas del Leninismo», reiterando la meta marxista de la dominación mundial. Decía que la victoria del régimen bolchevique en Rusia no era sino el preludio de otras victorias en todos los demás países de la tierra. Citaba las siguientes palabras de Lenin:
«Vivimos no sólo en un Estado, sino en un sistema de Estados, y es inconcebible la existencia de la República Soviética por un tiempo largo, junto a Estados imperialistas. A la postre, aquélla habrá de vencer a éstos, o éstos a aquélla».
Inglaterra y Francia habían iniciado la guerra bajo la bandera de que estaban defendiendo a Polonia. Cuando Stalin atacó por la espalda a los polacos vencidos y les arrebató la mitad de su país, un sospechoso silencio se hizo en Occidente. Ese hecho lo refiere Churchill en sus Memorias con una suavidad de terciopelo:
«El gobierno británico se encontró desde el principio con un dilema. Habíamos ido a la guerra con Alemania como resultado de la garantía que dimos a Polonia... Y Rusia se negaba a garantizar la integridad de Polonia».
¿Podría creerse en la sinceridad de los estadistas occidentales cuando hablaban de defender principios de libertad si los polacos eran atacados por los alemanes, y callaban si los atacantes eran bolcheviques? ¿Podría creerse en esa sinceridad cuando se empeñaban en cerrarle a Hitler el paso hacia Moscú y en cambio no tomaban ninguna providencia contra la amenazante expansión del marxismo soviético hacia el mundo occidental?
Con una inconsciencia sólo explicable por su odio personal contra Hitler —odio que se evidenció desde el verano de 1932, cuando por primera vez se negó a hablar con él—, Churchill hasta se regocijó en cierto modo por la invasión soviética de Polonia y escribió: «Los rusos han movilizado fuerzas muy grandes y han demostrado capacidad para avanzar lejos y con prontitud». No procedía Churchill como estadista, porque la cualidad elemental del estadista es buscar el beneficio de su patria, y no podía ser benéfico que la URSS se desbordara sobre sus fronteras, ya que esencialmente la doctrina bolchevique era contraria al Imperio Británico. Mil veces menos dañoso para Inglaterra era el movimiento alemán hacia el Oriente, con sus metas claramente proclamadas: conquistar territorio soviético, cimentar la amistad con el Imperio Británico e incluso concertar una alianza con él.
Es indiscutible la habilidad de Churchill como líder y como orador. Pero su ceguera o su mala fe como estadista es un hecho que la Historia no podrá soslayar. Es un hecho que está sufriendo en carne propia el mismo Imperio Británico, el cual al terminar la guerra comenzó a desgajarse como si fuera un vencido y no un vencedor. Al concluir la campaña polaca, y por fin ya en la frontera de la URSS, Hitler hizo otro llamado de amistad a Francia y a la Gran Bretaña, que un mes antes le habían declarado la guerra. En sus palabras no había el menor rastro de odio y sí un visible deseo de que el Occidente se reconciliara con Alemania, cuyo propósito no era otro que combatir el bolchevismo, o sea el auténtico enemigo de la Civilización Occidental. El 6 de octubre de 1939 Hitler dijo:
«Ofrecí a los detentadores del poder en Varsovia dejar salir por lo menos a la población civil... Ofrecí después no bombardear un barrio entero de la ciudad, el de Praga, reservándolo para la población... No obtuve respuesta. Entonces ordené para el 25 de septiembre el comienzo del ataque...
»La devolución del Sarre era la única exigencia que consideraba yo como una condición plena e ineludible para un acuerdo germano-francés. Una vez que Francia misma ha resuelto ese problema, desapareció toda exigencia alemana a Francia. Hoy no existen más exigencias de esta especie ni volverán a hacerse valer nunca... Francia lo sabe así. Es imposible que se levante un hombre de Estado francés y pueda manifestar que he planteado jamás una exigencia a Francia cuyo cumplimiento hubiese sido incompatible con su honor o sus intereses. En lugar de una exigencia tal, lo que he dirigido siempre a Francia ha sido el deseo de enterrar para siempre la vieja enemistad. He hecho todo lo posible para extirpar del pueblo alemán la idea de una enemistad hereditaria e ineludible, inculcándole en lugar de ella el respeto por los grandes hechos del pueblo francés y de su historia, y todo soldado alemán guarda el máximo respeto por las proezas del ejército francés.
»No menores han sido mis esfuerzos para llegar a un acuerdo germano-inglés e incluso a una amistad germano-inglesa... Nunca ni en ningún lugar me he opuesto realmente a los intereses británicos. Si este esfuerzo mío ha fracasado, ha sido porque había en algunos hombres de Estado y periodistas británicos una enemistad personal contra mí.
»Es también perfectamente claro para mí que cierto capitalismo y periodismo judaico-internacional no sienten en absoluto el compás de los pueblos cuyos intereses dicen representar, sino que, como Eróstratos de la sociedad humana, ven el máximo éxito de su vida en la provocación de un incendio.
»¿Alemania ha hecho a Inglaterra alguna reclamación que amenace quizá al Imperio británico o ponga en duda su existencia? No; al contrario. Ni a Francia ni a Inglaterra les hizo Alemania reclamaciones semejantes... Esta guerra en el Oeste no arregla ningún problema ni mucho menos, a no ser el de las malparadas finanzas de algunos industriales de armamentos».
Respecto a Polonia, Hitler estaba anuente en que resurgiera como país libre mediante la previa resolución del problema de las minorías alemanas, y mediante la comunicación de Prusia y la solución del problema judío.
Refiriéndose a la guerra que Francia e Inglaterra habían declarado a Alemania, agregó:
«El mantenimiento del actual estado en el oeste es inconcebible. Un día quizá Francia bombardee por primera vez Saarbruck y la deje
demolida. La artillería alemana, por su parte, destruirá en represalia Mülhausen... Se instalarán después cañones de más alcance y la destrucción se irá haciendo mayor... Y el capital nacional europeo reventará en granadas y la energía de los pueblos se desangrará en los campos de batalla. Y un día, empero, volverá a haber una frontera entre Alemania y Francia, pero en vez de ciudades florecientes se extenderán por ella campos de ruinas y cementerios.
»En la historia no ha habido jamás dos vencedores y muchas veces no ha habido más que vencidos. Ojalá que tomen la palabra los pueblos y los gobernantes que son del mismo parecer. Y que rechacen mi mano los que creen ver en la guerra la mejor solución».
Su mano fue rechazada. No ciertamente por los pueblos, que querían la paz, sino por los estadistas occidentales; por Roosevelt, por Churchill y por Daladier. Incluso el Intelligence Service Británico organizó una minuciosa conjura para asesinar a Hitler en la Cervecería de Munich, durante la ceremonia del 8 de noviembre. Pero el acto duró menos de lo que se suponía porque Hitler sintió una indefinible premura y salió del edificio minutos antes de que estallara la bomba de tiempo colocada para matarlo.
Churchill refiere en sus memorias que ciertamente Hitler se había visto sorprendido por la declaración de guerra de Francia y la Gran Bretaña, con quienes no quería pelea, pero que había supuesto que al terminar rápidamente la campaña de Polonia, su oferta de paz brindaría a Mr. Chamberlain y a Daladier la oportunidad de llegar a un arreglo decoroso. «Nunca se le ocurrió, ni por un momento —añade Churchill—, que Mr. Chamberlain y el resto de la comunidad de naciones que forman el Imperio Británico, tenían la resolución inquebrantable de darle muerte o perecer en la demanda».
En verdad era difícil suponer que el odio contra una persona —en este caso Hitler— fuera más poderoso en Londres que la conveniencia del Imperio Británico, y que se prefiriera aniquilar a Alemania, aunque nada pedía de Inglaterra, que dejarle el camino libre para que se lanzara contra la URSS, cuya doctrina marxista era hostil a todo principio de libertad, hostil al Imperio Británico y declaradamente enemiga del mundo occidental[1].
Churchill fue cegado por ese odio y automáticamente se convirtió en instrumento de otras fuerzas que desde la Casa Blanca de Washington trataban a todo trance de salvar a la URSS. Sobre este punto el escritor norteamericano Robert E. Sherwood dice en su libro «Roosevelt y Hopkins» que cuando la guerra empezó, Roosevelt evidenció una grave preocupación de que fuera a llegarse a una paz negociada. Transmitió esa inquietud al gobierno inglés e inició su «histórica correspondencia con Winston Churchill». Y es que si Alemania llegaba a una paz negociada contra Inglaterra y Francia, quedaba con las manos libres para realizar su anunciada ofensiva contra el marxismo.
El pueblo americano no quería la guerra. El propio Sherwood dice[2] que ya fuera por la experiencia de 1918 o por simpatía a la ciencia alemana, el sondeo de Roper reveló en 1939 que sólo un 2.5% de la población de Estados Unidos deseaba la intervención occidental contra Alemania, e incluso había un movimiento que proclamaba a Hitler como el adalid del antibolchevismo. Pero a pesar de que Estados Unidos era una democracia, Roosevelt no actuaba de conformidad con su pueblo, sino siguiendo los consejos prosoviéticos del grupo israelita que lo rodeaba: Wise, Baruch, Morgenthau, Frankfurter, Untermeyer, Rosenman, etc.
Y los inconfesables propósitos de este grupo son parcialmente revelados por el mismo Sherwood, quien agrega que el consejero Hopkins
«afirmó que la cuestión de Polonia no era, en sí, tan importante por sí misma como por representar un símbolo de nuestra posibilidad de entendernos con la Unión Soviética. Dijo que nosotros no teníamos ningún interés especial en Polonia, ni propugnábamos allí una clase concreta de Gobierno».
Polonia era sólo un buen pretexto para defender al marxismo judío que desde 1917 reinaba en la URSS.
Naturalmente que la defensa de Polonia no era lo que se buscaba, y los acontecimientos posteriores así lo evidenciaron claramente. No se permitía que Alemania construyera una ferrovía a través del Corredor Polaco, pero sí iba a permitirse que Rusia absorbiese al país entero. El embajador norteamericano en Polonia, Arthur Bliss Lañe, se dio cuenta de la inconcebible maniobra y renunció para escribir libremente «Yo vi traicionar a Polonia», donde refiere cómo Roosevelt, Churchill y Stalin se confabularon para subyugar al pueblo polaco. Dice que «El 90% de la población polaca se opone al comunismo, pero un Gobierno pelele hecho en Moscú fue trasplantado a Varsovia». Agrega Bliss Lañe que él se esforzó por que se garantizara el resurgimiento libre de Polonia, pero que «fue objeto de desaires que equivalían a insultos premeditados a Estados Unidos». Y sin embargo, Washington no lo apoyaba.
Los polacos Jan Chiechanowski y Stanislaw Mikolajoyk también refieren pormenorizadamente que los estadistas occidentales sacrificaron a Polonia para favorecer los intereses de la URSS. ¿Era acaso que había relaciones espirituales o raciales entre el pueblo norteamericano y el bolchevismo soviético? Evidentemente no. Pero sí había relaciones espirituales y raciales entre los israelitas de la Casa Blanca y los que habían impuesto al pueblo ruso la doctrina del israelita Marx.
Aunque la tradición le impedía jugar por tercera vez como candidato presidencial, Roosevelt lo hizo disfrazado de pacifista para engañar a los votantes. Y hablando de paz, porque al fin las palabras no son actos, pero actuando para precipitar a Occidente a la guerra, volvió a burlar al pueblo americano. Un testigo de ese doble juego, testigo valioso por su prominente ingerencia en el Gobierno Norteamericano, dice[3]:
«Sus consejeros de la Casa Blanca lo convencieron (a Roosevelt) de que si decía la verdad perdería en las elecciones de 1940. El Presidente sabía que la guerra se acercaba —supuesto que él mismo la propiciaba-—, pero en su discurso de campaña política, dijo: "Ahora que hablo a ustedes, madres y padres, les diré algo más que los tranquilizará: he dicho esto antes, pero lo repetiré una y otra vez: los hijos de ustedes no serán enviados a ninguna guerra en el extranjero". La moralidad presidencial llegó así a su nivel mínimo, pero el señor Roosevelt ganó las elecciones (2a. reelección)»
Además, cada día destinaba mayores cantidades del presupuesto para nutrir el «New Deal» y creó la WAP, que teóricamente serviría para ayudar a los cesantes, pero que en la práctica era un arma disfrazada a fin de asegurarse la reelección. Hopkins (el discípulo del judío Dr. Steiner) manejaba los fondos de esa institución, pese a que según confiesa Sherwood, compañero de aquél en la Casa Blanca, «no cabe atribuir a Hopkins las virtudes de un hombre sano en cuestiones de manejo de dinero...»
Pero seguro del «Poder Secreto del Mundo», Hopkins decía: «Habrá impuestos y más impuestos, gastos y más gastos, y seremos elegidos una vez y otra».
LA MAMPARA
DEL IDEALISMOLos móviles secretos de la guerra anglo-francesa contra Alemania se encubrieron bajo una mampara de «idealismo» y «libertad», que el monopolio informativo internacional erigió mediante costosa propaganda para cegar a los pueblos.
Era perfectamente claro que el movimiento bolchevique se había impuesto la tarea de extender mundialmente su doctrina marxista. El primer paso lo había dado ya por medio de la Tercera Internacional, que reclutaba elementos radicales dispuestos a servir a la conspiración internacionalista de Marx. Los partidos comunistas se nutrían en todo el mundo de utopistas bien intencionados, de intelectuales librescos, de intelectualoides soñadores, de bohemios descentrados, de mujeres viriloides y de fracasados resentidos, y lentamente iban ganando terreno en las masas carentes de criterio propio.
Geográficamente, Rusia es el corazón de la tierra firme. Es el sitio desde donde todos los Continentes quedan a la menor distancia posible: Asia y América por el Oriente; Europa por el Occidente, África y Oceanía por el Sur. El marxismo eligió bien su principal base de operaciones.También era perfectamente claro que el marxismo no confiaba únicamente en esa heterogénea penetración ideológica. Contaba particularmente con los enormes recursos naturales de Rusia que le permitían levantar una gigantesca fuerza armada de agresión. Ya en 1904 el geógrafo británico Sir Halfor Mackinder describió a Rusia como el corazón del mundo por ser el sitio desde el cual todos los Continentes quedan a la menor distancia posible, y advirtió que era «la mayor fortaleza natural del planeta». Hizo notar que su extensión y recursos eran tan vastos que organizados propiamente permitirían a su poseedor aventajar a todo el orbe. Rusia posee la sexta parte de la superficie terrestre, los más variados
[1] Hitler decía a su Ministro Speer: «La forma en que Inglaterra se ha deslizado hacía la guerra, es algo singular. El hombre que llevó toda la intriga es Churchill, títere de la judería que mueve los hilos. Al lado suyo, el pretencioso Edén, bufón sediento de dinero, y el ministro judío de la Guerra, Hore Belisha»
[2] Roosevelt y Hopkins. Robert E. Sherwood.
[3] «Cómo los Estados Unidos Ganaron la Guerra y Por qué Están a Punto de Perder la Paz». — William C. Bullit.
Geográficamente, Rusia es el corazón de la tierra firme. Es el sitio desde donde todos los Continentes quedan a la menor distancia posible: Asia y América por el Oriente; Europa por el Occidente, África y Oceanía por el Sur. El marxismo eligió bien su principal base de operaciones.)
climas y todas las materias primas imaginables. «Quien rige sobre el Corazón dé la Tierra, domina la Isla del Mundo; quien rige sobre la Isla del Mundo domina el Mundo», concluyó Mackinder. Por eso el marxismo escogió a Rusia como su principal base de operaciones.
Y a pesar de esa evidente amenaza, el acrecentamiento del bolchevismo fue soslayado en 1939 por las naciones occidentales. La URSS no tenía ningún Tratado con el Occidente; su Cortina de Hierro era ya tan palpable como Churchill la vio seis años después, y los métodos tiránicos que imperaban en Moscú eran mil veces más drásticos que la dictadura de Hitler en Berlín. Pero acerca de esto nada decían ni Roosevelt, ni Churchill, ni Daladier.
Roosevelt se «abochornaba» de que en Alemania fueran apedreados algunos comercios de israelitas o de que ciertos personajes de esa comunidad fueran expulsados, tales como Thomas Mann, Sigmund Freud, Eric María Remarque y Stefan Zweig, pero su humanitarismo enmudecía si actos más crueles eran cometidos por el bolchevismo soviético.
Ninguno de los estadistas occidentales ignoraba la índole del régimen bolchevique. Sus complacencias con él no podían explicarse como ignorancia y sí en cambio como una secreta complicidad. Los informes diplomáticos eran incluso más precisos que los relatos de los comunistas decepcionados que esporádicamente lograban escapar de la URSS.
Se sabía perfectamente, como lo dijo el general comunista español Valentín González —«La Vida y la Muerte en la URSS»— que
«el Estado es la NKVD; es un Estado policiaco, único en su género, como no ha existido otro jamás. En la Alemania nazi ejercía la Gestapo una vigilancia severa y se esforzaba en destruir toda oposición al régimen; era como la OVRA italiana, una institución represiva al servicio del poder totalitario. Pero en la URSS interviene la NKVD en la vida de todos los individuos sin excepción».
Igualmente se sabía que la tiranía bolchevique impedía que un ciudadano viajara sin previa autorización, y que salvo muy contadas excepciones, a nadie se permitía salir de la URSS ni entrar en ella. En el país de la «sociedad sin clases» existían hasta seis clases de obreros; un tercio de los salarios era retenido por el Estado; se castigaba con prisión cualquier falta injustificada al trabajo; el 60% de la burocracia ganaba menos de 200 rublos mensuales; el kilo de frijol costaba 35 rublos y un par de botas hasta 500, en el mercado libre. Los estadistas occidentales sabían asimismo que si los obreros de la URSS eran pobres siervos en las fábricas, los campesinos vivían en peores condiciones, pues el 50% de su producción era para el Estado, el 40% para la burocracia y sólo el 10% para ellos. Tampoco era un secreto que en los campos de trabajo forzado se consumían en condiciones infrahumanas 18 millones de desafectos al régimen. Y que cuando en alguna región había síntomas de descontento o rebeldía, la «ingeniería social» bolchevique entraba en acción para desarraigar del lugar a miles y aun millones de habitantes, que eran dispersados y canjeados por los de otras regiones.
El ex Embajador americano en Rusia William C. Bullit, enumeraba que Alemania había cometido 26 violaciones a pactos internacionales, y la Unión Soviética 28, y se mostraba sorprendido de cómo el mundo occidental parecía ignorar la gigantesca amenaza del bolchevismo. Ya entonces había ocurrido la «purga» de los famosos «procesos de Moscú», durante la cual más de cinco mil personas fueron aniquiladas. La religión era sistemáticamente combatida por el régimen y en las escuelas se enseñaba a odiarla.
No obstante todo esto, Roosevelt y sus propagandistas judíos ocultaban su complicidad con el marxismo —y consecuentemente su criminal traición a los pueblos occidentales— bajo la falsa actitud de luchar por la libertad, por la dignidad humana y por las creencias religiosas.
Igualmente falsa era la actitud de los gobernantes británicos. Se proclamaron defensores de la libertad, pero mantenían bajo su dominio a 470 millones de habitantes de sus colonias; se decían idealistas, pero habían hecho una guerra a China para asegurar el comercio del opio, que anualmente enriquecía a veintenas de magnates ingleses y mataba a 600,000 chinos; se ostentaban como abanderados de la integridad de Polonia, pero no tenían ninguna objeción si media Polonia era anexada a la URSS.
Inglaterra siempre había sabido encontrar en los vericuetos de la hipocresía diplomática el camino de la propia conveniencia. Para esto había necesitado mantenerse impasible e indiferente ante los ideales, la sinceridad y la lealtad, como cuando quemó viva a Juana de Arco y como cuando asesinó a 27,000 boeres en el Transvaal. Pero en 1939 no pudo conservar su frío cálculo utilitarista. Churchill se dejó cegar por el despecho y el odio hacia un vecino europeo que prosperaba, Alemania, y automáticamente se convirtió en dócil instrumento de intereses internacionales no británicos.
En ese odio que Churchill sintetizó al decir que si tuviera que asociarse con el diablo lo haría, con tal de vencer a Hitler, el Imperio Británico dio un paso hacia la ruina. Se apartó de su antigua ruta, que oscura y tortuosa, había sido no obstante eficaz y fructífera para su propio beneficio, y se dejó empujar por intereses ocultos que habían penetrado profundamente en el egoísta, pero sano instinto vital del Imperio Británico.
Con un intervalo de 19 años comenzaba a cumplirse un augurio hecho por Henry Ford en 1920:
«El judaísmo tolerará incluso a monarcas, mientras pueda sacar provecho de ellos. Probable es que el último de los tronos que se derrumbe sea el inglés, porque si de un lado el sentir inglés se da por muy honrado al servir de protector del judaísmo, participando así de las ventajas que de ello se derivan, representa, según criterio judío, una ventaja sumamente importante poder utilizar tal potencia mundial para sus objetivos particulares. Un clavo saca otro clavo, y esta sociedad limitada durará exactamente hasta que el judío decida lanzar a la Gran Bretaña a la ruina, lo cual puede hacerse en cualquier momento. Existen indicios de que el judaísmo se halla próximo a emprender esta tarea».
La simbiosis británico-judía ha existido preponderantemente desde hace siglos. El rabino Aarón Weisz decía a su hijo Stephen: «En tanto Inglaterra viva, el judío está a salvo». Y el profeta israelita Teodoro Herlz afirmaba en 1904: «De Gran Bretaña llegará un gran bien para Sión y para el pueblo judío»[1].
Al calor de las prestigiosas palabras de «libertad», «democracia», «religión», el movimiento político judío infiltrado en la Casa Blanca tendió una mampara de idealismo, utilizó el odio de Churchill contra Hitler para lanzar a Inglaterra a la contienda, y con Inglaterra fue arrastrada Francia, mediante los firmes lazos masónicos.
La guerra que los pueblos francés y británico no querían; la guerra que Hitler se esforzó tanto en conjurar, estaba firmemente apuntalada por el poder secreto del movimiento judío. La impopularidad de esa contienda fue barnizada de idealismo, pero no perseguía ninguna de las metas que proclamaba. Su finalidad era empujar a Occidente para que combatiera contra Alemania antes de que se iniciara la lucha germano-soviética, pues de lo contrario sería punto menos que imposible convencer a los occidentales de que acudieran en defensa del marxismo israelita.
Y así fue rechazada, una vez más, la mano de paz que Hitler tendió a Inglaterra y a Francia el 6 de octubre de 1939, un mes después de que le habían declarado la guerra[2].
LA DEBILIDAD DE
LA FRANQUEZALa Naturaleza da al tigre la fuerza de sus garras; al águila, la de sus alas; a la gacela, la defensa de su agilidad, pero no reúne todas estas ventajas en un mismo ser. Siempre a una fuerza corresponde una debilidad. El pueblo alemán es fuerte en su capacidad de trabajo, fuerte en su sentido del deber y del sacrificio; fuerte en su franqueza. No oculta su pensamiento ni su manera de ser, y a estas fuerzas corresponde una debilidad: carece por completo del arte de la diplomacia.
En gran parte la diplomacia es engaño, ocultamiento, ficción, apariencia. La falta de tacto diplomático ha sido uno de los factores determinantes de que Alemania haya perdido dos guerras decisivas, a pesar de tener fuerzas tan formidables para ganarlas.
En cierta forma la enorme franqueza y sinceridad del régimen nazi, que nada ocultaba, fue una de sus más grandes debilidades. Desde su nacimiento en 1920 esbozó su lucha contra el judaísmo político y contra la URSS. Con muchos años de anticipación sus planes fueron conocidos por sus dos enemigos.
Es muy antigua la idea de que la diplomacia tiene mucho de feminidad y de que se basa en la habilidad de ocultar lo que se piensa y de hacerle creer a los contrarios lo que se desea que crean para volverlos menos peligrosos. La diplomacia inglesa, por ejemplo, hacía creer al mundo en 1920 que iba a civilizar y a ennoblecer al Irak, cuando en realidad sólo iba a extraer el petróleo de Mosul; en 1899 hacía creer que iba a redimir a los salvajes del Transvaal, pero en verdad fue a aniquilar a los boeres para arrebatarles las minas de oro; hacía creer a Grecia que debería luchar contra Turquía, por el cristianismo, y lo que en realidad buscaba era debilitar la influencia turca sobre la zona petrolera de Mosul[3].
La enumeración de triunfos similares es interminable. Fue precisamente esa diplomacia de inspiración israelita la que le valió a Inglaterra el mote de la «Pérfida Albión», pues si el inglés tiene grandes facultades diplomáticas, el judío lo supera con un enorme margen. El judío es el mejor diplomático del mundo; es ésta su más grande fuerza. Con razón Schopenhauer lo llamó el «maestro de la mentira». Y en contraste, el alemán es el peor diplomático del mundo. Es ésta su más grande debilidad[4].
«La diplomacia que no engaña no es diplomacia», y Alemania no logró engañar jamás a sus enemigos, cosa que les dio opción a prevenirse con mucho tiempo y a mover sus grandes fuerzas de apoyo.
No solamente carece el alemán de habilidades diplomáticas, sino hasta de refinamiento de cortesía, y es que en gran dosis la cortesía es ocultamiento de las íntimas opiniones o exageraciones del afecto hacia el prójimo. Es decir, en la cortesía interviene el engaño, si bien es cierto que se trata de un engaño que el beneficiario se hace la ilusión de disfrutar como algo auténtico.
Schubart señala que precisamente la virtud de los franceses que más les granjea la simpatía del extranjero es la cortesía, o sea ese mínimo de respeto que se debe al prójimo. «El alemán —añade— no admite ni siquiera este mínimo». Y analizando el odio a los alemanes agrega que ciertamente la propaganda ha jugado un papel importante, pero que
«es también un hecho que ha encontrado terreno propicio. Al alemán no le preocupa que lo odien... Muchos llegan a mirar el odio anti-alemán con cierta satisfacción. Ven en él la confirmación indirecta de su propio valor. Otro grupo considera que lo malo del mundo odia en el alemán lo bueno del mundo. Un tercer grupo dice: no nos conocen; si nos conocieran, no nos odiarían... por su apego fanático a las cosas despoja de su natural belleza, alegría y plenitud de vida al mundo y lo transforma en una ergástula del deber...
»Se ha culpado a los alemanes de ser brutales, pero en realidad no lo son más que cualquier otro pueblo en guerra. Por el contrario, su sentido de la disciplina los frena más eficazmente que a ningún otro... Ciertamente el alemán no coincide por completo con la imagen que de él se forman otros pueblos. Pero les ofrece para la misma los principios. Les suministra los elementos del odio que se le tiene. Lo que la envidia y el cálculo político añaden con exageración ha de cargarse no ya en la cuenta del odiado, sino de los que odian».
Y fue en esos puntos impopulares del carácter alemán en donde la habilidad diplomática se apoyó para comenzar a mover pueblo tras pueblo contra Alemania, aun con perjuicio para los propios pueblos movilizados, como Polonia, Francia e Inglaterra.
La falta de flexibilidad diplomática del alemán ha sido observada por muchos. El mariscal italiano Badoglio dice que el embajador von Mackensen mostraba una «expresión muy dura» aun sin proponérselo y que hasta en los momentos en que creía decir una frase amable su tono resultaba seco. Y Dimitri Merejkovsky refiere que Napoleón estuvo a punto de ser asesinado cerca de Viena por un joven alemán de 18 años llamado Friedrich Staps. Napoleón le prometió dejarlo libre si se retractaba de lo que había pretendido hacer, pero Staps respondió:
«No quiero el perdón; lo que siento es no haber podido hacer lo que pensaba... Napoleón le ofreció perdonarlo, pero él le repuso que no por eso dejaría sus ideas. El joven fue ejecutado. Al llegar al lugar de la ejecución gritó: "¡Viva la libertad; viva Alemania!»[5]
Esa posesión tan completa de sí mismo, con absoluta indiferencia del medio ambiente, frecuentemente le ha granjeado al alemán un odio irreflexivo. Guisa y Acevedo dice en «Hispanidad y Germanismo»:
«El alemán sabe vencerse a sí mismo. Tiene, no cabe duda, el arte inimitable de hacer de su propio yo lo que él quiera. Domina su cuerpo y su espíritu y nunca sabemos de lo que es capaz... Su práctica de la vida y el uso que hace de las cosas son actos de brutos... Acabar con Alemania es acabar con la barbarie».
Y ese odio llevó a Guisa y Acevedo al extremo de afirmar, contra sus propias convicciones religiosas:
«Rusia, con sus bolcheviques, es la que defiende con más fervor y con mayores sacrificios nuestra civilización... Que Alemania cuente con los mejores químicos, los mejores físicos, los mejores marinos, etc., esto prueba que es más bárbara y por lo mismo más temible y digna de odio».
Precisamente ese odio, carente de fundamentos racionales, pero poseedor de fuerzas destructivas, fue campo propicio para que la habilidad diplomática alineara a casi todo el mundo en contra de Alemania. Como contrapartida, Alemania carecía de habilidades diplomáticas para neutralizar esa maniobra. Sólo tenía su franqueza, anunciada una y mil veces en sus propósitos de luchar contra el marxismo judío y de afianzar su amistad con Occidente. Pero el melifluo engaño de un bando fue más eficaz para arrastrar pueblos al abismo que la áspera franqueza del otro para detenerlos en su insensata aventura. Así se consumó el absurdo de que los países occidentales —sin saberlo— lucharan en contra de sus propios ideales y hasta de su propia existencia.
Días después del llamado de paz que Hitler hizo el 6 de octubre de 1939, quedó patente que Inglaterra y Francia no querían ninguna fórmula de arreglo. Churchill dice que el Gabinete inglés tenía «la resolución inquebrantable de darle muerte (a Hitler) o perecer en la demanda». Francia seguía sus pasos. Y Roosevelt, por su parte, vivía esos días bajo el temor de «que se llegase a una paz negociada», y a fin de evitarla inició su personal correspondencia con Churchill[6].
LA TERRIBLE GRANDEZA DE LA GUERRA
Todavía con la esperanza de encontrar posteriormente una transacción, Hitler inició los preparativos para librar la guerra que no quería con Occidente y la guerra que sí quería, contra el Oriente. Ya en la encrucijada, ante el mortal peligro de los dos frentes, Alemania afrontó la guerra con serenidad y con entereza.
Como observó Schubart, ningún pueblo ha hablado tanto de la vivencia de la camaradería propia de la guerra como el alemán:
«Solamente la guerra, con sus sombras de muerte, tiene el poder de romper la coraza del alma con que se cubre el alemán en el plano individual. La mónada sobrecargada de responsabilidad personal, que es el alemán, respira cuando la atomizadora vida burguesa desemboca en el estado unitivo de la guerra... Cuanto más herméticamente nos encerramos en la propia personalidad, tanto más violento es a veces el afán de librarnos de la cárcel de la persona. Aquí tenemos la fuente del entusiasmo alemán por la guerra, fuente que emana de las capas más profundas del alma».
Mucho se ha hablado en contra de la guerra. Pero evidentemente no todo es negativo en ella. Es en la lucha donde se remueven las más profundas vetas de la personalidad de los pueblos; es en la lucha donde aflora lo mejor de sus valores y lo peor de sus defectos; es en el momento supremo del «ser o no ser» cuando se ve lo que en realidad contiene un pueblo y lo que guarda celosamente como tesoro no de todos los días.
Más antiguo que el deseo de paz es el deseo de guerra. Paz es cesación de lucha; paz es el reverso de un estado exacerbado de actividad y combate por la existencia. La ausencia de lucha es la «paz», es decir, paz es falta de algo. Todo lo que vive, lucha.
La guerra es una amplificación gigantesca del espíritu de los pueblos y de los hombres, en la que afloran vivencias ocultas. En ella no solamente hay el significado de un conflicto entre dos gobiernos o entre dos pueblos: hay también significados más profundos e invisibles; quizá por eso es una necesidad esporádica de los pueblos y de la humanidad misma. No simplemente por un capricho irreflexivo, sino por una necesidad potente y misteriosa, es por lo que grandes masas de hombres en la plenitud de su existencia salen al encuentro de la muerte.
Paradójicamente, pese a sus cenizas de destrucción, la guerra es también creadora. No fueron los reposados y sabios senadores los que forjaron el Imperio Romano, sino la espada de César y el empuje de sus legiones; no fueron sólo los siete sabios de Grecia los que hicieron de Grecia el corazón de una época y de una civilización, sino el arrojo espartano de sus guerreros.
Los pueblos crecen y se hacen grandes y maduros al golpe de sus luchas a través de la historia. Y esa lucha es dolorosa, pero inevitable y sagrada; es la que va forjando el futuro por más que pacifistas de etiqueta y sabios de salón se empeñen en hacer un mundo sin guerras. En la naturaleza todo es lucha y el hombre no puede sustraerse de la vida superior de la cual es apenas trasunto y brizna.
En el campo de batalla se descorre toda cortina de diplomacia; dejan de ser válidas las apariencias, la palabrería insidiosa y el doblez político y sólo queda en pie la profunda y auténtica voluntad de la lucha, el peso de la convicción, el valor del sacrificio para morir por lo que se proclama.
Ahí sólo rige la entereza de marchar hasta el final; ahí se esfuma lo que era apariencia vocinglera y se libera de ropajes engañosos lo que era auténtica realidad.
Por más que los intelectuales se empeñen abstractamente en afirmar lo contrario, la fuerza de las armas en guerra es un hecho solemne e incontrastable; siniestro, pero grandioso. Que los países desarmados hablen de pacifismo vestidos de frac y que ensalcen el derecho internacional, como el máximo coordinador entre los pueblos, es tan explicable como que el gusano menosprecie la rapacidad del águila y como que el haragán adule a los que puedan arrojarle algunas migajas. Pero todo pueblo con sanos instintos no rehuye jamás el sacrificio de la lucha suprema para asegurar sus derechos que ninguna ley internacional le garantiza. Así ha ocurrido en toda la historia de la humanidad.
Para los pueblos jóvenes y fuertes la guerra siempre ha sido siniestra, pero honrosa; sombría y trágica hasta el extremo de la miseria y de la muerte, pero gloriosa hasta el sacrificio o el brillar de la victoria. En ella el hombre se encara ante la muerte no por el camino desfalleciente de la enfermedad, ni por el apacible sendero de la vejez, sino por la puerta luminosa de un ideal que trasciende los límites personales del individuo y de una generación y vive en los individuos y en las generaciones que aún están por llegar.
A pesar de los pacifistas sinceros o hipócritas —y de los representantes de una época debilitada y en proceso de desintegración— seguirá imperando el relámpago de la espada como signo que escriba en el firmamento de los siglos la historia profunda y arcana de las culturas.
El Conde de Keyserling precisa en «La Vida Íntima»:
«Desde el punto de vista de la vida terrestre, el derrotista no vale nunca nada —y la vida de los pueblos es sólo terrestre—. Quien no admite el principio de la conquista y de la supresión del derecho vigente, rehusa ipso facto admitir el progreso; de lo que se deduce desgraciadamente, que es para siempre imposible abolir la guerra, pues siempre habrá momentos en que sólo el empleo de la fuerza permitirá romper los estatismos caducos o contrarios al instinto vital de una nación dada».
No es por casualidad, ni por caprichos del azar, por lo que tantos hombres han percibido esa dolorosa grandeza de la guerra.
«Deben amar la paz como un medio de guerras nuevas, y la paz corta mejor que la larga. Que el trabajo de ustedes sea una lucha, ¡que su paz sea una victoria!... No su piedad, su bravura es la que salvó hasta el presente a los náufragos», dice Nietzsche en Así Habló Zaratustra.
Y añade en El Crepúsculo de los Dioses:
«Los pueblos que han tenido algún valor no lo han ganado con instituciones liberales; el gran peligro los hizo dignos de respeto».
El Dr. Gustavo Le Bon, en «La Civilización de los Árabes», reconoce la grandeza de las fuerzas que en el choque de las guerras van fraguando la silueta de los pueblos:
«Se ha de ser cazador o caza, vencedor o vencido. La humanidad ha entrado en una edad de hierro en la cual todo lo débil ha de perecer fatalmente... Los principios de derecho teórico, expuestos en los libros, no han servido jamás de guía a los pueblos; y la historia nos enseña que los únicos principios que han obtenido el respeto son aquellos que se hacen prevalecer con las armas en las manos».
Contestando un folleto pacifista del Instituto de Derecho Internacional von Moltke dijo:
«La paz perpetua es un sueño, y ni siquiera un sueño hermoso. La guerra forma parte del orden universal creado por Dios y en ella se desarrollan las más nobles virtudes del hombre: el valor, el espíritu de sacrificio, la lealtad y la ofrenda de la propia vida. Sin la guerra el mundo se hundiría en el fango del materialismo».
Juan Fichte, en Discursos a la Nación Alemana, habló del poder aglutinante de la guerra:
«Se llega a la unidad perfecta cuando cada miembro mira como suyo propio el destino de los demás. Cada cual sabrá que se debe enteramente al todo y que con él será feliz y sufrirá... Sólo reposan los que no se sienten bastante fuertes para luchar».
Oswaldo Spengler, en Años Decisivos:
«Muy pocos soportan una larga guerra sin que su alma se corrompa; nadie una larga paz... La lucha es el hecho primordial de la vida, es la vida misma, y ni siquiera el más lamentable pacifista consigue destruir, desterrar de su alma el placer que despierta. Por lo menos teóricamente quisieran combatir y aniquilar a los adversarios del pacifismo».
Y Spengler mismo añade, en Decadencia de Occidente:
«La guerra es la creadora de todas las cosas grandes. Todo lo importante y significativo en el torrente de la vida nació de la victoria y de la derrota... Los derechos del hombre, la libertad y la igualdad son literatura, pura abstracción y no hechos. El pensamiento puro, orientado hacia sí mismo, ha sido siempre enemigo de la vida, y por tanto, hostil a la historia, antiguerrero, sin raza. Antes muerto que esclavo, dice un viejo proverbio aldeano de Frisia. Lo contrario justamente es el lema de toda civilización postrera... La vida es dura, si ha de ser grande. Sólo admite elección entre victoria y derrota, no entre paz y guerra. Toda victoria hace víctimas. Sólo es literatura la que, lamentándose, acompaña los acontecimientos... La guerra es la política primordial de todo viviente, hasta el grado de que en el fondo lucha y vida son una misma cosa y el ser se extingue cuando se extingue la voluntad de la lucha.
»La raza es algo cósmico, una dirección, la sensación de unos signos concordantes, la marcha por la historia con igual curso y los mismos pasos. Y de una idéntica pulsación nace el amor real... Contemplad una bandada de pájaros volando en el éter; ved cómo asciende siempre en la misma forma, cómo torna, cómo planea y baja, cómo va a perderse en la lejanía; y sentiréis la exactitud vegetativa, el tono objetivo, el carácter colectivo de ese movimiento complejo, que no necesita el puente de la intelección para unir el yo con el tú... Así se forja la unidad profunda de un regimiento cuando se precipita como una tromba contra el fuego enemigo; así la muchedumbre ante un caso que la conmueve, se convierte de súbito en un solo cuerpo que bruscamente, ciegamente, misteriosamente, piensa y obra. Quedan anulados aquí los límites del microcosmos... Un sino se cierne sobre todas las cabezas».
Y así el pueblo alemán en armas, ante la imposibilidad de eludir la guerra en Occidente y ante su necesidad ideológica de hacer la guerra al Oriente bolchevique, cruzó el umbral de la paz y se internó en la siniestra grandeza de la guerra. Con sereno entusiasmo su juventud lo sacrificó todo y se precipitó desde las frías tierras de Noruega hasta los candentes desiertos de África, y desde las floridas campiñas de Francia hasta las polvosas estepas de Rusia.
LA DESIGUAL GUE- RRA EN EL MAREl choque entre Alemania y las potencias occidentales principió en el mar. Inglaterra y Francia, con Estados Unidos en la reserva, tenían las flotas más poderosas del mundo. La Gran Bretaña se enorgullecía de ser la Reina de los Mares. Alemania había sido privada de toda su marina de guerra en 1918 y se le impuso la condición de que no volvería a forjar una flota de primera línea. Hitler mismo no era partidario de hacerlo; desde 1923 había anunciado que Alemania no tenía por qué competir con Inglaterra en los mares ni en las colonias: sus miras estaban puestas en la URSS. Y en consonancia con esa política había firmado el 18 de junio de 1935 un Tratado con la Gran Bretaña comprometiéndose a que la flota alemana no llegaría a ser nunca mayor que el 35% de la flota inglesa. El convenio fue denunciado casi en vísperas de la guerra, pero ya entonces la desventaja armada en el mar era irreparable.
Al principiar el conflicto con Occidente, Alemania se hallaba prácticamente inerme ante las flotas combinadas de Inglaterra y Francia. La flota inglesa contaba con 272 barcos de primera línea y la francesa con 99, en tanto que la flota alemana se componía de 54 naves. En cuanto a submarinos, Inglaterra y Francia agrupaban un total de 135, contra 57 de los alemanes. Por eso estas dos potencias escogieron el mar como la primera línea de batalla y establecieron un bloqueo total contra Alemania para impedir que recibiera víveres y materias primas. Tenían la esperanza de vencerla por hambre.
Esa política no se hallaba ciertamente de acuerdo con los tratados internacionales de Ginebra respecto a la forma humanitaria de librar la guerra, pues en vez de orientarse la acción contra las fuerzas armadas se dirigía contra toda la población civil. Los estadistas occidentales evidenciaban así que su amor a los tratados, al derecho internacional, al humanitarismo, etc., no pasaba de ser el ropaje de idealismo con que se cubrían los inconfesables móviles de la guerra promovida por el movimiento político judío.
Alemania contestó el bloqueo total que sufría en el mar con un bloqueo parcial de las rutas marítimas inglesas, y para esto utilizó submarinos, bombarderos y minas. Sus inventores acababan de producir ingeniosos modelos de minas e inmediatamente comenzaron a ser usadas. Entre ellas, figuraba una mina magnética, de 545 kilos, capaz de partir en dos un barco de regular calado. Al contrario de las antiguas minas flotadoras de superficie —claramente visibles para el enemigo, sujetas al azar de las corrientes marinas y pendientes de la contingencia de que el barco enemigo las embistiera o no—, la nueva mina magnética alemana era atraída por el casco de las embarcaciones desde una distancia de diez metros. Además, podía ser anclada y fijada en lugares previamente elegidos, bajo la superficie del agua, o depositada en el fondo del mar, en sitios no muy profundos, o sea de 25 a 35 metros. El poder destructivo de esta arma se había decuplicado. Naturalmente la siembra de minas era una labor peligrosísima para los submarinos porque tenían que realizarla en las entradas de los puertos británicos, generalmente bien patrulladas.
Igualmente produjo Alemania una mina acústica, atraída por el ruido de los motores de los barcos. Y luego introdujo un «contador de barcos», que permitía a ciertas minas no estallar cuando se aproximaban las primeras embarcaciones, sino al acercarse la décima, decimoquinta o vigésima. Esto tenía por objeto burlar a las naves barreminas que iban a la vanguardia de los convoyes. Otro novedoso dispositivo hacía que la mina permaneciera «estéril» durante cierto tiempo y que adquiriera su poder explosivo en determinada fecha.
En el Almirantazgo inglés hubo profunda alarma ante la efectividad de esas minas y llegó a temerse la paralización del tráfico mercantil. Fue altamente venturoso para Inglaterra que los alemanes comenzaran a usar esas armas en muy pequeña escala, por no esperar a producirlas en gran cantidad. Esa precipitación hizo que los ingleses descubrieran y adoptaran ciertas defensas antes de que la siembra de minas magnéticas y acústicas se generalizara en las aguas de 26 puertos británicos. La impaciencia del mando alemán fue evidentemente un error táctico que restringió la capacidad destructiva de tales inventos. Inglaterra llegó a perder un total de 577 embarcaciones (296 mercantes y 281 de guerra) debido a la acción de más de cien mil minas, y es incuestionable que esa cantidad hubiera sido mucho mayor en caso de una súbita siembra de minas en grande escala.
Por otra parte, en el Almirantazgo británico había la creencia de que sus nuevas armas defensivas neutralizarían totalmente los ataques submarinos. El detector «Asdic» era sensible a ondas ultrasonoras que atravesaban el agua y delataban la proximidad del sumergible. Además, existía la circunstancia de que el submarino en inmersión sólo desarrollaba 13 kilómetros por hora y no podía permanecer mucho tiempo así, pues sus acumuladores eléctricos se descargaban y necesitaba salir a la superficie para volverlos a cargar con motores diesel que consumían oxígeno.
Pero muchas de estas debilidades del arma submarina habían sido contrarrestadas por el severo entrenamiento de las tripulaciones alemanas recién formadas por Doenitz. De noche navegaban en la superficie hasta aproximarse peligrosamente al enemigo y sólo recurrían a la inmersión profunda en casos de emergencia. El disparo de torpedos se hacía a no más de seiscientos metros de distancia.
El tipo más usual de sumergible alemán en 1939 era el VII, de quinientas toneladas de desplazamiento, con 14 torpedos y capaz de navegar 6,200 millas y sumergirse en 20 segundos. La nueva flota submarina alemana había comenzado a ser construida 4 años antes por el veterano submarinista Doenitz y apenas tenía 57 naves. Este dato lo confirma Churchill. Dice Doenitz que el resultado de la contienda hubiera sido muy diferente de haber tenido 300 submarinos al empezar la guerra. Pero Hitler no contaba con una guerra contra la Gran Bretaña y fue hasta 1939, después de que fallaron sus frecuentes intentos de una amistad germano-británica, cuando ordenó producir más y mejores sumergibles, pero ya entonces se había perdido mucho tiempo.
El vicealmirante Kurt Assmann refiere que todavía en la primavera de 1939 Hitler dijo al Alto Mando de la Marina que no cabía ni pensar en una guerra contra la Gran Bretaña. Igual cosa le dijo a Doenitz el 22 de julio cuando éste se quejaba de la escasez de submarinos.
Cuando las hostilidades estallaron en septiembre con la guerra que Hitler no quería, la exigua flota de sumergibles fue lanzada a la lucha. Del total de 57, sólo 27 eran capaces de largos recorridos y de operar en acciones contra Inglaterra. Ahora bien, como por cada submarino en acción de guerra en el Atlántico había dos en «punto muerto» (ya sea de regreso a su base, reabasteciéndose o en camino hacia el campo de combate), solamente 9 sumergibles se hallaban diariamente en acción de guerra.
Uno de los primeros triunfos de los submarinos alemanes ocurrió el 18 de septiembre de 1939, cuando el U-12 del capitán Schuhart maniobró durante dos horas para situarse favorablemente a través de la escolta enemiga y hundió al portaaviones «Courageous», de 22,000 toneladas, que era uno de los barcos capitanes de la Flota Británica. El U-12 fue perseguido durante seis horas y difícilmente logró escaparse a las cargas de profundidad descendiendo sesenta metros, no obstante que la resistencia teórica del submarino era para cincuenta metros.
Otro golpe más espectacular ocurrió el 14 de octubre del mismo año en la fortificada base británica de Scapa FIow, corazón mismo de la Reina de los Mares. Un submarino alemán logró burlar las defensas y hundir al acorazado Royal Oak.
Gunther Prien, de 31 años de edad, cauteloso y audaz comandante del submarino U-47, había sido escogido por el Almirante Doenitz para realizar esa incursión, en la que el capitán Emsmann había muerto en la primera guerra mundial. Prien zarpó de Kiel el 8 de octubre. Varios mercantes enemigos fueron pasados por alto y la tripulación supuso entonces que se iba en busca de un «pez gordo».
El 13 de octubre el submarino se hallaba a la vista de las montañas que rodean Scapa FIow. Prien se sumerge y posa la nave en el fondo del mar, a 30 metros de profundidad. Ordena a sus 38 tripulantes dormir o guardar absoluto reposo para economizar oxígeno y luego les anuncia: «Mañana entraremos en Scapa FIow». Un silencio de incertidumbre y esperanza sobrecoge a la tripulación. Al anochecer de ese día el submarino emerge de nuevo. Prien duda un instante: hay claridad en el cielo y la incursión resulta así más peligrosa, pero 24 horas de espera pueden debilitar la moral de sus hombres. Decide atacar.
La entrada menos arriesgada es la del canal de Kirk Sound. El U-47, de 500 toneladas, navega en la superficie y todos saben que estará perdido en caso de ser descubierto. Entre dos barcos hundidos que bloquean el paso hay un cable contra submarinos. El costado de babor del U-47 rechina al rozar el cable; el motor de babor desacelera y el de estribor acelera; la nave pasa lentamente. Son segundos de profunda expectación.
La luz de una bicicleta que camina cerca de la costa es visible para los tripulantes. El submarino se sumerge de nuevo y avanza hacia los muelles. Es la una de la madrugada.
Al principio sólo se distinguen dos barcostanque. Prien siente que todo su esfuerzo ha sido inútitl, pero segundos después distingue la silueta de dos acorazados. Son la presa más valiosa que submarino alguno se atreva a buscar.
El U-47 se sitúa en posición de tiro, Prien da la orden de «¡Fuego!» Salen disparados cuatro torpedos, pero sólo uno estalla. Una columna de agua se levanta entre el submarino y el acorazado. La escena es confusa y el éxito no parece logrado. En las entrañas del submarino la tripulación se mueve febrilmente cargando nuevos torpedos. Entretanto, en las defensas de la base naval las primeras explosiones han puesto a todos alerta. Churchill refiere que «los primeros disparos que fallaron, se atribuyeron a causas internas, pues todos se creían seguros en Scapa Flow contra ataques enemigos».
Transcurrieron veinte minutos —que para los tripulantes del U-47 eran una eternidad—. Prien volvió a dar la orden de «¡Fuego!» Lo que ocurrió entonces lo anotó él mismo en su libro de bitácora:
«De súbito —dice— ocurre algo que quienes lo vieron, jamás lo olvidarán. Frente a nosotros, una cortina de agua se eleva hacia el cielo. Parece que todo el mar se levanta de pronto. Suenan detonaciones en rápida sucesión como el cañoneo durante una batalla. Se confunden en un solo y ensordecedor estallido. Se elevan llamas azules, amarillas, rojas. Enormes piezas del mástil, del puente, de las chimeneas, vuelan por el aire. Debimos haber logrado un blanco directo en uno de los depósitos de municiones»
En dos minutos el coloso «Royal Oak», de 33,500 toneladas, cuya construcción había importado un equivalente de 562 millones de pesos, se hunde en su propia base con sus 786 tripulantes. Los reflectores hurgan el cielo y el mar; los caza-torpederos y los destructores zarpan en busca del enemigo. Un destructor con reflectores encendidos enfila directamente hacia el U-47, que se siente ya descubierto y hace esfuerzos desesperados por escapar, pero súbitamente el perseguidor vira y se aleja. Ahora toda la base se halla alerta. Prien decide intentar la salida por otro sitio; en vez de pasar entre los dos barcos hundidos del canal de Kirk Sound lo hace entre uno de los barcos y la costa. El submarino libra por centímetros. Ya en alta mar, después de la increíble aventura de dos horas, Prien transmite su parte: «Un acorazado hundido; un acorazado torpedeado».
La pequeña flota alemana ha infligido un golpe humillante a la Reina de los Mares y simbólicamente ha vengado a las prisioneras naves alemanas que en 1918 fueron hundidas en Scapa Flow por los ingleses. Churchill admite, con franqueza que lo honra: «El acto de Prien debe considerarse como una gran hazaña de armas»[7].
Entretanto, otro episodio de la desigual guerra en el mar comienza a desarrollarse en el Atlántico del Sur. El acorazado alemán de bolsillo «Graf Spee», de 10,000 toneladas, burla el bloqueo franco-británico y sale a cazar barcos enemigos. Después de hundir a varios que navegaban aisladamente se encuentra a una flotilla de tres. Son los cruceros británicos «Exeter» (de 8,390 toneladas), «Ajax» (6,985) y «Achilles» (7,030), que totalizan 22,405 toneladas. Durante una hora y veinte minutos se bate contra ellos.
[1] «Años de Lucha». — Rabino Stephen Wise. (Muestra del mimetismo de numerosos israelitas: Stephen, hijo de Aarón Weisz, cambió su apellido Weisz por el de Wise, al emigrar de Hungría a EE. UU. Así le dio apariencia norteamericana. Esto lo describe como «la adopción de una grafía más sencilla»).
[2] El historiador inglés R. Grenfell dice que las sucesivas negativas de Churchill para examinar las propuestas de paz de Alemania coincidieron «con una estridente propaganda de que los ingleses eran los amantes de la paz y los alemanes los excitadores de la guerra». Añade que tal cosa no era muy exacta, pues de 1815 a 1907, Inglaterra había emprendido 10 guerras, Rusia 7, Francia 5 y Alemania 3.
[3] «Oro Líquido». — Essad Bey.
[4] Hitler decía acerca de sus diplomáticos: «Entre ustedes el valor se mide por la altura de los tacones. Si uno de nuestros diplomáticos tuviera que alojarse en un hotel de tercera categoría o se viese en la precisión de coger un taxi ¡qué deshonor! Y sin embargo, a veces tiene interés conocer todos los ambientes... Nuestros propios diplomáticos ¿qué utilidad tuvieron para nosotros? ¿De qué nos enteraron?» Muchos coincidieron en que el Ministro de Relaciones Exteriores, von Ribbentrop, carecía de tacto y de amabilidad.
[5] «Vida de Napoleón». — Dimitri Merejkovsky.
[6] «Roosevelt y Hopkíns». — Robert E. Sherwood.
[7] 12 años antes el ex capitán alemán Alfred Wehring, disfrazado de relojero, se radicó cerca de Scapa Flow bajo el nombre de Albert Vertel. Al estallar la guerra comunicó al Almirante Doenitz que las entradas orientales de Scapa Flow carecían de redes antisubmarinas y sólo tenían pontones espaciados. Estos datos fueron decisivos para Prien.
Churchill refiere en sus Memorias que «el Exeter recibió un proyectil que lo dejó temporalmente fuera de control al volarle su torrecilla B. A las 7.25 de la mañana las dos torrecillas del Ajax también habían sido destruidas. Asimismo el Achules sufrió daños».
Por su parte el «Graf Spee» tenía 36 muertos a bordo, 60 heridos graves y averías que le impedían seguir navegando, máxime que era acosado desde tres diversas direcciones, y buscó refugio en Montevideo a fin de hacer reparaciones de urgencia. Para entonces ya los tres barcos ingleses habían pedido refuerzos y acudían a toda máquina el crucero «Cumberland», el acorazado «Renown», el acorazado «Ark Royal», el crucero «Neptune» y tres destructores. A continuación la fuerza «H» fue también movilizada y acudieron los cruceros «Shropshire», «Cornwall» y «Gloucester» y el portaaviones «Eagle».
Aunque tales naves todavía no llegaban a las cercanías de Montevideo, los ingleses se valieron de un ardid de propaganda para hacer creer que ya habían llegado. Por su parte, Uruguay apremiaba al «Graf Spee» a que zarpara. Fuera lo esperaban teóricamente más de diez barcos de guerra: 200,000 toneladas contra 10,000. Hitler ordenó al comandante Langsdorff que hundiera la nave. El «Graf Spee» zarpó, caminó un poco por el Río de la Plata, puso a salvo en lanchas a sus 965 tripulantes y se voló a sí mismo con bombas de tiempo. Los marinos se refugiaron en Buenos Aires, donde el capitán escribió el 19 de septiembre una carta explicando que las granadas no le bastaban para ningún combate formal. Y agregaba:
«He resuelto afrontar las consecuencias de mi decisión, pues un Capitán pundonoroso sabe que su destino está ligado indisolublemente al de su barco. Ya no podré tomar parte activa en la lucha actual de mi patria. Ahora sólo puedo probar por medio de mi muerte que los servicios de combate del Tercer Reich se encuentran siempre prestos a morir por el honor de la bandera. Asumo toda la responsabilidad de haber echado a pique el acorazado de bolsillo Almirante Graf Spee. Me complace pagar con mi propia vida cualquier desdoro en el honor de la bandera. Me enfrentaré con mi destino abrigando una fe firmísima en la causa y en el porvenir de la nación y de mi Fuehrer». Esa misma noche se dio un tiro.
Era la antigua y solemnemente siniestra tradición de la marina de que el capitán y su barco forman un mismo ser. Ninguno sobrevive al otro.
Entretanto, la pequeña flota submarina alemana seguía apegándose al reglamento de presas, según el cual deberían detener a los barcos enemigos de carga y hundirlos después de que sus tripulantes se hubieran puesto a salvo. Pero no obstante esto, la propaganda inglesa difundía que los mercantes eran hundidos sin previo aviso y que perecían mujeres y niños. (Al terminar la guerra, la Gran Bretaña reconoció todo lo contrario).
El 26 de septiembre (1939) Churchill ordenó que todos los mercantes fueran artillados y que sus tripulantes presentaran resistencia a los submarinos, de tal manera que éstos ya no pudieran seguir practicando la guerra limitada que se les había ordenado.
El 30 de octubre el submarino U-56, del capitán Zahn, se jugó peli-grosamente la existencia burlando la protección de diez destructores y lo-gró acercarse al acorazado británico «Nelson», en el que hizo blanco con tres torpedos, pero inexplicablemente ninguno estalló. (Posteriormente se supo que en ese acorazado viajaba Churchill). Toda la tripulación del sub-marino regresó a su base profundamente deprimida por el extraño fracaso.
Durante los meses de invierno los sumergibles se vieron sujetos a duras pruebas: el hielo tapaba los escapes de los motores o afectaba las cualidades de sumergibilidad. En sus 4 primeros meses de lucha hundieron barcos con un total de 505,000 toneladas. El U-49 del capitán von Gossler, se vio en una ocasión tan duramente perseguido por los destructores ingleses que descendió a 148 metros de profundidad. Fue un experimento que nadie había hecho hasta entonces porque se calculaba que a esa profundidad la enorme presión del agua, equivalente a la de 15 atmósferas, haría trizas al submarino.
Por su parte, la flota aglo-francesa fue estrechando el bloqueo. En marzo de 1940 otro submarino alemán penetró en un puerto inglés, el de Kirkwall, y hundió al barco «Corneta». El mercante «Altmark» burló el bloqueo y regresó a Kiel. La superioridad numérica anglo-francesa no lograba satisfactorios progresos ni siquiera en el mar y Churchill decidió arrojar por la borda todo principio de legalidad, aunque era precisamente la legalidad lo que decía defender. La noche del 30 de marzo (1940) Churchill anunció que Inglaterra no reconocía ya como neutrales «los actos que a pesar de que se apeguen al Derecho Internacional, puedan favorecer a Alemania».
Entretanto, en el invierno de 1939-1940 la URSS ha atacado a Finlandia. Pero Inglaterra y Francia no mueven ni un dedo para defender a los finlandeses. Si Alemania ataca a Polonia, es eso un acto salvaje que debe precipitar a Occidente en una guerra, pero si la URSS ataca también a Polonia y luego a Finlandia, el judaísmo logra que Occidente se lave silenciosamente las manos.
La flota inglesa y la flota francesa violan el Derecho Internacional e incursionan en las aguas de Noruega para impedir que lleguen materias primas a Alemania. El bloqueo anglo-francés ya no reconoce la neutralidad de ningún país débil. El 31 de marzo Londres anuncia que no se permitirá más el comercio entre México y Alemania, ni tampoco entre Noruega y Alemania. Un nuevo sesgo en la guerra está a punto de estremecer al mundo.
NORUEGA, PRIMERA LINEA DE LA LUCHA TERRESTREEl 16 de diciembre de 1939 Inglate-rra comenzó a preparar la invasión de Noruega. Es éste un hecho que ahora parece sorprendente, porque la propaganda hizo creer que Alemania se había lanzado cruel e innecesa-riamente contra ese país débil y neutral en un loco y suicida intento de do-minar al mundo. Pero la verdad fue otra. Churchill asienta en sus Memorias
«la parte final de un memorándum que presenté fechado el 16 de diciembre de 1939, decía: Es necesario considerar el efecto de nuestra acción contra Noruega... No habrá infracción técnica del Derecho Internacional mientras que lo que vaya a hacerse no se encuentre acompañado de alguna forma de inhumanidad... Las naciones pequeñas no deben atarnos las manos».
Y consecuentemente el 16 de febrero de 1940 Churchill ordenó que el barco alemán «Altmark» fuera abordado por fuerzas del «Cossack», a pesar de que navegaba en aguas neutrales noruegas.
El historiador británico capitán Liddell Hart dice que el asalto inglés al «Altmark» en aguas noruegas hizo pensar a Hitler que si Churchill estaba dispuesto a violar la neutralidad de Noruega para atacar al «Altmark», estaría más deseoso de hacer lo mismo a fin de cortar los abastecimientos de hierro que tan vitales eran para Alemania, pues para 1940 ascendían a once millones de toneladas.
El mismo Churchill confirma que el 3 de abril de 1940 el Gabinete in-glés autorizó que la flota minara las aguas noruegas a partir del 8 de abril. Simultáneamente estaba siendo preparado el Plan Stratford para la ocupa-ción anglofrancesa de los puertos noruegos de Stavenger, Bergen y Trond-heim. Así se flanquearía a Alemania y se haría más efectivo el bloqueo de hambre[1].
El Primer Ministro de Francia, Paul Reynaud, dice en sus «Revela-ciones» que cuando se planeaba la ocupación aliada de Noruega, el almi-rante francés Darían advirtió que se provocaría una reacción alemana.
«Churchill llegó a París el 5 de abril —añade Reynaud— y se aprobó la colocación de las minas, pero la maniobra fue aplazada para el 7 y esta demora permitió a Hitler tener conocimiento del asunto y preparar un golpe en contra».
Es un hecho indiscutible, aceptado por Reynaud y Churchill, que Inglaterra y Francia preparaban la invasión de Noruega para estrechar el bloqueo de hambre contra el Reich. La invasión alemana simplemente se anticipó a conjurar los planes anglofranceses.
Sin embargo, al iniciarse esa operación la noche del 9 de abril de 1940, el monopolio de la información internacional la aprovechó para dar la impresión de que Alemania devoraba cruelmente a un país débil y que las potencias aliadas se aprestaban a defenderlo. La historia cinematográfica del villano y del héroe se aplicó al caso de Noruega. Pero la verdad carecía de esos adornos heroicos; simplemente consistía en que las potencias occidentales trataban de estrechar el bloqueo contra Alemania, desde las bases noruegas, y Alemania se adelantaba a conjurar ese golpe. La víctima de esta lucha entre dos colosos era un país débil, pero ninguno de los dos bandos tenía interés específico en él, ni para atacarlo ni para defenderlo.
[1] El comandante Quisling, ex ministro de Guerra de Noruega, se enteró de los planes aliados de invasión y dio aviso a Hitler. Explicaba entonces que en sus años de residir en Rusia había conocido el bolchevismo, que Alemania era el único baluarte contra esta amenaza mundial y que por eso le prestaba tal servicio. La propaganda aliada ha hecho del apellido Quisling un sinónimo de infamia y traición
Semanas antes de que se iniciara la acción en Noruega, el almirante Guillermo Canaris (jefe del Servicio Secreto Alemán y encubierto cons-pirador) inició un discreto sabotaje moral contra la operación, mediante un-merosos y alarmantes informes sobre los riesgos de las contramedidas alia-das. Esto hizo titubear a varios jefes militares, quienes incluso pidieron a Hitler que la operación se pospusiera. El general Alfred Jodl escribió en-tonces en su Diario que la voluntad de actuar se estaba debilitando y que el 26 de marzo Hitler intervino decisivamente para alentarla. Pero la intriga siguió adelante y el mayor Hans Oster, uno de los principales colaborado-res de Canaris, pidió el 3 de abril al agregado militar holandés, Sas, que co-municara a los aliados el plan alemán de ataque. El investigador Abshagen dice que ese informe fue transmitido a funcionarios noruegos, pero que no lo creyeron. «Oster confiaba en que si no se alcanzaba a parar toda la em-presa... por lo menos se lograría, mediante una advertencia, apresurar el fracaso de la operación en una primera fase»[1]. El Almirante Canaris había dicho a sus cómplices que la frustración de la victoria «debe ser nuestro objetivo y propósito esencial». Y todo este grupo de conspiradores trabajó con tal sutileza que no dejaba huellas a la Gestapo.
Según el Vicealmirante Kurt Assmann[2], la invasión aliada de Noruega (iniciada 72 horas después que la alemana) se demoró debido a que a última hora el mando británico ordenó un aplazamiento a fin de averiguar hacia dónde se dirigía la flota alemana que había zarpado de sus bases en el Mar Báltico. Un incidente imprevisto jugó importante papel en esa demora: ocurrió que los barcos alemanes que deberían atracar en Trondheim llegaron a las cercanías con bastante anticipación y para hacer tiempo dieron media vuelta y enfilaron hacia el poniente, lo cual fue visto por un avión británico, cuyo reporte desorientó a los aliados. Cuando horas más tarde los ingleses tuvieron la certeza de que la operación se dirigía hacia Noruega, ya habían perdido la delantera.
Coordinadamente con la operación naval, una compañía de paracai-distas fue enviada por aire a capturar los aeropuertos de Oslo y Stavenger, a los cuales llegaron más tarde transportes bimotores de tropas. En esta misión se utilizaron 550 aviones. La ocupación previa de Dinamarca se realizó como punto de apoyo obligado para la campaña de Noruega.
«El golpe más atrevido —dice Churchill en sus Memorias— fue el que se dio en Narvik. Diez destructores llevaron 200 soldados cada uno, apoyados por el Scharnhorst y el Gneisenau —cruceros de batalla—; llegaron a Narvik el 9 de mayo muy temprano. La noche del 7 de abril la RAF denunció tales movimientos en el Skagerrak. En el Almirantazgo se creía imposible que aquella fuerza se dirigiera a Narvik».
Churchill juzgó impracticable esa audaz maniobra; tuvo tiempo para impedirla, pero el arrojo triunfó sobre la fuerza numérica. La pequeña floti-lla alemana se escurrió zigzagueando hasta los puertos noruegos sin hallar más obstáculos que el destructor inglés «Glowworm» que fue hundido. Días más tarde ocurrió otra batalla naval en la que fueron hundidos el portaaviones inglés «Glorious», dos destructores y dos naves pequeñas, cuando los nazis trataban de aligerar la presión naval sobre Narvik.
Aunque en aquel momento parecía que Alemania desplegaba grandes contingentes que por su peso numérico estaban imponiéndose en Noruega, y aunque la propaganda así se empeñaba en hacerlo creer, la verdad es que se trataba de una extraordinaria lucha en que el arrojo y la sorpresa se imponían sobre enemigos muy superiores en número.
El general Falkenhorts, comandante de las fuerzas alemanas, inicialmente sólo disponía de 8,850 hombres, que después fueron reforzados por 10,000 más. El teniente coronel James A. Bassett[3] confirma que en la operación de Noruega participaron «poco menos de 20,000 hombres», distribuidos en pequeños grupos a todo lo largo del accidentado territorio noruego, aún cubierto de nieve.
Setenta y dos horas después de iniciada la invasión alemana de Noruega los ingleses y los franceses descargaron su golpe, al que Hitler se había adelantado. El general Auchinleck dirigió la invasión aliada conforme al madurado Plan Stratford. Los objetivos inmediatos eran Narvik, en el norte, y los puertos de Namsos y Andalsnes, en la cintura de Noruega.
Los submarinos alemanes recibieron la misión de estorbar el desembarque de los aliados en Noruega. Varios de ellos lograron burlar los barcos de escolta y situarse apropiadamente para el tiro, pero luego comenzaron a ver con gran decepción que los torpedos pegaban en el blanco y no estallaban. El capitán Prien tuvo cerca de Narvik en posición de tiro a tres grandes transportes de tropas y a dos cruceros, pero la carga explosiva de los torpedos fallaba una y otra vez. En el mando de los submarinos se recibían más y más reportes en el mismo sentido. Nueve sumergibles vieron así invalidados sus penosos esfuerzos para acercarse al enemigo. Prien se quejaba amargamente diciendo que los habían mandado a combatir con fusiles de palo. Las fallas de los torpedos ascendían al 66%.
En un principio los técnicos pensaron que el torpedo magnético que estaba en uso —y que corría a bastante profundidad sin dejar estela delatora en la superficie— no estallaba porque el magnetismo disminuía cerca del Círculo Polar Ártico. Se ordenó entonces usar únicamente torpedos de percusión, pero también fallaban. Más tarde, cuando ya muchas oportunidades se habían perdido, una investigación descubrió que los torpedos eran entregados por la fábrica con un desajuste que ya hacía tiempo se había ordenado enmendar, pero que inconcebiblemente estaba volviendo a ocurrir, ¿Negligencia o sabotaje?
Los contingentes anglofranceses desembarcados en Namsos y Andalsnes formaban una tenaza que tenía por meta cerrarse en Trondheim y aniquilar a los 1,700 alemanes que horas antes la habían ocupado. Esto dio lugar a una de las dos batallas decisivas de la campaña de Noruega. La guarnición alemana de Trondheim se defendió desesperadamente, en tanto que otras fuerzas avanzaban desde el sur en su auxilio. Cerca del empalme ferroviario de Dombas se libró la batalla clave. Los anglo-franceses disponían en esa área de 14,000 hombres, contra 5,000 ó 6,000 alemanes. Iban ahí a enfrentarse por primera vez en esta guerra. El entonces Primer Ministro de Francia, Paul Reynaud, confirma tales cantidades en sus «Revelaciones», con las siguientes palabras:
«El 20 de abril los aliados tenían al norte de Namsos 8,000 soldados británicos y franceses y 4 batallones de noruegos, y en el sur (Andalsnes) 5,000 ingleses y noruegos. Los alemanes sólo tenían 5,000 ó 6,000 hombres en esa región y hallábanse casi rodeados».
Tropas británicas seleccionadas figuraban en esos contingentes cuya superioridad numérica sobre los alemanes era de más de dos a uno, y por momentos pareció que éstos serían arrojados de Noruega, El choque decisi-vo ocurrió al sur de Trondheim, cerca del empalme ferroviario de Dombas, donde los británicos fueron sorprendidos por la acometividad y rapidez de maniobra de las tropas alemanas y por la iniciativa de sus oficiales. Al cabo de una semana de lucha las fuerzas aliadas fueron destrozadas y sus restos se reembarcaron hacia Inglaterra. Churchill confiesa en sus Memorias:
«En esta campaña de Noruega, nuestras mejores tropas, o sean las de la Guardia Escocesa y las de la Guardia Irlandesa, se quedaron atónitas ante el vigor, el espíritu de empresa y el entrenamiento que tenían los jóvenes que militaban por Hitler».
En la otra de las dos batallas decisivas, la de Narvik, el resultado se tardó más, pero fue el mismo. La flota británica se recuperó de la sorpresa y se congregó frente al puerto. Cuatro destructores alemanes sucumbieron en desigual batalla tratando de impedir el desembarque de 20,000 soldados aliados. A continuación la lucha se desarrolló en tierra. La guarnición alemana y los náufragos de los cuatro destructores ascendían a 6,000 hombres. La superioridad aliada era de más de 3 a 1.
Churchill refiere: «En Narvik una fuerza alemana mixta e improvisada de escasos 6,000 hombres tuvo a raya durante seis semanas a unos 20,000 soldados aliados, y aunque se vio expulsada de la población, sobrevivió para ver marcharse a sus enemigos... Los alemanes cruzaron en siete días el camino de Narnsos a Mosjoen, que los ingleses y franceses habían declarado que era imposible. A pesar de que teníamos el dominio absoluto del mar, nos tomó la delantera el enemigo que avanzaba por tierra a través de distancias muy largas y en medio de todos los obstáculos».
Todavía sin ocultar su disgusto por el anticipado contragolpe alemán, Churchill añade:
«La rapidez con que Hitler llevó a cabo la conquista noruega fue una notable hazaña de guerra y política y un ejemplo imperecedero de la minuciosidad, de la maldad y de la brutalidad alemanas».
3,692 soldados alemanes dieron la vida en ese ejemplo de eficacia militar y 1,604 cayeron heridos. La marina perdió 3 cruceros, 10 destructo-res, 6 submarinos y 16 naves auxiliares. Allí se evidenció la fuerza incalcu-lable del espíritu de sacrificio sobre las fuerzas materiales de la superiori-dad numérica. La campaña duró un mes. Tuvo tan relevantes características de arrojo que constituye un ejemplo histórico de cómo un poderoso espíritu de lucha logra superar obstáculos que el cálculo frío juzgaría insalvables.
FRANCIA, EMPUJADA AL
SANGRIENTO ABISMO
El pueblo francés padecía graves problemas internos que lo incapacitaban para una contienda internacional. La disipación, el materialismo y el vicio habían debilitado profundamente sus fuerzas psicológicas y hasta sus recursos físicos, tanto así que en el segundo semestre de 1938 hubo 40,000 nacimientos menos que el total de defunciones. Pero los gobernantes servían intereses masónicos cada día más apremiantes y empujaban al pueblo a una guerra en la que el pueblo nada tenía que ganar.
Esos gobernantes, hechura de la masonería, eran a la vez políticamente presionados por la Alianza Israelita Universal (con sede en París), la cual tiene en Francia un poder decisivo, pues además de su brazo masónico influye en la Bolsa de Valores, en casi toda la prensa y en la mayoría de las organizaciones obreras. Judíos han sido los dirigentes y políticos León Blum, Maurice Thorez, Jacques Duelos, Jules Moch, Edgar Faure, Mendes-France, René Mayer, Maurice Schuman y otros muchos.
Un oscuro político llamado Paul Reynaud, que en México se había enriquecido como dueño de «Las Fábricas Universales», se fingió derechista para lograr cierto apoyo popular: con la ayuda secreta de la masonería escaló después el puesto de Primer Ministro de Francia y una vez seguro reveló sus tendencias izquierdistas. A continuación trató de agitar al pueblo francés para que asumiera la ofensiva contra Alemania.
Casi siete meses después de declarada la guerra, Reynaud hizo el 26 de marzo de 1940 una belicosa excitativa durante la cual afirmó: «Uno de los deberes más grandes de Francia es hacer la guerra». Al día siguiente presentó su Gabinete a la nación como un «Gobierno de guerra puramente y que tiene una sola meta: vencer al enemigo».
Sus arrestos bélicos tenían los siguientes fundamentos militares: Francia se hallaba poderosamente acorazada por su Línea Maginot y disponía ya de 110 divisiones; la Gran Bretaña le había enviado un Cuerpo Expedicionario de 12 divisiones y estaba por enviar algunas más. El flanco izquierdo de la Maginot lo resguardaban las fortificaciones belgas, las defensas acuáticas holandesas y 33 divisiones de Bélgica y Holanda. Inglaterra y Francia confiaban en esos dos países porque la Casa Real de Holanda tenía parentesco con la Casa Real Británica y porque el Rey Leopoldo de Bélgica ya había accedido incluso a que los ejércitos anglo-franceses atravesaran territorio belga para atacar a Alemania, según lo admite el propio Reynaud en sus «Revelaciones». En consecuencia, los aliados disponían de un total de 155 divisiones (2.325,000 combatientes).
En cambio, Alemania sólo había podido movilizar 130 divisiones (1.950,000 hombres) y la amenaza bolchevique le impedía utilizarlas todas en el frente occidental correspondiente a Francia. Por esta circunstancia Reynaud se sentía seguro: sus peritos militares calculaban que un ataque frontal alemán sobre la Línea Maginot sería imposible porque necesitaría sacrificar un millón de hombres para perforarla. Y si Alemania atacaba por
el flanco, automáticamente aumentaría el número de sus enemigos al enzarzarse también en una lucha con Holanda y Bélgica.
Fue éste, precisamente, el peligroso riesgo que Hitler se resolvió a correr, y es que no quedaba ninguna otra alternativa. Su esperanza era poder repetir la guerra relámpago que realizó en Polonia, aunque en este caso iba a enfrentarse con un enemigo tres veces más poderoso y con defensas incomparablemente mejores. Los franceses se daban cuenta de esta ventaja y el agregado militar en Varsovia informó a su Gobierno —según dice Reynaud— que en Polonia los alemanes habían gozado de un frente muy extenso, pero que en Francia la situación sería distinta. Encajonado en los angostos sectores de penetración posible, el ejército alemán podía ser aniquilado por las reservas estratégicas anglo-francesas.
Por dos distintos conductos Reynaud y Churchill conocieron los lineamientos generales del plan militar de Hitler. Aunque Mussolini era aliado de Alemania, el 26 de diciembre de 1939 ordenó a su Ministro Galeazzo Ciano que revelara dicho plan a los representantes diplomáticos aliados, cosa que Ciano hizo el 2 de enero, según lo anotó en su «Diario Secreto». Por otra parte, el mayor alemán Helmut Reimberger, comisionado para llevar a un cuartel el plan operativo de la ofensiva, desvió la ruta de su avión, aterrizó en Bélgica y los documentos le fueron «capturados». Parece que esta maniobra la preparó el Almirante Canaris, el cual era conspirador y hábilmente había logrado encumbrarse corno Jefe del Servicio Secreto Alemán.
Aunque ante el mundo no lo parecía, la situación interna del frente de Hitler era gravísima. Disponía de menor número de tropas que sus enemigos; se hallaba enfrascado en una guerra que no había querido contra el Occidente; persistía la mortal amenaza del Oriente; su plan estratégico lo conocían ya en París y en Londres, y por último, la mayoría de sus generales no lo apoyaba. Eran profesionales eficientes, pero carecían de la llama del ideal nacionalsocialista que había galvanizado la voluntad de las juventudes; además, su origen aristocrático los distanciaba de Hitler, a quien en el fondo seguían viendo como el simple cabo que fue en la primera guerra mundial.
Brauchitsch, el comandante en jefe del ejército, no creía posible una victoria en Francia. Otros muchos de sus compañeros compartían sus dudas. El general Blumentritt, que entonces fungía como jefe del Estado Mayo de Rundstedt, reveló posteriormente al historiador Liddell Hart: «Hitler era el único que creía posible una victoria decisiva». Entre los generales jóvenes sólo Manstein y Guderian consideraban realizable una campaña relámpago. El general Von Stüelpnagel formuló un estudio según el cual era necesario esperar 3 años para lanzar la ofensiva sobre Francia.
De izquierda a derecha: Hitler y los generales Von Reichenau, Jold, Rundstedt, Von Brauchitsch (jefe del ejército) y Halder (jefe del Estado Mayor General). Estos dos últimos juzgaban imposible la campaña en Francia y estuvieron a punto de derrocar a Hitler.A
[1] «El Almirante Canaris». — Karl H. Abshagen.
[2] «La invasión de Noruega». — Por Kurt Assmann.
[3] La Invasión de Noruega. Tte. Cor. James A. Bassett, Instructor de la Escuela de Comando y Estado Mayor de Leavenworth, EE. UU.
(De izquierda a derecha: Hitler y los generales Von Reichenau, Jold, Rundstedt, Von Brauchitsch (jefe del ejército) y Halder (jefe del Estado Mayor General). Estos dos últimos juzgaban imposible la campaña en Francia y estuvieron a punto de derrocar a Hitler.)
Aunque desorganizada, la oposición de los generales creaba una atmósfera de escepticismo e inseguridad en los altos escalones del ejército. El general Ritter von Leeb, comandante de un grupo de ejércitos, instaba el 31 de octubre (1939) al general Brauchitsch a que hiciera prevalecer su opinión contra los planes de Hitler. Schacht, exministro de finanzas, se valía del general Von Thomas y del Almirante Canaris para influir negativamente sobre el general Halder, jefe del Estado Mayor General. Durante algunos días Halder pensó en hacer un llamamiento al ejército para derrocar a Hitler, y su compañero el general Von Stüelpnagel hizo algunos sondeos y luego le dijo que el llamado no daría resultado porque la tropa y los jefes jóvenes apoyaban al Fuehrer[1]. Por su parte, el coronel general von Hammerstein-Equord simpatizaba con el comunismo y llegó a trazar un plan para capturar a Hitler[2]. (2)
Por esos mismos días (fines de 1939) el Almirante Canaris y sus principales colaboradores en el Servicio Secreto Alemán, tales como Oster, Dohnanyi y Gisevius, tejían discretos hilos de enlace entre los oposicionistas y enemigos de Hitler, particularmente entre los generales Beck, Halder y Witzleben; el ex ministro Schacht; los diplomáticos Weizsacker y von Papen; el conde de Helldorf, jefe de la policía berlinesa, y el general Nebe, de las SS (tropas selectas). Al mismo tiempo Canaris protegía a diversos jefes del movimiento israelita para que no fueran aislados por la Gestapo, y sólo en apariencia secundaba las órdenes de Hitler «simulando el despliegue de una gran actividad, pero en el fondo no se hacía nada para cumplirlas».
«Cada plan del Estado Mayor —dice el historiador antinazi Goerlitz—, era acompañado por otro plan contrario, del mismo Estado Mayor, destinado a oponerse a las consecuencias del primero y sabotear la conducción de guerra de Hitler».
El general Alfred Jodl, jefe del Estado Mayor del Alto Mando y uno de los pocos leales íntegramente a Hitler, escribía en su Diario que «era muy triste» que todo el pueblo apoyara al Fuehrer, menos los generales destacados que seguían «considerándolo un cabo y no el mayor estadista habido en Alemania desde la época de Bismarck».
El Primer Ministro inglés, Sir Neville Chamberlain, recibía amplia información confidencial sobre la oposición de los generales contra Hitler. Según Goerlitz, en Inglaterra se juzgaba ya inminente un golpe de Estado en Alemania. Churchill confirma parte de esto en sus memorias.
El 23 de noviembre (de 1939) Hitler tuvo una acalorada conferencia con los generales y ante la oposición de ellos para atacar a través de Holanda y Bélgica, les echó en cara su «falta de coraje». ¿Cómo iba a ganarse una guerra sin atacar?
Y ¿cómo iba a ganarse si el enemigo llegaba a convertir el reducido territorio alemán en campo de batalla? Según los fríos cálculos numéricos y sin tomar en cuenta las fuerzas psicológicas, la ofensiva en Francia auguraba limitadas probabilidades de triunfo, pero aún había menos esperanzas en el hecho de cruzarse de brazos. Ya muchas veces había ofrecido una paz negociada y Occidente la rechazaba. Ese día Hitler habló también del peligro que representaba la URSS. «Las guerras —dijo—- siempre han terminado con la destrucción del enemigo. Todo aquel que crea lo contrarío, es un irresponsable... El tiempo trabaja en favor de nuestros adversarios». Y enfatizando más su decisión de combatir, Hitler agregó: «Me mantendré o caeré en la lucha. Nunca sobreviviré a la derrota de mi pueblo...»
El general Westphal refiere que después de esa junta Hitler exclamó: «¿Qué clase de generales son estos a los que hay que empujar a la guerra, en lugar de ser ellos los que lleven la iniciativa?»[3]
Liddell Hart ha logrado establecer que a raíz de esa conferencia entre Hitler y sus generales, el general von Brauchitsch, comandante del ejército, y el general Franz Halder, jefe del Estado Mayor General, «hablaron de la necesidad de ordenar a las tropas de Occidente que marcharan sobre Berlín para derrocar a Hitler», pero el general Fromm, comandante de las fuerzas domésticas, hizo notar que las tropas tenían fe en el Fuehrer y que probablemente el golpe fracasaría.
Este titubeo del general Fromm fue uno de esos insignificantes acontecimientos que producen gigantescos efectos porque bastó para congelar la académica conspiración de los generales Brauchitsch y Halder. Los esfuerzos de Canaris y Schacht para alentar a los conspiradores fallaron una vez más. Un año antes Schacht había incluso saboteado económicamente el crecimiento del ejército y luego había pedido a banqueros israelitas británicos que Inglaterra aumentara su presión contra Alemania, a fin de acosar a Hitler desde fuera y desde dentro. En esos días Alemania se salvó milagrosamente de un desplome interior, la situación del Fuehrer volvió a consolidarse y se acataron sus órdenes para lanzar la ofensiva en el oeste.
Hitler había intentado lanzar su ofensiva el 9 de octubre de 1939, pero el mal tiempo lo impidió. Pensaba entonces que el grupo de ejércitos de von Bock llevara el centro de gravedad del ataque y que buscara el envolvimiento de los aliados avanzando por la costa. El grupo de ejércitos de von Rundstedt, más al sur, realizaría la cobertura de tal operación. Pero después decidió modificar este plan porque ya era del conocimiento de los anglofranceses.
«Soldados del Frente Occidental: ¡Su hora ha llegado!...» Cien divisiones alemanas (millón y medio de combatientes) se lanzaron contra los ejércitos aliados de Francia, Inglaterra, Holanda y Bélgica, con un total de 155 divisiones (2.325,000 soldados).
[1] «El Estado Mayor Alemán visto por Halder». — Peter Bor.
[2] «El Estado Mayor Alemán». — Walter Goerlitz, antinazi. Y «Ejército en Cadenas», por Siegfried Westphal, antinazi.
[3] Respecto de la aristocracia, de la que ciertos generales eran escrupulosos representativos, Hitler decía que no debía convertirse en una «sociedad cerrada». «¿Qué papel puede jugar un país dirigido por esa clase de gentes que lo pesa y lo analiza todo? No es posible forjar historia con gentes así. Me hacen falta seres rudos, valientes, dispuestos a ir hasta el fin de sus ideas, pase lo que pase. La tenacidad es simplemente cuestión de carácter. Cuando a esta cualidad se añade la superioridad intelectual el fruto es maravilloso».
(«Soldados del Frente Occidental: ¡Su hora ha llegado!...» Cien divisiones alemanas (millón y medio de combatientes) se lanzaron contra los ejércitos aliados de Francia, Inglaterra, Holanda y Bélgica, con un total de 155 divisiones (2.325,000 soldados).)
En ese cambio aceptó las sugestiones del general von Manstein, del Estado Mayor de von Rundstedt, para que el grupo de ejércitos de este último se encargara del envolvimiento penetrando con una masa de tanques por las Ardenas, hacia Sedán. El grupo de ejércitos de von Bock trataría de engañar al enemigo haciéndole creer que era el encargado de envolverlo.
Para hablar de este plan, von Manstein se entrevistó con Hitler y dice sobre el particular:
«Tampoco es imposible que se le ocurriera espontáneamente a Hitler la misma idea, puesto que a veces nos desconcertaba con su certero instinto de las posibilidades tácticas... Eché de ver al momento la extraordinaria presteza con que se compenetraba en los puntos de vista que el grupo de ejércitos trataba de imponer desde hacía meses, así como que en todo se mostraba de acuerdo con nosotros».
Adoptado el nuevo plan de ataque, la madrugada del 10 de mayo de 1940, cien divisiones alemanas escucharon la proclama de Hitler, en la que todavía se traslucía que su intención no había sido la de combatir contra Occidente:
«El pueblo alemán no fomenta ningún odio ni ninguna enemistad para con los pueblos británico o francés. El pueblo alemán, sin embargo, está hoy en día frente al problema de si desea vivir o sucumbir.... ¡Soldados del frente occidental: su hora ha llegado!... Cumplan ahora con su deber. El pueblo alemán siempre está con ustedes con sus mejores deseos».
Minutos después la batalla más grande de la historia iluminaba el firmamento y los bosques de las Ardenas.
«Entre la oscuridad —dice Churchill— salían de pronto innumerables grupos de ardorosas tropas de asalto... Mucho antes de que apuntara el día, 240 kilómetros del frente se hallaban en llamas».
El golpe principal se había descargado en los bosques de las Ardenas, precisamente donde los Estados Mayores inglés y francés juzgaban impracticable la operación, como también lo creían en gran parte el jefe del ejército alemán, general Brauchitsch, y el jefe del Estado Mayor General, Franz Halder.
El sistema fortificado de Eben Emael, en Bélgica, era la primera gran muralla. Su fuego no dejaba ángulos muertos a su alrededor y según todos los cálculos el avance procedente de la frontera alemana era imposible. Pero el teniente Witzig, con 78 ingenieros paracaidistas, descendió a las cuatro de la mañana en el corazón mismo de las fortificaciones. Algunos planeadores bajaron silenciosamente en los prados y un pelotón aterrizó en el exterior para llamar la atención. Mientras tanto, los hombres de Witzig se acercaban a las aspilleras de las casamatas y atacaban a los artilleros con lanzallamas, bombas de mano y paquetes de trilita. Los grandes cañones estaban siendo vencidos como monstruos prehistóricos por osadas hormigas. El coronel Ricardo Munaiz («Operaciones Aerotransportadas») califica este ataque de «espectacular e increíble».
«En cuestión de minutos —dice H. R. Kurz en “La Captura del Fuerte Eben Emael”— las dotaciones de las armas antiaéreas habían sido vencidas y eliminadas. Los Stukas bombardeaban entre tanto, la zona circundante de la fortificación con bombas de 500 kilos. Inmediatamente después los alemanes reforzaron las tropas de asalto con paracaidistas que descendieron sobre la fortaleza. Con ese contingente los atacantes ascendían aproximadamente a 300 hombres para el amanecer (la guarnición belga constaba de 1,185 defensores). Para el 11 de mayo prácticamente todas las armas de defensa exterior estaban fuera de combate... Los alemanes habían construido en Hildesheim un modelo exacto de Eben Emael para ensayar el ataque. En su asalto verdadero hasta pasaron por alto las cúpulas simuladas».
Después de treinta y dos horas y media de lucha, Eben Emael cayó a las 12.30 del 11 de mayo. A la vez otra operación de paracaidistas y tropas aerotransportadas se realizaba para capturar posiciones en el Canal Alberto y facilitar el paso de las tropas. Suprimidos los peores obstáculos fronterizos para el despliegue de las fuerzas alemanas, divisiones blindadas y de infantería comenzaron a precipitarse hacia las masas estratégicas del enemigo.
El grupo de ejércitos de von Bock, con los ejércitos 18o., 6o. y 4o. integrados por 28 divisiones (420,000 hombres), se clavó profundamente en el norte de Bélgica. Hacia el sur, el grupo de ejércitos de von Rundstedt, con los ejércitos 12o., 16o., 9o. y 2o. integrado por 44 divisiones (660,000 hombres), formaba el otro extremo de las tenazas que premiosamente trataban de cercar al enemigo.
En el extremo norte del frente, o sea en Holanda, siete divisiones se empeñaban en otra operación de audacia. Cuatro mil paracaidistas descendieron cerca de la capital holandesa, seguidos de una división aerotransportada de 12,000 hombres y simultáneamente una solitaria división blindada se lanzó en su apoyo y penetró 144 kilómetros por un sector poco defendido.
«Las fuerzas alemanas se enfrentaban a una abrumadora superioridad numérica —dice Liddell Hart en su libro “La Defensa de Europa“—, pero la estocada tan profundamente asestada al corazón de Holanda ocultó la debilidad de los invasores y creó una confusión paralizante... Este golpe triple (el de Eben Emael, el del Canal Alberto y el de Holanda) fue una idea personal de Hitler y su realización había sido puesta en duda por la mayoría de sus generales».
En efecto, el general Student, comandante de los 4,500 paracaidistas de que disponía Alemania, dice que la idea de tales operaciones fue de Hitler y que él solo se encargó de trazar el plan en detalle, contra la opinión de los generales von Reichenau y von Paulus, que juzgaban irrealizable la maniobra. Ciertamente la primera oleada de paracaidistas y transportes aéreos sufrió muy grandes bajas. Hubo unidades que perdieron el 42% de sus oficiales y el 28% de sus tropas, pero en conjunto la audaz operación forzó la capitulación de Holanda a los cinco días de lucha.
Entre tanto en el extremo sur del frente, el general Ritter von Leeb desplegaba 17 divisiones del Mosela a Suiza y trataba de acosar y fijar en sus posiciones a los contingentes franceses de las principales fortificaciones de la Línea Maginot.
Pero propiamente dicho, la batalla se libraba en la parte central del frente, en la tenaza de von Rundstedt. Era ahí donde al mando del general von Kleist se habían concentrado las diez divisiones blindadas del ejército alemán. Dice Blumentritt que estas 10 divisiones se hallaban densamente agrupadas, pero que en despliegue podían formar una columna de 1,100 kilómetros (de México a Torreón). Fue una hazaña del Estado Mayor situar y coordinar para el ataque a la enorme masa de 660,000 combatientes del grupo de ejércitos de von Rundstedt, en la estrecha frontera con Bélgica y Luxemburgo.
destruidos en sus aeródromos, con lo cual la Luftwaffe conquistó el dominio del aire. Esto le costó a la aviación alemana mil aparatos, según el coronel Paquier, del ejército francés («Conceptos Alemanes Sobre la Superioridad Aérea»).
Entretanto, las 23 divisiones del ejército belga recibieron el primer impacto. Inmediatamente acudieron en su auxilio los ejércitos franceses lo., 7o. y 9o. y el Ejército Expedicionario Inglés.
«Cuando llegó la noticia de que sobre toda la extensión del frente el enemigo avanzaba —dijo después Hitler— me hubiera puesto a llorar de alegría: ¡habían caído en la trampa! Estaba bien calculado lanzar el ataque sobre Lieja. Había que hacerles creer que seguíamos fieles al viejo Plan Schlieffen».
En efecto, al precipitarse tres ejércitos franceses y el ejército inglés hacia el Norte, en dirección a la tenaza de von Bock, hacían posible que la tenaza de von Rundstedt penetrara hacia el Sur y los envolviera por el flanco y la retaguardia.
Contrariamente a lo que el público sabía en aquellos días, los tanques franceses eran superiores en número. Sin embargo, dice el general von Bechtolsheim, combatían en forma estática y desperdiciaban así su ventaja inicial. La infantería alemana y sus secciones especializadas de lucha antitanque se encargaron de neutralizar buena parte del blindaje francés, en tanto que los tanques alemanes se infiltraban penetrando arriesgadamente en territorio enemigo. Por su parte, el arma antitanque francesa operó desde larga distancia y fracasó; le faltaban la suficiente disciplina y espíritu de sacrificio para aguardar serenamente a que los tanques alemanes se aproximaran.
A los siete días de combate, en vísperas ya de cristalizar un gran triunfo, estuvo a punto de ocurrir un grave trastorno en la ofensiva alemana. El general von Kleist se presentó en la vanguardia de los tanques y sin saludar siquiera al general Guderian le echó una dura reprimenda por su impetuoso avance y le ordenó detenerse para esperar a que llegara la infantería. Von Kleist trataba así de imponer las ideas del general Halder, jefe del Estado Mayor General, quien incluso era partidario de dispersar las fuerzas acorazadas entre las divisiones de infantería.
Guderian alegó que eso era derrochar la movilidad de las divisiones blindadas, protestó ante von Rundstedt y pidió ser relevado si no se continuaba el plan que ya estaba en práctica y que Hitler mismo había aprobado. Von Rundstedt lo apoyó y el avance pudo continuar. Tres días después el batallón Spitta, de la 2a. división blindada, alcanzó la costa francesa de Noyelles, después de avances diarios hasta de 45 kilómetros. El envolvimiento de todas las fuerzas belgas, francesas y británicas que operaban en Bélgica se había consumado...
El general francés Touchon refirió así lo ocurrido en los primeros días de lucha:
«La súbita revelación surgió como una horrible sorpresa. Los hom-bres quedaron atontados, bombardeados por Stukas cuyas bombas zumbantes eran más aterradoras que destructivas. Nuestros artilleros quedaron atontados cuando vieron los tanques alemanes avanzar sobre los cañones que aún estaban disparando a un objetivo calculado a varios kilómetros de distancia. Los oficiales quedaron atontados cuando las Panzer súbitamente aparecieron en sus puestos de mando como primera indicación de que el frente había sido perforado».
Los audaces golpes iniciales estaban así abriendo las puertas de la «blitzkrieg» al ejército alemán y las del desastre a los ejércitos francés, belga y británico. Nuevamente las imponderables fuerzas del espíritu alteraban los previsibles y lógicos resultados que auguraban las cifras de los cálculos. Nuevamente Moltke tenía razón: «En la guerra todo es incierto; cierto es sólo la voluntad y el espíritu que el estratego lleva en su propio pecho».
A los cinco días de lucha —dice Churchill en sus Memorias— Rey-naud le habló por teléfono. Sus arrestos bélicos se habían esfumado: «He-mos sido derrotados; hemos sido derrotados —le dijo—; hemos perdi-do la batalla. El frente está roto cerca de Sedán y por allí se precipitan grandes masas con tanques y carros blindados...» Reynaud pedía más ayuda a Churchill y éste a Roosevelt, como el principal alentador moral y proveedor material que era de la guerra anglo-francesa contra Alemania.
Entretanto, la tenaza de von Rundstedt, con Guderian en la vanguardia, atravesaba todo el norte de Francia envolviendo a los ejércitos belga, francés y británico. La síntesis que Clausewitz había hecho de la táctica de Napoleón estaba dando sus más brillantes resultados: «marchar y combatir, combatir y marchar». Un gigantesco Cannas se iba forjando implacablemente. En la clásica batalla de Cannas (216 antes de nuestra era) Aníbal envolvió con 50,000 cartagineses a 72,000 romanos y los aniquiló. En la nueva y gigantesca lucha de envolvimiento, conocida como la batalla de Flandes, 945,000 ingleses, franceses y belgas estaban siendo cercados.
El general Jodl anotó en su Diario que el 20 de mayo, al llegar la noticia de que las tropas anglo-francesas habían sido envueltas en Flandes, Hitler dijo fuera de sí de alegría, que pronto podría hacer las paces con los ingleses. Creía que después de aquel descalabro aceptarían la amistad que hacía tiempo les brindaba.
El 22 de mayo la tenaza de von Rundstedt llegó hasta el puerto de Boulogne, y el 23 a Calais. Las divisiones blindadas de Guderian estaban a punto de cerrar la trampa de Flandes. A las tropas aliadas no les quedaba más escapatoria que el mar, por el puerto de Dunkerque, y fue allí donde ocurrió uno de los más espectaculares hechos de la guerra. Churchill proclamó como un triunfo que el ejército inglés, aunque perdiendo el equipo, hubiera salvado la vida. Lo que no se supo entonces fue que Hitler había hecho posible esa salvación en un nuevo intento para llegar a un acuerdo con Inglaterra.
El historiador militar británico Liddell Hart dice que el 23 de mayo las divisiones blindadas alemanas llegaron hasta el Canal Aa, en Gravelines, a 16 kilómetros de Dunkerque; el Cuerpo del general Reinhardt avanzó hasta el Canal Aire St. Omer-Gravelines, donde sólo había un batallón de los aliados. Las blindadas establecieron cabezas de puente sobre el Canal, el día 23, después de lo cual no quedaba obstáculo ninguno. Pero cuando la trampa iba a cerrarse en Dunkerque mediante un factible golpe de las panzer, llegó la orden terminante de «hacer alto». «Esta orden expedida por el Alto Mando enemigo —dice Hart— preservó al ejército británico cuando no había nada que lo salvara».
Von Kleist, el comandante de las fuerzas panzer, refiere que al recibir la orden le pareció que no tenía sentido. Guderian, comandante de un Cuerpo de Ejército Blindado, agrega que protestó contra la «maldita orden», pero que ésta fue repetida. Asimismo especifica que la orden fue recibida por él a las seis de la mañana del 21 de mayo y «quedarnos sin habla», pero no hubo más remedio que acatarla. «¡Lo hice con gran dolor de mi corazón!», refiere en sus memorias. Después de la 10a. división blindada llegó la 2a., el «Leibstandarte Adolfo Hitler», y luego otra más, todas las cuales fueron quedando ociosas y estacionadas, casi frente a Dunkerque. El general von Brauchitsch, comandante del ejército, le explicó a Guderian que la orden era de Hitler. Liddell Hart dice que el general von Thomas, que acompañaba a Guderian, divisó Dunkerque y varias veces pidió al Alto Mando permiso para avanzar, pero se lo negaron.
«Los comandantes alemanes —añade Hart— tuvieron que sentarse y ver cómo los británicos se les escapaban delante de sus narices... El general Siewert, ayudante de Brauchitsch, asegura que Hitler personalmente ordenó el alto, pese a la oposición de Brauchitsch y Halder».
Churchill atribuye a von Rundstedt la orden de ese extraño freno a las divisiones blindadas que podían impedir la escapatoria de los ingleses por Dunkerque, pero Liddell Hart dice que no hay evidencias históricas de tal afirmación. Por el contrario, el mismo von Rundstedt declaró que él deseaba proseguir el ataque, pero que Hitler dio órdenes específicas de cesar todo avance (orden que von Rundstedt simplemente transmitió) y sólo permitió que se utilizara la artillería como fuego de hostigamiento. Hart agrega que tampoco hay evidencia de que la defensa transitoria de Calais hubiera salvado a Dunkerque —como insinúa Churchill—, pues la división blindada alemana que atacó a Calais era sólo una de las siete que había en el área y que no tenían nada que hacer.
El general Blumentritt, jefe del Estado Mayor de Rundstedt, le refirió a Liddell Hart que
«La orden de Hitler tenía origen político... Al visitar el cuartel general de Rundstedt en Charleville, Hitler se encontraba de muy buen humor... Opinó que la guerra se terminaría en seis semanas. Después de haber deseado llegar a una paz razonable con Francia, el camino estaría libre para llegar a un acuerdo con la Gran Bretaña. Luego nos sorprendió —sigue diciendo el general Blumentritt—, al expresarse con admiración del Imperio Británico, de la necesidad de su existencia y de la civilización que la Gran Bretaña había introducido al mundo... Comparó el Imperio Británico con la Iglesia Católica diciendo que ambos eran elementos esenciales para la estabilidad del mundo. Dijo que todo lo que quería de Inglaterra era que reconociera la posición de Alemania en el Continente... y que hasta apoyaría a la Gran Bretaña si ésta se viera envuelta en dificultades... Concluyó que sus miras eran las de hacer la paz con Gran Bretaña sobre una base que ella considerara aceptable y compatible con su honor».
Blumentritt dedujo que Hitler no quería enardecer más al pueblo británico. Dejando escapar a las tropas expedicionarias actuaba conforme a su viejo anhelo de lograr que Alemania y la Gran Bretaña llegaran a ser amigas. «Su indiferencia hacia la posibilidad de invadir Inglaterra —añade el mismo general alemán— comprobaba lo anterior» .
Hitler fue partidario de audaces planes militares y esto le causó frecuentemente dificultades con su Estado Mayor General. Al ordenar el «alto» frente a Dunkerque parecía que de súbito se había vuelto torpemente cauteloso. La explicación de ese aparente absurdo es que no procedía entonces por razones militares, sino políticas, y una vez más creyó que evitando el enardecimiento de los ánimos en Inglaterra sería posible que se aceptara un nuevo ofrecimiento de paz que ya tenía en mente.
Entre tanto, Churchill había ido a París el 22 de mayo a gestionar que la lucha prosiguiera, pese a la evacuación inglesa de Dunkerque, y para asegurar la escapatoria de su derrotado ejército utilizó a las tropas belgas y francesas en las líneas de retaguardia. Reynaud advirtió esa maniobra impropia de un aliado y se lo reconvino a Churchill el 24 de mayo, echándole en cara que por una parte había prometido desarrollar una acción conjunta y por la otra estaba retirando a las tropas inglesas hacia Dunkerque, en vez de participar en un contraataque de los franceses para romper el cerco alemán.
Pero Churchill se mantuvo inflexible y la retirada de las maltrechas fuerzas británicas siguió adelante. El ejército belga, al igual que el francés, se vio también abandonado por los ingleses. Había hecho un esfuerzo tan grande que los soldados belgas se dormían sobre sus cañones en medio de la batalla, y el rey Leopoldo consideró injusto seguir llevando casi todo el peso de la lucha y el 26 de mayo comunicó a sus aliados que el límite de la resistencia belga estaba llegando a su fin. Sin embargo, no recibió ninguna ayuda. Al siguiente día advirtió a los anglo-franceses:
«El ejército belga ha cumplido su misión. Sus unidades son incapaces de volver mañana al combate. La retirada hacia Yser no puede ser porque contribuiría a congestionar el espacio que ocupan las fuerzas aliadas, ya mortalmente cercadas entre Yser, Calais y Cassell».
El día 28 el rey Leopoldo capituló junto con sus tropas. Entonces Reynaud y Churchill cometieron la ingratitud de acusarlo de traición, y el monopolio de la propaganda internacional hizo un coro gigantesco a esa calumnia.
En la evacuación de Dunkerque se emplearon 850 barcos, de los cuales 700 eran ingleses. Churchill admitió que 230 fueron hundidos y 43 averiados.
«En Dunkerque —dice en sus Memorias— se perdió todo el equipo del ejército inglés: 7,000 toneladas de municiones, 90,000 rifles, 120,000 vehículos, 8,000 cañones y 400 armas antitanque».
Prácticamente sólo la aviación alemana intervino en operaciones de acoso sobre las playas e impidió que las tropas británicas se llevaran su equipo bélico. Es tan evidente que Hitler no quiso violentar más al pueblo británico aniquilándole o capturándole a sus tropas expedicionarias, que el general inglés Desmond Young aporta el siguiente testimonio en su libro «Rommel».
«Speidel era jefe de la sección primera del 9o. Cuerpo en Dunkerque y confirma que fue la orden de Hitler la que evitó que von Bock usara los dos cuerpos blindados de Guderian y de von Kleist contra los ingleses que se embarcaban. Si hubieran sido usados, ni un solo soldado inglés hubiera podido salir de las costas de Francia».
Otro valioso testimonio al respecto es el del Teniente Coronel francés De Cossé Brissac, quien afirma:
«Hitler, especialmente, cometió el grave error de detener súbitamente la acción de las fuerzas blindadas alemanas contra la cabeza de puente aliada, que se hallaba debilitada en extremo» .
Por último, el capitán inglés Liddell Hart concluye:
«La escapada del ejército británico en Francia ha sido frecuentemente llamada el milagro de Dunkerque... Aquellos que lograron escapar, muy a menudo se preguntan cómo es que pudieron arreglárselas para haberlo conseguido. La respuesta es que la intervención de Hitler fue lo que los salvó cuando no había nada que fuera posible que los salvara. Una orden repentina detuvo a las fuerzas blindadas exactamente cuando éstas se encontraban a la vista de Dunkerque».
La salida de 338,226 soldados británicos terminó el 4 de junio (1940). Ese día un recuento parcial alemán hacía ascender los prisioneros franceses y belgas a 330,000 y el Alto Mando anunció: «La gran batalla de Flandes y del Artoís ha terminado. Será inscrita en la historia de la guerra como la más grande batalla de aniquilamiento hasta la fecha».
Y mientras esa batalla tocaba a su fin, Francia echaba mano de todas sus reservas para improvisar un nuevo frente a lo largo del río Somme. Reynaud pidió ayuda a su aliado Churchill y éste repuso que cinco escuadrillas de caza (135 aviones) «volando continuamente, era todo lo que podía hacer». La situación se había agravado para Francia con la pérdida de 370,000 de sus soldados, muertos o capturados en la batalla de Flandes, y con la retirada hacia Inglaterra de las doce divisiones británicas (180,000 hombres), y todos sus servicios hasta totalizar 338,000.
La segunda gran batalla, la del Río Somme, se inició la madrugada del 5 de junio con la siguiente proclama de Hitler a sus tropas:
«¡Soldados!, muchos de ustedes han sellado su lealtad con la vida. Otros han resultado heridos. Los corazones del pueblo, con profunda gratitud, están con ellos y con ustedes. Los gobernantes plutocráticos de Inglaterra y de Francia que han jurado por todos los medios impedir el florecimiento de un mundo mejor, desean la continuación de la guerra. Su deseo se realizará. ¡Soldados! En este día el frente occidental vuelve a marchar. Toda Alemania está de nuevo con ustedes. Por esto ordeno que durante ocho días ondeen en toda Alemania las banderas. Esto debe constituir un homenaje en honor de nuestros soldados. Ordeno además que durante tres días repiquen las campanas. Que su eco se una a las oraciones con las cuales el pueblo alemán deberá desde ahora acompañar a sus hijos, pues hoy por la mañana las divisiones alemanas y las escuadrillas aéreas han reanudado la batalla por la libertad y el futuro de nuestro pueblo».
En ese mismo frente Hitler había combatido como cabo 24 años antes y había caído herido. Ahora era el jefe absoluto de Alemania y quizá muchas veces recordó los combates de septiembre de 1916, que relató como «monstruosas batallas de material, cuya impresión difícilmente se puede describir; aquello era más infierno que guerra». La historia se repetía en junio de 1940 y la batalla era más monstruosa aún. Pero así como ardía con mayor fuerza, más pronto llegaba a su fin; era la «blitzkrieg», guerra relámpago, que Hitler había pedido a sus generales basándose en los estudios de von Moltke, de Schlieffen y de Ludendorff.
En medio de un sofocante calor y espesas polvaredas, a 112 kilómetros al Norte de París, dos millones de combatientes eran confusamente movidos por sus estados mayores que anhelosamente buscaban la victoria. El generalísimo francés Máxime Weygand sustituyó a Gamelin y el 7 de junio decía patéticamente a sus tropas: «El futuro de Francia depende de la tenacidad de ustedes... ¡Afiáncense con firmeza al suelo de Francia!»
Pero mayor era aún la firmeza de los atacantes. El Alto Mando Alemán anunció poco después: «La línea Weygand fue rota en toda su extensión y profundidad». Era ésta la alborada de la victoria. División tras división se precipitó entonces por las brechas hacia el corazón de Francia.
Reynaud (Primer Ministro de Francia) había telefoneado el 5 de junio a Roosevelt para pedirle premiosamente más cañones y aeroplanos. Aunque Roosevelt carecía de facultades para hacer que Estados Unidos interviniera en una guerra ajena, ordenó que le fueran enviados. El consejo supremo del Rito Escocés acababa de reunirse en Washington (31 de mayo) y había acordado que el país debería intervenir cuanto antes en la guerra. Y el 10 de junio, en un esfuerzo desesperado por apuntalar el frente antigermano, Roosevelt exhortó a los franceses a desplegar «un valeroso esfuerzo» y prometió: «Pondremos a la disposición de los enemigos de la violencia las fuentes de ayuda material de esta nación y activaremos al mismo tiempo los recursos de estas fuentes».
Ese mismo día Weygand volvió a exhortar a sus tropas
«para que no solamente desplieguen más valor, sino la más obstinada resistencia, iniciativa y espíritu de lucha de que son capaces. El enemigo ha sufrido fuertes pérdidas; pronto habrá de terminar su esfuerzo. Hemos llegado al último cuarto de hora. ¡Sosténganse!»
El día 13 Roosevelt volvió a intervenir y cablegrafió a Reynaud que:
«mientras los gobiernos aliados continúen resistiendo, este gobierno redoblará sus esfuerzos para mandarles aeroplanos, artillería y municiones».
Pero al día siguiente cayó París.
Reynaud fue depuesto y sustituido por el Mariscal Petain, quien el día 20 anunció qué había solicitado el armisticio por conducto de España
«porque la situación militar no respondía a nuestras esperanzas después del fracaso sufrido en las líneas sobre los ríos Somme y Aisne... Saquemos la lección de la batalla perdida —añadió—. Desde el comienzo de la guerra la tendencia a divertirse era mayor que la disposición para el sacrificio. Se quiso evitar cualquier esfuerzo. Hoy tenemos la desgracia. Estuve con ustedes en los días de gloria y permaneceré con ustedes también en estos días funestos».
Petain estaba así coincidiendo con un augurio del filósofo Scnubart, quien años antes de la guerra había dicho que el pueblo francés se hallaba en peligro por su inclinación a los placeres temporales: «Quien no quiere más que gozar de la vida no triunfará de ella». Sin embargo, otro importante factor que debilitó también la resistencia fue que a los franceses se les empujó a una guerra no deseada. La enemistad entre Hitler y Stalin, y el forcejeo del primero por abrirse paso a través de Polonia, era un asunto lejano que en nada afectaba la integridad de Francia.
Churchill y Roosevelt se esforzaban por convencer a Petain para que abandonara al pueblo a su suerte, se trasladara a África y continuara la lucha. Pero Petain no se dejó persuadir «Si no he podido ser su espada —dijo a los suyos—, seré su escudo», y se quedó con ellos a procurar que las condiciones del armisticio fueran lo más benignas posible. Consiguió muchísimo para su pueblo, pero este rasgo no se lo perdonaron jamás los estadistas de Occidente. Ciertamente la guerra no se había iniciado atendiendo a los intereses del pueblo francés, y quien se detuviera a reflexionar en ellos traicionaba automáticamente la secreta causa internacional. Posteriormente Petain iba a pagar con prisión perpetua su lealtad al pueblo francés y su temporal deslealtad a las miras internacionales de la guerra.
La aventura bélica a la cual fue lanzada Francia a fin de evitar que Alemania se abriera paso a través de Polonia para su lucha contra la URSS, se epilogó en el armisticio firmado en el bosque de Compiegne, en el mismo carro de ferrocarril donde 22 años antes Inglaterra, Francia y Estados Unidos habían dictado el armisticio a Alemania. Hitler estuvo presente en la ceremonia cuando fueron recibidos los representantes franceses encabezados por el general Huntziger. Contrastando con la ceremonia del armisticio de 1918, en la cual los representantes alemanes saludaron y no obtuvieron respuesta, ni ninguno de los presentes se puso de pie para recibirlos, Hitler sí se paró al entrar la delegación francesa. Hicieron lo mismo el general Keitel, jefe del Alto Mando Alemán, y el general Brauchitsch, comandante del ejército. A continuación se dio lectura a una declaración a nombre del Fuehrer, en que se hacía constar que Francia había presentado una resistencia heroica y que «por lo tanto, Alemania no tiene la intención de dar a las condiciones del armisticio o a las negociaciones sobre dicho armisticio rasgos de insultos frente a un adversario tan valiente». Se agregaba que el único propósito de Alemania era terminar el conflicto con la Gran Bretaña y restablecer la paz en Europa.
Después de esos conceptos que abrían a Francia las puertas de la reconciliación, Alemania habló con hechos y por tanto en las condiciones del armisticio no pidió territorio francés, ni colonias francesas y ni siquiera la flota francesa. La condición más dura, pero ineludible, consistía en ocupar temporalmente la costa de Francia, mientras se resolvía la guerra con el Imperio Británico. No ocuparla habría equivalido a dejar las puertas abiertas para que los ingleses regresaran.
Contrastando también con el armisticio de la primera guerra, se permitió a la delegación francesa que se comunicara telefónicamente con su gobierno. Veintidós años antes se había puesto a los representantes alemanes en la disyuntiva de contestar «sí» o «no» a las condiciones, sin opción de consultar.
Con todas estas diferencias, en momentos en que los vencedores podían haber hecho gala de altanería y venganza, Hitler estaba demostrando una vez más que no abrigaba ningún sentimiento de enemistad hacia los países occidentales. Las negociaciones del armisticio, que estuvieron muy lejos de ser una democrática «rendición incondicional», terminaron el 22 de junio y las hostilidades cesaron a la 1.35 del día 24. La ceremonia final se desarrolló de la siguiente manera:
«En todas las caras se refleja la seriedad y la grandeza de esta hora. Los delegados franceses con dificultad logran disimular su intensa emoción. Han venido como soldados a Compiegne para recibir las condiciones del armisticio. Ahora deben declarar si Francia depone o no las armas. En el salón donde se llevan a cabo las negociaciones no se oye el menor ruido. Todos miran hacia Huntziger, quien preside la delegación francesa, y que ahora, frente al coronel general Keitel, declara: 'al poner la firma la delegación francesa, por orden del gobierno francés, al pacto del Armisticio, los plenipotenciarios franceses consideran necesario hacer la siguiente declaración: Bajo el imperativo del destino forjado por las armas, que obliga a Francia a abandonar la lucha en la cual se encontraba inmiscuida al lado de su aliada, Francia ve que le han sido impuestas rigurosas demandas en condiciones tales que aumentan considerablemente el peso de éstas. Francia tiene el derecho a esperar que en las futuras negociaciones Alemania se dejará guiar de un espíritu que haga posible a los dos grandes pueblos vecinos el vivir y trabajar en paz. El presidente de la delegación alemana, como soldado, comprenderá muy bien la amarga hora y el doloroso destino que a Francia le esperan'.»
El coronel general Keitel (jefe del Alto Mando Alemán) contestó:
«Confirmo la declaración recibida aquí respecto a la disposición de firmar el armisticio por orden del gobierno francés. A las declaraciones que el señor general ha agregado, solamente puedo dar la contestación de que también es honroso para un vencedor el honrar al vencido en la forma que le corresponde».
A continuación Keitel rogó a todos los delegados que se pusieran de pie en honor de los caídos, mientras decía:
«Todos los miembros de las delegaciones francesa y alemana que se han puesto de pie, cumplen en este momento con el deber que el valiente soldado alemán y el francés han merecido. A todos los que han derramado su sangre y que han sufrido por la patria, les rendimos honores al ponernos de pie».
El Dr. Paul Schmidt, Jefe de Intérpretes de la Wihelmstrasse, reveló posteriormente:
"Después de la firma del armisticio, sólo Keitel, Huntziger y yo permanecimos en el histórico carro. Keitel dijo entonces al general francés Huntziger: 'No quiero dejar, como soldado, de expresarle a usted mi simpatía por el triste momento que como francés, ha experimentado usted. Su pena puede aliviarse ante el convencimiento de que los soldados franceses lucharon valerosamente, según yo deseo expresamente manifestarle'. El alemán y el francés estaban de píe, silenciosos; ambos tenían los ojos llenos de lágrimas. 'Usted, general —añadió Keitel—, ha representado los intereses de su patria con gran dignidad en estas difíciles negociaciones', y le dio a Huntziger un apretón de manos».
Era aquella una paz entre soldados...
Muy ajeno estaba Keitel de imaginar que cuando cinco años más tarde la suerte lo colocara en el lugar del vencido, no habría para él ningún rasgo de caballerosidad. La «democrática» rendición incondicional, la horca y la dispersión de sus cenizas era el fin que le esperaba
Tras la rendición, a Francia se le permitió conservar su flota y sus instituciones gubernamentales. Sus archivos, su historia, sus métodos escolares, sus relaciones diplomáticas, no fueron interferidos. Paradójicamente, en la desventura de su capitulación tuvo más que sentir de sus aliados que de sus vencedores. Por ejemplo, a medida que la batalla de Francia iba siendo ganada por los alemanes, la propaganda internacional fue forzando más sus métodos para desfigurar la verdad. Al iniciarse la ofensiva alemana el 10 de mayo, esa propaganda dijo que los nazis arrojaban paracaidistas disfrazados de sacerdotes y monjes y que sus éxitos se debían al increíble número de traidores y quintacolumnistas. Numerosas publicaciones militares francesas y el historiador británico Hart, niegan enfáticamente esos embustes.
Cuando tales infundios fueron ya insostenibles y el avance alemán proseguía, la propaganda dijo que los nazis utilizaban 8,000 tanques y que superaban numéricamente a los franceses. La revista francesa «Illustration» y el teniente coronel De Cossé Brissac («La Campaña de Francia»), niegan rotundamente esa afirmación. Coincidiendo con los anteriores, la «Revue Historique de L'Armée», dice que el tanque francés «Somua» era más poderoso que el Panzer III de los alemanes, pero que éstos tuvieron «mejores planes de fuego, de maniobra y de transmisiones, y sus tripulantes iban imbuidos de mejor espíritu de lucha».
Después de prolijas investigaciones históricas el capitán inglés Liddell Hart confirma todo lo anterior y añade en su libro «La Defensa de Europa»:
«No es cierto que Hitler obtuvo la victoria porque contaba con fuerzas abrumadoramente superiores. De hecho, Alemania no movilizó tantos hombres como sus oponentes... Lo que decidió la contienda fueron las rápidas embestidas de sólo 10 divisiones blindadas escogidas —el 8% del Ejército— antes de entrar en acción el grueso de las fuerzas.
»Tampoco tenía el ejército alemán mucho mayor número de tanques que los aliados, como la gente creía en aquella época... Alemania empleó sólo 2,800 tanques en la fase inicial y decisiva de la invasión. Ahora bien, los empleó de la manera más provechosa posible».
La división blindada (panzer) era una afinada amalgama de todas las armas. Su gran potencia de fuego, su extraordinaria movilidad, su cuidadosa coordinación mediante centenares de radiotransmisiones y el espíritu combativo de sus integrantes la hacían terriblemente eficaz para perforar defensas y penetrar hasta la retaguardia enemiga. Cada división blindada (participaron 10 en la ofensiva contra Francia) constaba de un regimiento acorazado de 220 tanques, un regimiento de fusileros motorizados, un batallón de motociclistas, un regimiento de artillería motorizada, un batallón acorazado de reconocimiento, un batallón antitanque, un batallón de ingenieros, un batallón de transmisiones, un batallón motorizado de artillería antiaérea y una escuadrilla de reconocimiento aéreo. Las panzer, en combinación con los aviones de vuelo picado, formaban la espina dorsal de la «blitzkrieg».
Contra los 2,800 tanques alemanes lanzados en la campaña de Francia, el ejército francés enfrentaba 2,361 tanques modernos y 600 antiguos y disponía de 584 más en la reserva, según recopilaciones hechas por el teniente coronel Gonzalo D. de la Lastra, del ejército español. Este dato lo comprueban indirectamente las autorizadas publicaciones francesas «La Revista de Defensa Nacional» y la «Revue Historique de L'Armée», las cuales revelaron que según los archivos oficiales franceses no existía superioridad de tanques alemanes. Las dos revistas afirman que los efectivos eran más o menos iguales por parte de los alemanes y los franceses. Añadiendo los tanques ingleses y belgas, las fuerzas blindadas aliadas eran numéricamente superiores.
Las cantidades de aviones también fueron escandalosamente exageradas. La Luftwaffe apenas igualaba en número a las aviaciones combinadas de Inglaterra, Francia, Holanda y Bélgica (alrededor de 3,000 aparatos de cada bando), si bien las superaba en algunos aspectos de calidad, organización y espíritu de combate.
Por último, cuando Francia se desplomó y se hizo patente que 100 divisiones alemanas habían derrotado y eliminado como fuerza combatien-te a 155 divisiones aliadas, la propaganda realizó un supremo esfuerzo para oscurecer y empequeñecer este triunfo a fin de no desmoralizar a otros pueblos que a su turno deberían ser lanzados también a la contienda. En esa tarea para deformar la verdad, la propaganda no se detuvo en arrojar lodo sobre Francia atribuyéndole toda la responsabilidad del desastre. Y así fue como el 18 de junio Churchiíl culpó de la derrota a los franceses y dijo —porque a posteriori es muy fácil prescribir remedios ya imposibles— que debían haber ordenado una retirada al ser roto el frente de Sedán.
El Alto Comisionado de Propaganda de Francia, Jean Prevost, refutó el 25 de ese mes:
«Pedimos a nuestros amigos de América que traten de comprender bien toda la tristeza inmensa de Francia... Quisiéramos que nuestros amigos ingleses respetasen nuestro dolor e hiciesen su propio examen de conciencia... Los gobiernos de Daladier y de Reynaud no cejaron en su empeño de demostrar al gobierno de la Gran Bretaña la dificultad que teníamos en mantener sobre las armas hombres de 48 años de edad, mientras que Inglaterra no llamaba siquiera a sus jóvenes de 26 años».
Churchill guardó silencio ante esa fundada réplica. En cambio, ordenó que la flota británica del Mediterráneo se acercara sigilosamente a la base de Mers-el-Kevir, en África, y cañoneara por sorpresa a la flota francesa, que había sido respetada por Hitler. Los marinos franceses no tuvieron siquiera oportunidad de defenderse, anclados como se hallaban, y mil de ellos perecieron. Churchill pudo entonces vanagloriarse de esta hazaña de guerra.
Ahí se tenía a la Inglaterra, escribió,
«descargando implacable un tremendo golpe contra sus más queridos amigos de ayer y asegurándose así el indiscutible dominio de los mares. Se hizo patente para todos que el Gabinete de Guerra de la Gran Bretaña nada temía, ni se detenía ante nada».
En el juego de la política internacional —manejada por el movimiento político judío— el pueblo francés era ya un limón a medio exprimir. Sus antiguos aliados le volvieron la espalda con desdén. De cada cuatro franceses movilizados para la guerra, uno había caído en la batalla o había sido capturado. Esta proporción parecía insignificante a los antiguos aliados de Francia, por lo cual no cesaban de recriminarla.
Al sangriento precio de 70,000 muertos y 318,000 heridos, el Ejército Francés había ocasionado al Ejército Alemán 156,465 bajas (27,047 muertos, 18,384 desaparecidos y 111,034 heridos). Pero esto no se le tomaba en cuenta a Francia porque había desoído la consigna internacional y pactado el armisticio.
No tardarían en buscarse conductos ocultos para aprovechar los recursos franceses que habían quedado en pie. La defensa del marxismo demandaba esfuerzos incesantes en todos los confines de Europa.