Leitheft

Tuesday, May 22, 2007

Derrota Mundial. Cap. III












CAPÍTULO III

Occidente se interpone

(1933 - 1939)

Lo que Podía Esperarse de Berlín y de Moscú.
Pueblos lanzados a los Brazos de sus Enemigos.
Inglaterra, Valladar Contra la Marcha Hacia Moscú.
El Trono del Oro Empuja a Occidente.
Profundas Raíces en el Alma Colectiva.
Zanjando las Viejas Rencillas con Francia.
El Talón de Aquiles del Nacionalsocialismo.
Despeje del Flanco Derecho.
A Cuatro Horas del Derrumbe Interior.
Cerrojo en el Camino a Moscú.
Engañar es más Eficaz que Dinamitar.

LO QUE PODÍA ESPERARSE
DE BERLÍN Y DE MOSCÚDos ideologías se hallaban frente a frente. De un lado el marxismo con públicas pretensiones de dominio universal. Del otro, el nacionalismo alemán, con especí­ficas y públicas ambiciones de abatir al marxismo israelita y de cre­cer territorialmente a costa de la URSS.
Francia, Inglaterra, Estados Unidos —todo el Occidente— representaban un tercer grupo de fuerzas. ¿Qué ofrecía el marxismo soviético a estos países occidentales? Sus intenciones eran bien claras y populares: anunciaba la «revolución mundial» para establecer el marxismo en todo el orbe. Es decir, la aniquilación de los sistemas políticos, ideológicos y religiosos que desde hace siglos imperan en Occidente[1].
¿Y cuál era la actitud del nacionalsocialismo alemán frente a los países occidentales? Proponía «zonas de influencia» para cada potencia: Alemania no interferiría los intereses de Estados Unidos en América, ni los de Inglaterra y Francia en sus respectivos imperios coloniales. Pero aniquilaría al marxismo imperante en la URSS y crecería a costa de territorio soviético.
Es decir, las instituciones políticas, ideológicas y religiosas de los países occidentales no solamente quedaban al margen de la lucha de Berlín contra Moscú, sino que indirectamente se fortalecían porque al desaparecer el bolchevismo automáticamente desaparecía el enemigo principal de esas instituciones.
Todo evidenciaba, pues, que si entre el nacionalsocialismo de Hitler y el Mundo Occidental existían discrepancias ideológicas, a la vez había muchos puntos de contacto y hasta de mutua conveniencia. Y en cambio, entre el marxismo de Moscú y los pueblos occidentales sólo existían insalvables abismos de diferencias políticas, ideológicas y religiosas.
La forma extraordinariamente sangrienta en que el bolchevismo conquistó y afirmó el poder en Rusia; lo inusitado de sus doctrinas que niegan los principios milenarios de nacionalidad y patria; su mortal encono contra la propiedad privada; su categórica posición ateísta; su implacable persecución religiosa y su declarada ambición de extender estos sistemas a todo el orbe mediante la «revolución mundial» profetizada por Marx, fueron factores más que suficientes para que los pueblos de Occidente vieran a la URSS con recelo y hostilidad.
¿Cómo fue entonces posible que esos países occidentales no secundaran la acción contra el enemigo común bolchevique?
En menor grado, ¿cómo fue posible que ni siquiera conservaran su neutralidad ante el ataque alemán a esa amenaza común? Y por último, ¿cómo fue posible que dichos países occidentales no reservaran sus fuerzas en expectante espera, a fin de determinar la suerte del mundo una vez que el choque Berlín-Moscú se hubiera decidido en un mutuo destrozamiento?
Todas estas incógnitas se despejan en seguida al observar el desarrollo de los hechos y al ver cómo los países occidentales fueron empujados sucesivamente en favor de los intereses judío-marxistas. Este increíble proceso encierra ya los gérmenes de la terrible crisis que ahora conmueve a la Civilización Occidental. La abrumadora amenaza de hoy comenzó a forjarse en aquel entonces.

A consecuencia del cataclismo
PUEBLOS LANZADOS A LOS
BRAZOS DE SUS ENEMIGOS económico que sufrió Estados Unidos en 1929 (el cual muchos peritos atribuyen a los financieros judíos) hubo miles de quiebras, quedaron cesantes once millones de trabajadores, fue devaluado el dólar y perdió fuerza el Partido Republicano, entonces en el poder. En esas circunstancias se presentó la candidatura de Franklin D. Roosevelt, del Partido Demócrata. Roosevelt se hallaba cordialmente relacionado con todas las esferas israelitas, pero como por algunos momentos sus partidarios temieron un fracaso, montaron una campaña de prensa en que se aparentaba que los banqueros de Wall Street eran enemigos de aquél. Por ese solo hecho millares de ciudadanos resentidos contra los autores del cataclismo económico se volvieron a favor de Roosevelt.
Roosevelt llegó al poder y llevó consigo a un grupo de colaboradores llamado el Trust de los Cerebros, encabezado por el banquero israelita J. Warburg. Uno de los primeros actos del nuevo Presidente fue entrevistarse con el ministro soviético de Relaciones, Maxim Litvinov (cuyo original apellido judío era Finkelstein) y luego reconocer al gobierno bolchevique de la URSS, cosa que Estados Unidos se había negado a hacer durante 16 años. Este reconocimiento ayudó incalculablemente al régimen soviético en momentos en que se afrontaba una grave oposición interna debido al hambre que sufría la población rusa.
Al iniciarse las relaciones entre la Casa Blanca y el Kremlin, en septiembre de 1933, Hitler asumía el poder en Alemania, suprimía el Partido Comunista y elevaba sus principios antimarxistas a la categoría de política oficial de su país.
William C. Bullit, primer embajador norteamericano en Moscú, revela que el reconocimiento de la URSS se hizo a condición de que ésta dejara de dirigir al Partido Comunista americano. Pero esa condición fue sólo un engaño para suavizar la repugnancia con que la opinión pública de Estados Unidos juzgaba cualquier entendimiento con los preconizadores soviéticos de la «revolución mundial» bolchevique.
«No obstante —añade Bullit en La Amenaza Mundial—, en 1935 se reunió en Moscú el VII Congreso Mundial de la Internacional Comunista y asistieron no sólo jefes prominentes de los comunistas norteamericanos, sino que se dieron determinadas direcciones al partido comunista estadounidense... Roosevelt llegó a la conclusión de que el interés de los Estados Unidos exigía ignorar temporalmente la violación del compromiso que Stalin contrajo con él».
Así empezó a ser engañada la opinión pública norteamericana...
Entretanto, era una evidencia innegable que Alemania y Rusia marchaban hacia la guerra. Las intenciones antibolcheviques de Hitler, proclamadas desde 1919 y reiteradas en «Mi Lucha», tuvieron una enésima e indudable confirmación en 1934, cuando el señor Messersmith, embajador de Estados Unidos en Austria, comunicó a Washington que Alemania tenía los ojos fijos en la frontera oriental (hacia la URSS) y que abrigaba «la esperanza de conseguir la Ucrania para el excedente de población alemana». Este testimonio consta en el libro «Paz y Guerra» del Departamento de Estado Norteamericano.
El pueblo estadounidense preveía ese conflicto europeo y deseaba vivamente mantenerse al margen; esta preocupación popular determinó que el Congreso americano prohibiera en agosto de 1935 la venta de armas a cualquier beligerante. Entonces el Presidente Roosevelt inició una intensa propaganda para derogar ese acuerdo y proclamó que Alemania era una amenaza inminente contra los Estados Unidos, Sus discursos fueron subiendo de tono y el 5 de octubre de 1937 llegó a decir que
«la situación política del mundo era para causar grave preocupación» y que «el reino del terror y del desafuero internacional había llegado a tales extremos que amenazaba seriamente las bases mismas de la civilización. Advirtió que era insensato creer que América podría escapar de esta amenaza o que no se atacaría al hemisferio occidental»[2]
¿Estaba Roosevelt refiriéndose a la URSS, que preconizaba la «revolución mundial» para establecer el comunismo en todo el mundo? ¿Estaba refiriéndose al marxismo judío empeñado en suprimir toda ideología o religión ajena a él? No, ciertamente; Roosevelt se refería sólo al nacionalsocialismo alemán que se erigía contra el marxismo.
Ya entonces era un hecho palpable que todos los preparativos militares de Alemania se hallaban enfocados a una guerra contra la URSS y que no existía ningún síntoma de que estuviera creando una flota de invasión, ya no digamos para atacar a América, a 7,000 kilómetros de distancia, ni siquiera a la Gran Bretaña a escasos 40 kilómetros de la costa europea. Pero una artificial psicosis de guerra estaba siendo creada como requisito previo de la inconcebible tarea de interponer a Occidente entre Alemania y el marxismo, en provecho exclusivo de este último.
No obstante todos los esfuerzos oficiales para crear y acrecentar esa psicosis, Mister Hull reconoce en «Paz y Guerra» que en 1937
«se desarrolló un considerable sentimiento público en los Estados Unidos que pedía una enmienda constitucional que hiciera necesaria la votación popular como requisito previo a toda declaración de guerra».
Requisito tan auténticamente democrático en un asunto tan serio como una nueva guerra, parecía ser lógico en una democracia, pero «tanto el Presidente Roosevelt coma el Secretario de Estado —agrega Hull— expresaron en varias ocasiones su decidida oposición». Mediante resueltos esfuerzos del Presidente, la proposición fue rechazada por el estrecho margen de 209 votos contra 188.
En ese mismo año de 1937 —dos años antes de la guerra— el embajador norteamericano William C. Bullit se enteraba de que
«fueron cerradas diez mil iglesias en Rusia... Se afirma que la NKVD cuenta en estos momentos con 600,000 hombres. Hasta el Ejército Rojo —añade en «Amenaza Mundial»— está sujeto a su control. En los campos de concentración y cárceles de la NKVD el número de prisioneros no habrá sido nunca inferior, durante los pasados 15 años, a 10 millones, trabajando medio hambrientos».
El sacerdote Walsh, que formando parte de una misión de ayuda social había estado dos años en la URSS, informó pormenorizadamente a Roosevelt de la forma en que eran perseguidas las religiones en Rusia. Sin embargo un velo de indulgente silencio oficial se tendía sobre estos hechos. Pero muy distinta había sido la actitud de Roosevelt cuando en julio de 1935 las autoridades alemanas habían capturado a varios israelitas conectados con el golpe de estado que von Rundstedt hizo fracasar. Y sobre todo, el disgusto de Roosevelt adquirió proporciones de ira cuando en noviembre de 1938 Alemania impuso una multa de 400 millones de dólares a la Comunidad Israelita, como represalia por el asesinato del diplomático alemán Ernest von Rath, consumado en París por el judío Herschel Grynszpan. Ciertamente que hubo también sinagogas dañadas y cristales rotos en los comercios judíos (tantos que el suceso es conocido como «la noche de cristal»), pero el gobierno alemán impidió que la indignación degenerara en ataques personales contra los hebreos.
Roosevelt se apresuró entonces a decir (15 de noviembre de 1938): «Apenas puedo creer que esas cosas ocurran en la civilización del siglo XX».
Cosas mil veces peores que multar con 400 millones de dólares a una comunidad judía —poseedora entonces de 3,200 millones de dólares en Alemania— estaban ocurriendo en la URSS; pero de eso no se hablaba. Para la camarilla de Roosevelt era un delito inconmensurable que Hitler enviara a campos de concentración a cientos de agitadores bolcheviques, pero le parecía natural e inobjetable que el Kremlin encarcelara a millones de anticomunistas. A raíz de la multa impuesta a la comunidad judía de Alemania, Roosevelt retiró a su embajador Hugh Wilson y alentó a Inglaterra a declarar combinadamente una guerra comercial contra el Reich.
El primer paso para la ruptura y para la guerra armada se había dado ya.
A continuación Roosevelt agregó que
«las tempestades en el extranjero amenazaban directamente a tres instituciones indispensables para los americanos, la religión, la democracia y la buena fe internacional».
Era extraordinario que Roosevelt —masón 33— presentara a Alemania como un peligro para la religión y que nada dijera respecto a la URSS. Berlín acababa de firmar el 20 de julio de 1933 un Concordato con el Vaticano, que incluso concedía libertad completa a las escuelas confesionales, cosa que rige en muy contados países. Además, Hitler proclamaba enfáticamente que «las doctrinas e instituciones religiosas de un pueblo debe respetarlas el Fuehrer político como inviolables... Los partidos políticos nada tienen que ver con las cuestiones religiosas». Y en contraste con todo esto, en Rusia estaba prohibida la enseñanza religiosa para jóvenes que no hubieran cumplido los 18 años, período durante el cual el Estado les inculcaba un profundo sentimiento ateísta, concretado en la conocida frase leninista de que «la religión es el opio del pueblo».
Era igualmente extraordinario que Roosevelt presentara a Alemania como una amenaza para la democracia y nada dijera de la URSS, en donde el sistema dictatorial era primitivo y sangriento, con el agravante de que no se trataba de una dictadura instaurada pacíficamente mediante plebiscito —corno la de Hitler—, sino mediante purgas sangrientas.
Y también era extraordinario que Roosevelt se refiriera a Alemania como «amenaza a la buena fe internacional» —a pesar de que la política alemana se orientaba específicamente contra la URSS—, y que el propio Roosevelt enmudeciera ante la bien clara intención bolchevique de imponer su sistema de gobierno a todo el orbe. El primer paso en este sentido lo dio el marxismo al integrar la Tercera Internacional Comunista en todos los países de Occidente. Y estas células, avanzadas de la «revolución mundial», ostentaban públicamente los símbolos bolcheviques (bandera roja, hoz, martillo y canto de la Internacional) y recibían instrucciones del Kremlin.
Pero todo esto era soslayado deliberadamente por Roosevelt, según refiere el diplomático Bullit, quien durante muchos años fue en Estados Unidos el adalid de los que pugnaban por el reconocimiento de la URSS. Sin embargo, más tarde se alarmó ante la política pro-soviética de Roosevelt.
Si en estos tres puntos —religión, democracia y buena fe internacional— carecía de fundamento la acusación de Roosevelt contra Alemania, en cambio sí era un hecho que en la URSS no se combatía al movimiento político judío (del cual el marxismo ha sido uno de sus más poderosos tentáculos) y en Alemania sí se le exhibía y se le retaba.
La eliminación de contados israelitas durante las «purgas» soviéticas, era sólo un fanático castigo de los timoratos o los incompetentes, pero no un ataque fundamental al movimiento político. Caía el hebreo Kerensky, pero surgía el judío Trotsky; caía Trotsky, pero cobraba más poder el hebreo Zinoviev; caía Zinoviev, pero se vigorizaban Litvinof, Kaganovich y todos sus colaboradores.
En cambio, el nacionalsocialismo de Hitler sí era enemigo del movimiento político israelita. Por eso un discurso de Hitler condenando las ambiciones de esa conjura causaba más indignación y alarma entre los círculos israelitas, que la eliminación de unos cuantos judíos en Rusia, hecha por otros de su misma raza y en nombre de su propia causa.
Según podrá ratificarse luego con innumerables pruebas, Roosevelt se hallaba ligado estrechamente a intereses judíos y era ésta la causa —oculta e inconfesable— de que protestara vehementemente cuando en Alemania rompían los cristales de los comercios judíos y de que a la vez guardara silencio acerca de las matanzas de cristianos que se realizaban en Rusia. En el primer caso se trataba de un incidente incruento, pero de honda significación antisionista, y en el segundo de un fanático afianzamiento del marxismo judío.
Cuando los nazis multaban con 400 millones de dólares a la Comunidad Israelita por el asesinato de un diplomático, Roosevelt se indignaba y decía que apenas podía creerse que tales cosas ocurrieran en el siglo veinte, pero con benevolente silencio, pasaba de largo las matanzas que padecía el pueblo ruso bajo el régimen judío-marxista.
El líder comunista español Víctor Serge huyó de Rusia indignado de esas carnicerías humanas y refirió que muchos de los acusados admitían ser culpables para salvar a sus familias.
«Muchos más —dice en «Hitler contra Stalin»— se indignan y acusan: sus gritos son ahogados en las cárceles o se les fusila sin proceso alguno. El número de fusilados asciende probablemente a cien mil. Jamás ningún Estado ha destruido sus cuadros con semejante ensañamiento y de una manera tan completa. Gobierno y comités han sido renovados por lo menos dos veces en dos años. Tan sólo el Ejército perdió 30,000 de los 80,000 oficiales».
Estos desmanes, peores que apedrear vitrinas, también ocurrían en el siglo veinte, pero a Roosevelt no le parecían increíbles ni condenables. Y es que en realidad nadie podía acusar en esa época a Stalin de atacar básicamente al movimiento israelita.
El periodista norteamericano William L. White acompañó a Eric Johnston, Presidente de la Cámara de Comercio de Estados Unidos, a una gira por numerosas provincias soviéticas y dio el siguiente testimonio:
«Una de las cosas admirables del régimen soviético es su actitud hacia cualquier forma de prejuicio de raza, que contiene con mano firme sin ocuparse de discutir con el pueblo ruso, en el cual el antisemitismo ha sido tradición de siglos... El Gobierno ha realizado un gran esfuerzo para reducir el antisemitismo, con el resultado de que en Rusia su importancia es similar a la que tiene en Estados Unidos, aunque las condiciones en este sentido no son tan excelentes como las que existen en Inglaterra»[3].
Esa generosidad era explicable porque el judaísmo había participado como factor decisivo en la génesis del régimen bolchevique y seguía siendo su director intelectual.
La participación del judaísmo en ese régimen determinó el estrecho entendimiento entre Roosevelt y la URSS y fue asimismo la causa de que los pueblos occidentales —contra sus propios intereses— fueran lanzados a aniquilar a Alemania para salvar al marxismo.
Entre el pueblo norteamericano —amante de la libertad, creyente, respetuoso de la vida humana— y el régimen sanguinario y ateísta de Moscú, no existía ningún punto de contacto. Pero sí lo había entre el marxismo judío del Kremlin y los prominentes israelitas que rodeaban a Roosevelt. La lista es interminable, pero entre los más conocidos e influyentes, figuraron su inseparable consejero Bernard M. Baruch; el secretario del Tesoro, Henry Morgenthau; James P. Warburg, dueño del Banco Internacional Aceptance Bank Inc., de Nueva York; Félix Frankfurter, Brandéis y Cardozo en el Tribunal Supremo; Sol Bloom en la Comisión de Relaciones Extranjeras de la Cámara; Samuel Untermeyer en la presidencia de la Federación Mundial Económica Judía, Sam Rosenman, el rabino Stephen Wise y otros muchos.
El escritor norteamericano Robert E. Sherwood colaboró íntimamente en la Casa Blanca y refiere[4] que el más cercano colaborador de Roosevelt era Harry Hopkins, educado políticamente por el israelita Dr. Steiner, y fue
«la segunda personalidad individual que de hecho dominó en los Estados Unidos durante el más crítico período de la guerra... Hopkins no vacilaba en aprovechar su íntimo contacto con el Presidente para favorecer sus intereses propios o los de las instituciones con las que tenía personal relación... Hopkins fue el hombre que gozó de la máxima confianza de Franklin D. Roosevelt. Por espacio de varios años fue los ojos, los oídos, y las piernas del Presidente, el instrumento casi anónimo de la voluntad de Roosevelt».
Su influencia llegó a ser tan decisiva en asuntos capitales que el general Marshall le confesó a Sherwood que su nombramiento de Secretario de Estado se lo debía «primordialmente a Harry Hopkins». Otro escritor norteamericano, John T. Flynn, revela lo siguiente en «El Mito de Roosevelt»
«Roosevelt compró al pueblo norteamericano con el dinero del propio pueblo y ganó todas las elecciones. Tengo cuatro millones de hombres —decía Hopkins— pero por amor de Dios no me pidás que te diga en qué trabajan... Hopkins fue el instrumento principal de Roosevelt en esta grandiosa empresa de derroche y corrupción. Él organizó el sistema de las limosnas con dinero público, de tal manera hechas que los subsidios sólo les tocaban a los demócratas, a los fieles de Roosevelt que votaban por él... Hopkins se instaló en la Casa Blanca como favorito oficial y fue, después de Roosevelt, el hombre más poderoso de los Estados Unidos».
Según Sherwood, Roosevelt pasaba temporadas en la casa de su consejero israelita Bernard M. Baruch, conocido como el «estadista número uno» y como consejero de presidentes desde la época de Woodrow Wilson. Baruch es jefe del Consejo Imperial de la Gran Masonería Universal. Después de la primera guerra mundial se le acusó a Baruch de haber influido ilegalmente para que el país entrara en la guerra, pero la investigación no prosperó.
Sherwood fue también testigo de que otro israelita:
«Sam Rosenman, se movía en el foro del Palacio a guisa de guardia pretoriano. Siempre hubo críticas para aquellas personalidades extraoficiales... Hopkins, Rosenman y yo trabajamos activamente en todos los principales discursos de Roosevelt».
Rosenman, juez de la Suprema Corte del Estado de Nueva York, era el enlace entre la Casa Blanca y los jefes israelitas de Nueva York[5].
Félix Frankfurter, judío nacido en Austria descendiente de rabinos, era también del grupo íntimo e influyente de Roosevelt. Desde muchos años antes se le identificó como decidido partidario del marxismo; dirigía la Harvard Law School, vivero de jóvenes pro-soviéticos a los que luego acomodaba pródigamente en las diversas dependencias de la administración. Además aconsejaba a la «American Civil Liberties Union», que era otro centro de izquierdistas disfrazados.
El influyente juez Brandeis, también judío, mantenía constante contacto con Roosevelt y se afirma que fue el padre intelectual del «New Deal» (plan económico-político de Roosevelt para asegurar sus reelecciones mediante el dinero del pueblo). El rabino Stephen Wise también formaba parte de ese grupo, como que desde septiembre de 1914 había apoyado decididamente a Roosevelt en sus primeros pasos políticos.
Ahora bien, según el árbol genealógico investigado por el Dr. H. Laughlin, del Instituto Carnegie, Franklin D. Roosevelt pertenecía a la séptima generación del israelita Claes Martensen van Rosenvelt, emigrado de España a Holanda en 1620, como consecuencia de la expulsión de los judíos. Este informe fue publicado en 1933 en el «Daily Citizen», de Tucson, Arizona. Posteriormente el «Washington Star» dio una información parecida al morir la madre de Roosevelt, Sarah Delano. Y el israelita A. Slomovitz publicó en el «Detroit Jewish Chronicle» que los antepasados judíos de Roosevelt en el siglo XVI residían en España y se apellidaban Rosa Campo[6].
Roosevelt contaba también con los jefes del movimiento obrero americano, tales como los líderes judíos Sidney Hulmán (CIO). John L. Lewis, Ben Gold, Abraham Flexner, David Dubinsky y otros muchos discípulos del también líder obrerista judío Samuel Gompers, fundador de la American Federation of Labor. El líder Hillman, israelita originario de Lituania y emigrado a los Estados Unidos en 1907, había organizado en 1922 una corporación industrial rusoamericana, en la que su lema era: «Tenemos la obligación moral de ayudar a Rusia a resurgir». Hulmán era aconsejado por el influyente rabino Stephen Wise, según este mismo lo afirma en su biografía «Años de Lucha». Entre los dirigentes de los obreros norteamericanos han figurado siempre muchísimos judíos. La lista ocuparía varias hojas, pero además de los antes nombrados pueden citarse a los muy conocidos Arthur J. Goldberg, Frank Rosenblum, Jacob Potofsky, Dan Tobin, Walter Reuther, Jacob Reuther y Albert Fitzgerald.
Cuando el líder obrero norteamericano John P. Frey denunció ante la comisión parlamentaria de actividades antinorteamericanas la labor comunista de dichos líderes judíos, fue violentamente censurado por escritores y periódicos prosoviéticos. Y Roosevelt dijo al Senador Martín Dies: «¿Cómo se le ha ocurrido permitir esta campaña de difamación contra el CIO?... No es absolutamente el caso de dar tanta importancia al comunismo». Por algo el periódico judío «Jewish Life», de Nueva York, había dicho el primero de mayo de 1939 que «los aliados más fíeles del judaísmo son los partidos comunistas».
Así las cosas, en el fondo resultaba muy explicable por qué Roosevelt pugnaba por alinear a Occidente en defensa de la URSS y por qué alentaba a la juventud norteamericana hacia el marxismo. En el congreso juvenil de Washington, en enero de 1940, dijo:
«Hace ya más de veinte años, cuando la mayoría de ustedes eran unos niños muy pequeños, yo sentía la misma simpatía por el pueblo ruso. En los primeros días del comunismo entendí que muchos de los dirigentes de Rusia estaban proporcionando mejor educación, y mejor salud... Se dice que algunos de ustedes son comunistas. Este adjetivo, hoy, es muy impopular. Como norteamericanos, tienen ustedes, si quieren, perfecto derecho legal y constitucional a definirse como comunistas»[7].
Marx, Engels, Lenin, Kamenev, Zinoviev, Trotsky y los demás adalides israelitas del bolchevismo soviético habían logrado un triunfo sui géneris en la Casa Blanca de Washington, y este triunfo había sido magistral obra de filigranas políticas en las hábiles manos de los israelitas Wise, Baruch, Rosenman y otras eminencias del llamado «poder secreto del mundo».
El pueblo norteamericano veía con inquietud que se le quería mezclar peligrosamente en el conflicto europeo y que se le empujaba hacia el campo bolchevique. La política rooseveltiana del «New Deal» se identificaba cada vez más con Moscú. Sherwood refiere que los epítetos
«comunista y bolchevique se lanzaban enérgicamente a la faz de la administración rooseveltiana, y sobre todo, a Hopkins. Martín Dies, presidente de la Comisión Investigadora de Actividades Antinorteamericanas, anunciaba en el Congreso que pediría presupuesto para investigar el manejo de fondos y que haría expulsar a Hopkins, a Harold Ickes y a otros comunistas... Cuando se nombró a Hopkins Secretario de Comercio, el “Chicago Tribune” dijo: Esta designación es la más incomprensible y la menos defendible de cuantas ha hecho el Presidente».
Pero confiado en sus influencias y en las de quienes lo sostenían, Hopkins decía; «Habrá impuestos y más impuestos, gastos y más gastos y seremos elegidos una y otra vez»[8]. Y así fue. Los auténticos intereses del pueblo norteamericano habían pasado ya a un lugar secundario desde el cual no podían normar el destino del país. El Estado judío, dentro del Estado norteamericano, era en ese momento el que imponía el derrotero. Y lo más admirable —por su habilidad política— fue que con el dinero de los propios contribuyentes norteamericanos se compraran indirectamente los votos para las reelecciones de Roosevelt, que garantizaron la continuidad de la influencia, judía, contraria a los mismos contribuyentes. El instrumento de esta maniobra se llamó «New Deal» (Nuevo Trato).
La comisión senatorial de investigaciones antiamericanas, presidida por Martín Dies, conmovió al pueblo con sus denuncias. Había descubierto que funcionaban 10 editoriales que hasta 1938 llevaban distribuidos 15 millones de ejemplares de propaganda pro-soviética y que existían nexos comunistas en numerosos periódicos, en las ligas de nudistas, en sociedades defensoras de negros y hasta en agrupaciones que tendían la mano a los cristianos. El padre Coughlin hablaba por radio para denunciar muchas de estas maniobras. El general Pershing, de la Legión de Antiguos Combatientes, lanzó asimismo una voz de alerta ante la infiltración bolchevique, pero en todas partes había células rojas que ahogaban estas denuncias, y el propio Roosevelt paralizó a la Comisión Dies.
Por ese entonces progresaba en España la rebelión anticomunista, que fue también un reactivo que puso en evidencia las fuerzas mundiales pro-tectoras del marxismo. La Conferencia Central de Rabinos americanos se reunió el 30 de mayo de 1937 en Colombo, Ohio, y declaró: «Esta confe-rencia expresa su vigorosa condenación de los insurgentes españoles» Al año siguiente el rabino Stephen Wise abogaba públicamente por los comunistas hispanos. El CIO de los líderes judíos Lewis Hillman, Gold, Dubinsky, etc., promovió la formación de la brigada «Abraham Lincoln», que llevó a 3,200 hombres a pelear en el bando comunista español. En esta brigada pereció el hijo del rabino Levinger. Significativamente, en el comité Central del partido comunista español figuraban como delegados de Moscú los judíos Neuman y Margarita Nelken. Y la Asociación Hispano-Hebraica lanzó una proclama pidiendo que en cada país y en cada ciudad se creara «un Comité de ayuda al pueblo republicano español que lucha por la fraternidad universal».
(Y una de las formas de esa lucha fue la de matar a siete mil sacerdotes y religiosos, incluso 12 obispos, según recuento final del que informó monseñor Antoniutti, Nuncio en España).
También es significativo que las logias masónicas españolas fueran la espina dorsal del régimen comunista de Azaña. Durante todo el tiempo de la lucha armada estuvieron gestionando desesperadamente que Roosevelt y su camarilla judía intervinieran directa y decisivamente en la Península, pero el Poder Israelita de la Casa Blanca consideró que una acción de ese género ponía en peligro lo más por lo menos. John M. Cowles, masón de Washington, enviaba fondos a sus hermanos de España y les explicaba que la masa católica norteamericana era todavía un obstáculo muy grande para intervenir en España: «Si los católicos votan en masa por los demócratas, vencen, y si votan por los republicanos, vencen también. Al menos este es el caso general por lo que ambos partidos políticos hacen continuamente lo que pueden por conseguir el voto de los católicos». Esa fue la causa de la neutralidad de Washington durante la guerra de España[9].
Por cierto que el marqués de Merry del Val dirigió una carta a Roosevelt preguntándole por qué no mostraba ninguna compasión hacia los millares de católicos asesinados en España por las brigadas internacionales bolcheviques. Poco antes Roosevelt se había mostrado muy impresionado y altamente indignado cuando los alemanes dañaron escaparates de judíos, y había retirado su Embajador en Berlín y declarado que apenas podía creer que tales sucesos ocurrieran en el siglo veinte. Del Val le decía que los vidrios rotos en los comercios judíos de Alemania eran cosas «bien pequeñas, por deplorables que sean, al lado de los sucesos de España», hacia los cuales Roosevelt no había mostrado la más ligera desaprobación. Estos también ocurrían en el siglo veinte.
INGLATERRA, VALLADAR CONTRA
LA MARCHA HACIA MOSCÚ
Desde antes de la primera guerra mundial Adolfo Hitler pensaba que Alemania debería rehuír el conflicto con Inglaterra y Francia, desistiendo de su expansión en ultramar, a cambio de adquirir nuevos territorios en la Europa Oriental. Consideraba que si Inglaterra —después del aniquilamiento de España y los Países Bajos como potencias marítimas— concentró a principios del siglo XIX sus energías contra Francia, lo hizo exclusivamente porque Napoleón I puso en peligro la hegemonía británica. Y creía que si otra potencia europea volvía a interferir el dominio inglés en las colonias, sería igualmente combatida por la Gran Bretaña. Alemania no debería correr esa aventura.
Años después, ya como jefe del naciente movimiento nacionalsocialista, Hitler repitió muchas veces esa idea en sus discursos, y en 1923 la proclamó así en «Mi Lucha» y acusó categóricamente a la prensa judía de que alentaba en Alemania el rearme naval y luego hacía de esto un motivo de agitación en Inglaterra, a efecto de sabotear la amistad germanobritánica. Agregó que Alemania no debería querellarse más con Inglaterra, sino «hacer frente con fuerzas concentradas» al movimiento judío-marxista y a las masas bolcheviques convertidas en ciego instrumento de éste.
Más explícito al escribir en 1926 la segunda parte de «Mi Lucha», Hitler reiteraba así su determinación de no combatir contra el pueblo británico:
«Por propia experiencia sabemos nosotros hasta la saciedad cuan difícil es llegar a reducir a Inglaterra. Aun prescindiendo de esto, yo como germano preferiré siempre, a pesar de todo, ver la India bajo la dominación inglesa que bajo otra cualquiera».
A la luz de esas consideraciones, que eran asimismo proclamadas por el movimiento nazi, no tenía nada de extraño que Hitler tratara de ganarse la amistad de Inglaterra y Churchill aun antes de que llegara a la Cancillería del Reich. Así lo reconoce el propio Churchill en sus memorias:
«El verano de 1932 —un año antes de que Hitler asumiera el Poder y siete años antes de la guerra— estuve en Munich. Fui visitado por Herr Hanfstaengl, enviado de Hitler. Trataba de hacerse simpático. Después de la comida tocó todos los aires musicales de mi predilección. Me dijo que debería conocer al Fuehrer. Hitler venía al hotel todas las tardes y tenía seguridad de que me vería con agrado. En el curso de la conversación se me ocurrió preguntar: ¿Por qué el jefe de ustedes se muestra tan violento con los judíos?... Más tarde, cuando se había vuelto omnipotente, habría yo de recibir varias invitaciones de Hitler. Pero ya entonces habían ocurrido muchas cosas y tuve que excusarme».
Fueron entonces las primeras veces que Churchill dejó a Hitler con la mano tendida. Y no habrían de ser las últimas... La enemistad entre el judaismo y el movimiento nacionalsocialista de Hitler se levantaba como escollo insalvable de la amistad entre Alemania y el pueblo británico.
Parecía absurdo e inverosímil, pero así era. Ya en 1920 Henry Ford había hablado en «El Judío Internacional» acerca de la increíble prepon-derancia que los israelitas lograron secretamente en Inglaterra desde media-dos del siglo pasado, cuando el judío Disraeli fue Primer Ministro y jefe político de los conservadores. Después han figurado prominentemente Lord Reading, en el Gabinete; Lord Rotschild, en las finanzas; Lord Northcliffe, o sea Isaac Harmsworth, en la prensa; Harry Pollit y Arthur Horner, en la organización de células comunistas; Norman Montagu, como director del Banco de Inglaterra; Sidney Silverman en el Parlamento; Samuel Hoare (conocido corno visconde Templewood) en diversos ministerios, y otros muchos. Se considera que cien familias de la alta nobleza británica, en su mayor parte de origen judío, son las que dirigen la política del reino[10].
No era conveniente para el pueblo británico —como ahora puede ver-se palpablemente que no lo fue— que entrara en dificultades con Alemania si ésta quería lanzarse contra la URSS, pero sobre los auténticos intereses del pueblo inglés privaban los intereses del judaísmo. En este punto los bri-tánicos se hallaban en idéntica situación que los norteamericanos. El judío se había infiltrado también hábilmente en la Gran Bretaña e hizo de las fi-nanzas uno de los principales reductos, de tal manera que luego su influen-cia era decisiva. Incluso muchas prominentes familias inglesas han tenido la creencia de que son sucesoras de las doce tribus de Israel, y aunque no lo proclaman públicamente, sus actividades siguen el sendero común del mo-vimiento político-judío. Northcliffe, conocido como el «Napoleón de la Prensa», llegó a controlar los principales diarios británicos y a través de ellos a la opinión pública. Por muchos conductos la mano israelita ha veni-do influyendo en el Parlamento y en la política exterior inglesa. Ese sello, ajeno al pueblo inglés, es el que inspiró el mote de «la pérfida Albión».
Hasta qué grado Churchill encontró apoyo en esas fuerzas invisibles, pero poderosas, para su política exterior que llevaba al Imperio Británico a interponerse en el camino entre Berlín y Moscú, o hasta qué grado Churchill fue ciego instrumento de esas fuerzas, es un punto histórico muy difícil de precisar, pero los acontecimientos demuestran la existencia de ese factor.
Entre los reiterados esfuerzos de Hitler por fincar una firme amistad con Inglaterra figura el Acuerdo Naval Anglogermano, firmado el 18 de junio de 1935. Según ese convenio, Alemania se comprometía a no construir una flota de guerra que fuera mayor del 35% de la flota británica. Hitler quería así que la Gran Bretaña continuara siendo la primera potencia marítima, en tanto que Alemania se convertía en una potencia terrestre para luchar contra la URSS. El historiador inglés F. H. Hinsley, de la Universidad de Cambridge, examinó después de la guerra los archivos alemanes y llegó a la siguiente conclusión:
«En particular, (Hitler) no tenía la menor intención de disputar a Inglaterra la supremacía naval... Ninguna de las pruebas de que podemos disponer en la actualidad y que hacen referencia a las negociaciones navales anglogermanas contradicen eso»[11].
Después del acuerdo naval anglogermano, Hitler quiso entrevistarse con el Premier inglés Mr. Baldwin, pero éste dio largas al asunto y no resolvió nada.
«Cuando se lo comuniqué así a Hitler —dice Von Ribbentrop en sus 'Memorias'—, su desengaño fue todavía mayor que el mío. Permaneció callado bastante tiempo, después levantó la vista hacia mí. Finalmente me dijo que durante años había tratado de conseguir un entendimiento entre Inglaterra y Alemania, que había resuelto la cuestión de la Flota de un modo favorable para ellos y que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa en común con aquel país, pero que por lo visto, Inglaterra no quería comprender su actitud».
Sin embargo, en agosto de 1936 Hitler hizo otro intento de acercamiento con la Gran Bretaña y envió a Londres a Von Ribbentrop para que gestionara un pacto de amistad. Ambos confiaban en la buena voluntad del Rey Eduardo VIII, que no simpatizaba con el marxismo y que deseaba un acuerdo con Alemania. Pero precisamente en esos días tomaba fuerza una conjura política para hacerlo dimitir, apoyada en una campaña de prensa por su matrimonio con la señora Simpson. El rey abdicó en diciembre y el pacto de amistad anglogermano no pudo concertarse. Seis años después Hitler dijo en una conversación privada:
«El golpe de gracia para el duque de Windsor creo que fue su discurso a los excombatientes, en el que dijo que la meta de su vida era la conciliación de Inglaterra y Alemania. Toda la campaña belicista fue montada por Churchill y pagada por los judíos con la colaboración de los Edén, Vansittart y compañía. Los judíos lograron su intentona de apoderarse de toda la prensa. Para agarrar a Rothermere le suprimieron los recursos de la publicidad. Una nación que no elimina a los judíos acaba, tarde o temprano, siendo devorada por ellos».
El capitán Russell Grenfell, historiador inglés, considera nefasta para el mundo la obstinación con que Churchill se negó a recibir la amistad que Hitler le brindaba a Inglaterra. Y también juzga absurda la indignación con que Churchill se refería a la «tiranía nazi», al mismo tiempo que cortejaba a la tiranía bolchevique, mil veces peor. («Odio Incondicional». Cap. R. Grenfell).
Una y otra vez era evidente que Alemania no quería conflicto con Inglaterra. En cambio lo quería y lo buscaba específicamente con la URSS. Von Ribbentrop tuvo la oportunidad de ser Ministro de Relaciones antes de ser Embajador de Alemania en Londres, pero le pidió a Hitler este último puesto a fin de hacer esfuerzos personales para estrechar la amistad con los británicos.
Churchill así lo admite en sus Memorias y lo refiere con las siguientes palabras textuales:
«Cierto día en 1937 —dos años antes de que se iniciara la guerra— tuve una entrevista con Von Ribbentrop, Embajador de Alemania en Inglaterra. La conversación duró más de una hora. Ribbentrop era sumamente cortés. La parte medular de su declaración fue que Alemania buscaba la amistad de Inglaterra. Dijo que pudo haber sido Ministro de Negocios Extranjeros en Alemania, pero que había pedido a Hitler que le permitiera venir a Londres a fin de presentar el caso completo a favor de una "entente" y hasta de una alianza anglo-germana. Alemania respaldaría al Imperio Británico en toda su grandeza y extensión. Posiblemente pediría la devolución de las colonias alemanas, pero eso evidentemente no era un punto cardinal. Lo que se requería era que la Gran Bretaña diera a Alemania manos libres en el oriente de Europa... La Rusia Blanca y la Ucrania eran indispensables para la vida futura del Reich alemán, con más de 70 millones de almas. Nada menos se consideraría suficiente. Todo lo que se pedía de la Comunidad Británica de Naciones y del Imperio en general era una actitud de no intervención».
Una vez más quedó así expuesta la más grave y fundamental decisión de Hitler y de Alemania: atacar a la URSS y arrebatarle la Rusia Blanca y Ucrania para que Alemania —miembro clave de la civilización occidental— creciera a costa del Oriente y no del Occidente.
Churchill dejó una vez más a Hitler con la mano tendida. Su respuesta fue la siguiente, según lo dice en sus Memorias:
«Le dije sin vacilar, que estaba seguro de que el Gobierno británico no convendría en dar a Alemania libertad de acción en la Europa Oriental. Era verdad que nos hallábamos en malos términos con la Rusia soviética y que aborrecíamos al bolchevismo tanto como Hitler mismo, pero podía estar seguro de, que aun cuando Francia quedaba salvaguardada, la Gran Bretaña nunca se desinteresaría de la suerte del Continente hasta un extremo que permitiera a Alemania ganar la dominación de la Europa Central y Oriental...
»No estime usted a Inglaterra en menos de lo que vale. Tiene mucha habilidad. Si nos hunden ustedes en otra guerra, hará que el mundo entero se ponga contra Alemania, como la última vez. Al oír esto, el embajador se puso de pie muy acalorado y dijo: Inglaterra podrá ser muy hábil, pero en esta ocasión no colocará al mundo contra Alemania».
En este punto Ribbentrop estaba equivocado.
EL TRONO DEL ORO
EMPUJA A OCCIDENTE
Había otro factor también interesado en que «el mundo entero» se alineara en contra de Alemania. Ese factor era el Trono del Oro. Ahí el judaísmo se movía con ancestral destreza y mediante abstrusas teorías seudocientíficas disfrazaba su dominio sobre las fuentes económicas.
La influencia de ese trono acababa de ser proscrita en Berlín. Hitler había proclamado que la riqueza no es el oro, sino el trabajo, y con la realidad palpable de los hechos estaba demostrándolo así.
Lentamente iba quedando al descubierto la ruin falacia de que el dinero debe privar sobre las fuerzas del espíritu. El hecho de que así ocurriera no era prueba concluyente de que así debería seguir ocurriendo. La economía nacionalsocialista de Hitler se aventuró resueltamente por un nuevo camino ante los ojos incrédulos del mundo. Había recibido una Alemania exhausta por la última guerra, y de la miseria resurgía como una potencia internacional.
Con un territorio 19 veces mayor que Alemania y con recursos naturales y económicos infinitamente más grandes, Roosevelt no había dado empleo a sus once millones de cesantes. Pese a sus vastos recursos coloniales, los imperios británico y francés tampoco se libraban de ese crimen del trono del oro. En cambio, en la minúscula Alemania, no obstante la carencia de vastos campos agrícolas, de petróleo, de oro y de plata, la economía «nazi» había dado trabajo y pan a los 6.139,000 desocupados que le heredó el antiguo régimen.
Si los sabihondos de la «ciencia económica» erigida en «tabú» alegaban que cierto terreno no podía abrirse al cultivo ni acomodarse ahí determinado número de cesantes, debido a que no había dinero, esto parecía ser una razón suficiente. La economía nazi, en cambio, se desentendía de que en el banco hubiera o no divisas o reservas de oro; emitía dinero papel, creaba una nueva fuente de trabajo, daba acomodo a los cesantes, aumentaba la producción y ese mismo aumento era la garantía del dinero emitido. En vez de que el oro apuntalara al billete de banco, era el trabajo el que lo sostenía. En otras palabras, la riqueza no era el dinero, sino el trabajo mismo, según la fórmula adoptada por Hitler.
Si en un sitio había hombres aptos para trabajar y obras que realizar, la economía judaica se preguntaba si además existía dinero, y sin este tercer requisito la obra no se iniciaba y los cesantes permanecían como tales. La economía nazi, en cambio, no preguntaba por el dinero; el trabajo de los hombres y la producción de su obra realizada eran un valor en sí mismos. El dinero vendría luego sólo como símbolo de ese valor intrínseco y verdadero.
Por eso Hitler proclamó: «No tenemos oro, pero el oro de Alemania es la capacidad de trabajo del pueblo alemán... La riqueza no es el dinero, sino el trabajo». Los embaucadores del trono del oro gritaban que ésta era una herejía contra la «ciencia económica», más Hitler refutaba que el crimen era tener cesantes a millones de hombres sanos y fuertes y no el violar ciertos principios de la seudo-ciencia económica disfrazada con relumbrantes ropajes de disquisiciones abstrusas.
«La inflación —dijo Hitler— no la provoca el aumento de la circulación monetaria. Nace el día en que se exige al comprador, por el mismo suministro, una suma superior que la exigida la víspera. Allí es donde hay que intervenir. Incluso a Schacht tuve que empezar a explicarle esta verdad elemental: que la causa esencial de la estabilidad de nuestra moneda había que buscarla en los campos de concentración. La moneda permanece estable en cuanto los especuladores van a un campo de trabajo. Tuve igualmente que hacerle comprender a Schacht que los beneficios excesivos deben retirarse del ciclo económico.
»Todas estas cosas son simples y naturales. Lo fundamental es no permitir que los judíos metan en ellas su nariz. La base de la política comercial judía reside en hacer que los negocios lleguen a ser incomprensibles para un cerebro normal. Se extasía uno ante la ciencia de los grandes economistas. ¡Al que no comprende nada se le califica de ignorante! En el fondo, la única razón de la existencia de tales argucias es que lo enredan todo... Sólo los profesores no han comprendido que el valor del dinero depende de las mercancías que el dinero tiene detrás.
»Dar dinero es únicamente un problema de fabricación de papel. Toda la cuestión es saber si los trabajadores producen en la medida de la fabricación del papel. Si el trabajo no aumenta y por lo tanto la producción queda al mismo nivel, el aumento de dinero no les permitirá comprar más cosas que las que compraban antes con menos dinero. Evidentemente esta teoría no hubiera podido suministrar la materia de una disertación científica. Al economista distinguido le importa sobre todo exponer ideas envueltas en frases sibilinas...
»Demostré a Zwiedineck que el patrón oro, la cobertura de la moneda, eran puras ficciones, y que me negaba en el futuro a considerarlas como venerables e intangibles; que a mis ojos el dinero no representaba nada más que la contrapartida de un trabajo y que no tenía por lo tanto valor más que en la medida que representase trabajo realmente efectuado. Precisé que allí donde el dinero no representaba trabajo, para mí carecía de valor.
»Zwiedineck se quedó horrorizado al oírme. Me explicó que mis ideas conmovían las nociones más sólidamente establecidas de la ciencia económica y que su aplicación llevaría inevitablemente, al desastre.
»Cuando, después de la toma del poder, tuve ocasión de traducir en hechos mis ideas, los economistas no sintieron el menor empacho, después de haber dado una vuelta completa, en explicar científicamente el valor de mi sistema»[12].
«Toda vida económica es la expresión de una vida psíquica», escribió Oswaldo Spengler en «Decadencia de Occidente». Y en efecto, el nacionalsocialismo modificó la economía de la nación en cuanto logró orientar hacia metas ideales la actitud psíquica del pueblo. La falsificación judía de la Economía Política, según la cual el trabajo es sólo una mercancía y el oro la base única de la moneda sana, quedó evidentemente al descubierto.
Muchos incrédulos investigadores fueron a cerciorarse con sus propios ojos de lo que estaba ocurriendo en Alemania. «Radcliffe Collage» de Estados Unidos, envió a Berlín al economista antinazi Máxime Y. Sweezy. Entre sus conclusiones publicadas en el libro «La Economía Nacionalsocialista», figuran las siguientes:
«El pensamiento occidental, cegado por los conceptos de una economía arcaica, creyó que la inflación, la falta de recursos, o una revolución, condenaban a Hitler al fracaso... Mediante obras públicas y subsidios para trabajos de construcción privada se logró la absorción de los cesantes. Se cuidó de que los trabajadores de determinada edad, especialmente aquellos que sostenían familias numerosas, tuvieran preferencia sobre los de menor edad y menores obligaciones... Se desplazó a los jóvenes desocupados hacia esferas de actividad de carácter más social que comercial, como los Cuerpos de Servicio de Trabajo, de Auxilios Agrícolas y de Trabajo Agrícola Anual.
»En el otoño de 1936 ya no existía duda alguna sobre el éxito del primer plan cuatrienal. La desocupación había dejado de ser un problema e inclusive se necesitaban más obreros. El segundo plan cuatrienal quedó bajo la dirección del general Goering, cuya principal meta era independizar a Alemania de todos los víveres y materias primas importadas... Con proteínas de pescado se manufacturaron huevos en polvo; los autobuses fueron movidos por medio de gas; se usó vidrio para fabricar tubería y material aislante; se implantó la regeneración del hule y la purificación del aceite usado y el tratamiento de la superficie de metal contra el moho. Se almacenó aserrín para transformarlo en una harina de madera que también se usó como forraje; el pan se elaboró, en parte, de celulosa; las cubiertas de las salchichas se usaron de celofán; se transformaron las papas en almidones, azúcares y jarabes.
»En Fallersleben se inició la construcción de no sólo la fábrica de automóviles más grande del mundo sino de la fábrica más grande del mundo de cualquier clase. El Volksauto (auto del pueblo) costaría mil ciento noventa marcos (más de dos mil pesos) en abonos de cinco semanarios.
»En seis años los nazis terminaron 3,065 kilómetros de carreteras, parcialmente, 1,387 kilómetros más, e iniciaron la construcción de otros 2,499 kilómetros.
»La estabilización de precios que resultó de la intervención oficial nazi debe conceptuarse como un éxito notable, único en la historia económica desde la revolución industrial... Esta experiencia permitió que prosiguiera la guerra sin que el problema de los precios preocupara a Alemania»[13].
¿Cómo había sido lograda esa milagrosa transformación si Alemania carecía de oro en sus bancos, si carecía de oro en sus minas y de divisas extranjeras en sus reservas? ¿De qué misteriosas arcas había salido el dinero para emprender obras gigantescas que dieron trabajo a 6.136,000 cesantes existentes en enero de 1933? ¿Había logrado, acaso, la piedra filosofal buscada por los antiguos alquimistas para transformar el plomo en oro?
La fórmula no era un secreto, pero sonaba inverosímilmente sencilla entre tanta falacia que la seudociencia económica judía había hecho circular por el mundo. Consistía, básicamente, en el principio de que «la riqueza no es el dinero, sino el trabajo». En consecuencia, si faltaba dinero, se hacía, y si los profetas del reino del oro gritaban que esto era una herejía, bastaba con aumentar la producción y con regular los salarios y los capitales para que no ocurriera ningún cataclismo económico.
El investigador norteamericano Sweezy pudo ver cómo se daba ese paso audaz y escribió:
«Los dividendos mayores del 6% debían ser invertidos en empréstitos públicos. Se considera que el aumento de billetes es malo, pero esto no tiene gran importancia cuando se regulan los salarios y los precios, cuando el Gobierno monopoliza el mercado de capitales y cuando la propaganda oficial entusiasma al pueblo».
Sweezy relata también que la economía nazi ayudó a los hombres de negocios a eliminar a los logreros de la industria; se ampliaron las subvenciones para las empresas productoras de bienes esenciales; se implantó un espartano racionamiento y el comercio internacional se rigió a base de trueque. Mediante el Frente Alemán del Trabajo «la ilusión de las masas se desvió de los valores materiales a los valores espirituales de la nación»; se aseguró la cooperación entre el capital y el trabajo; se creó un departamento de «Fuerza por la Alegría»; se agregó otro de «Belleza y Trabajo»; se implantó el mejoramiento eugenéfico y estético de los centros de trabajo. Para reducir las diferencias de clase, cada joven alemán laboraba un año en el «Servicio de Trabajo» antes de entrar en el ejército; se trasladaron jóvenes de las ciudades a incrementar las labores agrícolas; se movilizó a los ancianos a talleres especiales; a los procesados se les hizo desempeñar trabajos duros; a los judíos se les aisló del resto de los trabajadores, «con objeto de que el contagio fuera mínimo»; y las ganancias de los negociantes se redujeron a límites razonables.
El ex Primer Ministro francés Paul Reynaud dice en sus «Revelaciones» que «en 1923 se trabajaban en Alemania 8,999 millones de horas y en Francia 8,184 millones. En 1937 (bajo el sistema nazi que absorbió a todos los cesantes) se trabajaban en Alemania 16,201 millones de horas, y 6,179 millones en Francia». Como resultado la producción industrial y agrícola de Alemania llegó a sextuplicarse en algunos ramos y así la realidad trabajo fue imponiéndose a la ficción oro. Un viejo anhelo de la filosofía idealista alemana iba triunfando aun en el duro terreno de la economía. En sus «Discursos a la Nación Alemana» Juan G. Fichte había dicho en 1809 que «al alumno debe persuadírsele de que es vergonzoso sacar los medios para su existencia de otra fuente que no sea su propio trabajo».
Naturalmente que esto entraba en pugna con los intereses de una de las ramas judías que halla más cómodo amasar fortunas en hábiles especulaciones, monopolios o transacciones de Bolsa que forjar patrimonios mediante el trabajo constructivo. Esta implacable ambición que no se detiene ante nada ya había sido percibida años antes por el filósofo francés Gustavo Le Bon, quien escribió en «La Civilización de los Árabes»:
«Los reyes del siglo en que luego entraremos, serán aquellos que mejor sepan apoderarse de las riquezas. Los judíos poseen esta aptitud hasta un extremo que nadie ha igualado todavía».
Ciertamente Hitler repudiaba a esos reyes del oro y desde 1923 había escrito que el capital debe hallarse sometido a la soberanía de la nación, en vez de ser una potencia internacional independiente. Es más, el capital debe actuar —decía— en favor de la soberanía de la nación, en lugar de convertirse en amo de ésta. Es intolerable que el capital pretenda regirse por leyes internacionales atendiendo únicamente a lograr su propio crecimiento. En la democracia la economía ha logrado imponerse al interés de la colectividad, y si para sus conveniencias utilitarias es más atractivo financiar a los especuladores que a los productores de víveres, puede hacerlo libremente. De igual manera puede ayudar más a los capitales extranjeros que a los propios, si en esa forma obtiene dividendos mayores. El bien de la patria y de la nacionalidad no cuentan para nada en la «ciencia económica» del Reino del Oro.
Naturalmente, ese egoísmo practicado y propiciado por el judío fue barrido implacablemente en Alemania. Y una vez afianzada la economía nacionalsocialista, Hitler pudo anunciar el 10 de diciembre de 1940:
«Estoy convencido de que el oro se ha vuelto un medio de opresión sobre los pueblos. No nos importa carecer de él. El oro no se come. Tenemos en cambio la fuerza productora del pueblo alemán... En los países capitalistas el pueblo existe para la economía y la economía para el capital. Entre nosotros ocurre al revés: el capital existe para la economía y la economía para el pueblo, Lo primero es el pueblo y todo lo demás son solamente medios para obtener el bien del pueblo. Nuestra industria de armamentos podría repartir dividendos del 75, 140 y 160 por ciento, pero no hemos de consentirlo. Creo que es suficiente un seis por ciento... Cada consejero —en los países capitalistas— asiste una vez al año a una junta; oye un informe, que a veces suscita discusiones. Y por ese trabajo recibe anualmente 60,000, 80,000 ó 100,000 marcos. Esas prácticas inicuas las hemos borrado entre nosotros. A quienes con su genio y laboriosidad han hecho o descubierto algo que sirve grandemente a nuestro pueblo, les otorgamos —y lo merecen— la recompensa apropiada. ¡Pero no queremos zánganos!»
Muchos zánganos de dentro y de fuera de Alemania se estremecieron de odio y de temor.
Así se explica por qué el 7 de agosto de 1933 —seis años antes de que se iniciara la guerra— Samuel Untermeyer, presidente de la Federación Mundial Económica Judía, había dicho en Nueva York durante un discurso:
«Agradezco su entusiasta recepción, aunque entiendo que no me corresponde a mí personalmente sino a la "Guerra santa" por la humanidad, que estamos llevando a cabo. Se trata de una guerra que debe pelearse sin descanso ni cuartel, hasta que se dispersen las nubes de intolerancia, odio racial y fanatismo que cubren lo que fuera Alemania y ahora es hitlerlandia. Nuestra campaña consiste, en uno de sus aspectos, en el boicot contra todas sus mercancías, buques y demás servicios alemanes... El primer Presidente Roosevelt, cuya visión y dotes de gobierno constituyen la maravilla del mundo civilizado, lo está invocando para la realización de su noble concepto sobre el reajuste entre el capital y el trabajo»[14].
Es importante observar cómo seis años antes de que se encontrara el falso pretexto de Polonia para lanzar al Occidente contra Alemania, ya la Federación Mundial Económica Judía le había declarado la guerra de boicot. La lucha armada fue posteriormente una ampliación de la guerra económica.
Carlos Roel añade en su obra citada:
«La judería se alarmó, pues siendo el acaparamiento del oro y el dominio de la banca sus medios de dominación mundial, significaba un grave peligro para ello, el triunfo de un Estado que podía pasarse sin oro, y además, desvincular sus instituciones de crédito de la red internacional israelita, ya que muchos otros se apresurarían a imitarlo. ¿Cómo evitar ese peligro? No habría sino una forma: aniquilar a Alemania».
Agrega que esos amos del crédito realizan fabulosas especulaciones a costa del pueblo; fundan monopolios y provocan crisis y carestías. Y como están en posibilidad de elevar o abaratar los valores de Bolsa a su arbitrio, sus perspectivas de lucro se vuelven prácticamente infinitas. También Henry Ford habla de esto y refiere cómo los americanos fueron testigos durante 15 meses de una de esas típicas maniobras: «El dinero —dice— se sustrajo a su objetivo legal y fue prestado a los especuladores al seis por ciento, quienes a su vez volvieron a prestarlo al 30%».
Era, pues, tan bonancible la situación de los reyes del oro, que naturalmente se aprestaron con odio incontenible a combatir al régimen nazi. El ejemplo de éste desacreditaba la sutil telaraña de seudociencia económica tras la cual se hallaban apostados los magnates judíos al acecho de sus víctimas.
El sistema alemán de comerciar internacionalmente a base de trueque y no de divisas era también alarmante para esos profesionales especuladores. En respuesta a las críticas contra el trueque, Hitler dijo el 30 de enero de 1939:
«El sistema alemán de dar por un trabajo realizado noblemente un contrarrendimiento también noblemente realizado, constituye una práctica más decente que el pago por divisas que un año más tarde han sido desvalorizadas en un tanto por ciento cualquiera[15].
»Hoy nos reímos de esa época en que nuestros economistas pensaban con toda seriedad que el valor de una moneda se encuentra determinado por las existencias en oro y divisas depositadas en las cajas de los bancos del Estado y, sobre todo, que el valor se encontraba garantizado por éstas. En lugar de ello hemos aprendido a conocer que el valor de una moneda reside en la energía de producción de un pueblo».
La demostración de ese principio ponía automáticamente en evidencia el engaño que padecían otros pueblos. El judaísmo se sintió así herido en dos de sus más brillantes creaciones: en el Oriente, su Imperio marxista se hallaba en capilla; en el Occidente, su sistema económico supercapitalista de especulaciones gigantescas estaba siendo desacreditado ante los ojos de los pueblos occidentales que eran sus víctimas.
Y de ahí nació la entonces tácita alianza entre el Oriente y el Occidente para aniquilar a la Alemania nazi. Ni los yugoeslavos, ni los belgas, ni los franceses, ni los ingleses, ni los americanos, tenían por qué lanzarse a esa lucha, mas para los intereses israelitas era indispensable empujarlos. ¡Con los mismos pueblos que en cierto modo eran sus víctimas, el judaísmo político iba a afianzar su hegemonía mundial!
Henry Ford escribió en 1920 que
«existe un supercapitalismo que se apoya exclusivamente en la ilusión de que el oro es la máxima felicidad. Y existe también un supergobierno internacional cuyo poderío es mayor que el que tuvo el Imperio Romano».
Pues bien, ese supergobierno iba a realizar la fabulosa tarea de lanzar a los pueblos occidentales a una guerra que era ajena a los intereses de esos pueblos e incluso perjudicial para ellos.
PROFUNDAS RAICES EN EL ALMA COLECTIVA
Las realizaciones del nacionalsocialismo eran la cúspide de una montaña de fuerzas psicológicas que asentaban sus cimientos en el alma colectiva del pueblo alemán.
Aunque los gobiernos influyen en los pueblos y los encauzan, es el alma de la nación la que les infunde o no el toque de grandeza. Cuando ese espíritu falta, las instituciones son simples «gerencias» administrativas, más o menos toleradas o más o menos populares, pero carentes del fuego que arde en los movimientos históricos que graban épocas milenarias en el Destino de los pueblos.
El movimiento nazi encontró cualidades populares —rezumadas a través de siglos y de generación en generación— que hicieron posibles sus centelleantes realizaciones. No era, por tanto, un movimiento de exportación. Muchos años antes había comenzado a abonarse el terreno mediante la típica disciplina alemana en la escuela y el cuartel. De ella nacieron o se acrecentaron en Alemania las cualidades de orden, de atención concentrada, de paciencia y de minuciosidad.
Desde siglos antes el servicio militar había inculcado reverente culto por la Patria y la nacionalidad; las universidades habían abierto todas las puertas del conocimiento humano a una enorme masa de ciudadanos. Hitler se encontró así a un pueblo culto, pero que gracias a sus reservas vitales —y al ejercicio de la fuerza de voluntad desde la escuela hasta el cuartel— no había caído en la degeneración libresca del intelectualoide que repudia la acción, el esfuerzo, el sacrificio y la disciplina. Este último disfraza su pereza con sapiencia, pero en vez de una acción sostenida sólo realiza un estéril mariposeo de idea en idea.
Por otra parte, la dictadura de Hitler en Alemania tenía un significado muy distinto a las dictaduras habidas en otros países, donde los dictadores imponen su dominio y el de su camarilla, pero no imponen métodos para realizar ideales. Es esta una fundamental diferencia.
Cuando un pueblo ansía sustraerse al dominio de un grupo político, ese anhelo es una fuerza libertadora. Por eso Spengler dice que en esencia «la libertad tiene algo de negativo; desata, liberta, defiende; ser libre es siempre quedar libre de algo». Pero en Alemania nacionalsocialista el pueblo no deseaba sustraerse a su ideal de grandeza y a su aspiración de adquirir espacio para vivir. No deseaba libertarse de su ideal nacionalista; y supuesto que Hitler implantaba una dictadura para realizar esos ideales, el pueblo estaba con él. La dictadura la llevaba el pueblo en su propia alma y era la dictadura de sus ideales. Por eso Hitler —que fue símbolo viviente y bandera humana de esos anhelos —arrastró multitudes.
Esto constituía la característica específica, diacrítica, propia, de la dictadura nacionalsocialista. La dictadura es un instrumento, no una «cosa en sí»; puede ser buena o mala, querida u odiada, según el fin a que se oriente. 458 años antes de nuestra Era, cuando los romanos se hallaban aflictivamente sitiados por los ecuos, recurrieron a Lucio Quincio Cincinato y lo nombraron dictador. Cincinato organizó nuevos ejércitos, restableció la confianza y derrotó a los ecuos.
Frecuentemente se ha visto en la historia que los pueblos en zozobra recurren a la voluntad de un hombre para encontrar su propio camino y cuando en esos momentos aflictivos hallan a ese hombre resuelto a asumir la responsabilidad de todos, la tensión disminuye y la esperanza resurge. La dictadura es una necesidad esporádica en la historia de la humanidad. Si en el caso de Alemania se la vilipendió tanto, fue por intereses partidistas, más no porque en realidad fuera un régimen contrario a la voluntad popular.
La dictadura nazi irrumpió duramente en la vida de Alemania. Hitler mismo lo advirtió así: «El nacionalsocialismo no es ninguna doctrina de quietud; no es una doctrina de goce, sino de esfuerzo y de lucha». Y sin embargo halló adhesión entusiasta porque no era molicie lo que el pueblo deseaba. Así lo revelaban ya los pensadores alemanes después de 1918 al quejarse de que
«ahora vivimos el happy end de una existencia sin contenido, a través de cuyo aburrimiento la música de jazz y los bailes negros entonan la marcha fúnebre de una gran cultura. Hacemos el muerto como insectos humanos». (Spengler).
Pero a partir de 1933 en que los nazis adquirieron el poder, la disciplina y el esfuerzo fueron materializando nuevas instituciones y poniendo en juego las inactivas energías de la nación. Se establecieron centros juveniles como el de Sonthofen, para crear jóvenes «rectangulares de cuerpo y alma». «Los hombres no deberán preocuparse más de la selección de perros, caballos y gatos, que de levantar el nivel racial del hombre mismo».
Ciertos observadores extranjeros se escandalizaban —quién sabe por qué— de que en las escuelas alemanas se les inculcara a los educandos: «muchachos; tienen que ser duros y resistentes... duros como el acero; ¡el Fuehrer lo quiere!» Desde los catorce hasta los 18 años los muchachos alemanes pertenecían a la Juventud de Hitler, dotada de secciones de aviación, de fusileros, etc., y se les impartían conocimientos de política que en otros países difícilmente logran incluso los adultos.
Contra la internacionalización del obrero proclamada por el marxismo se instituyó el Frente de Trabajo y se alentó el sentimiento de la comunidad nacional. El trabajador no era ni un paria respecto a las demás clases ni un privilegiado aristócrata de overol. El frente del trabajo imponía al patrón «el deber de ser considerado y justo con el obrero». Para esto funcionaba el Tribunal de Honor Social, pero naturalmente su eficacia no se fincaba sólo en bellos reglamentos, sino en la espontánea disposición de patrones y obreros a cooperar al resurgimiento de la nación. La indemnización por despidos injustos ascendía a un año de salario. Pero más que las sanciones, lo que acercaba a las diversas clases y las fundía en un mismo bloque de trabajo era el ideal de una patria grande. Despertar estas fuerzas psicológicas tiene mucho más valor en la práctica que expedir leyes cuya evasión es siempre factible.
En tres años se construyeron en las ciudades 701,552 viviendas populares, con alquiler no mayor de la quinta parte de los ingresos del inquilino. Para evitar amontonamientos deprimentes las viviendas eran de una sola planta y tenían jardín. Además, el Frente del Trabajo terminó en dos años 21,301 casas de colonos y 59,000 más se hallaban en construcción[16].
El Frente cuidaba también de los obreros temporales como los de la construcción, que incluso tenían derecho a vacaciones.
«El número de obreros con derecho a vacación en Alemania es más del doble del de los demás países. El promedio de vacaciones es también mayor... Una dependencia del FAT, la Fuerza por la Alegría, atiende a la inversión del ocio. Ningún otro Estado presenta una institución de recreo semejante. Más de 5 millones de personas que no habían salido o habían salido raramente de los muros de su ciudad, han podido conocer lo más hermoso de la patria alemana»[17].
Las crecidas utilidades obtenidas por un sector no se interpretaban como síntoma de auge nacional, sino como una irregularidad económica que debía ser corregida en beneficio del bienestar colectivo, pues «la economía próspera debe apoyarse en un alto nivel de vida de la masa».
En la obtención de trabajo era factor decisivo el número de miembros de la familia. Y el seguro social, establecido por Bismarck en 1880, alcanzó en 1937 el primer lugar del mundo. La beneficencia pública recurría a la colecta del Plato Único en la comida del domingo; lo economizado por cada ciudadano se destinaba a ayudar a la colectividad. En tres años las colectas ascendieron a 1,095 millones de marcos. Hitler no quería —dice el Dr. Rauecker— que esto fuera sustituido por impuestos, pues sostenía que «el sentimiento de responsabilidad social del individuo no debe debilitarse por medio del impuesto». En vez de una ayuda mecanizada y forzosa se apelaba a los sentimientos de camaradería y justicia. Carlos Roel cita —«Hitler y el Nazismo»— que el departamento de Fuerza por la Alegría, cuya tarea consistía en hermosear el medio ambiente de los obreros en las fábricas y hacerles su tarea menos fastidiosa, les decía:
«No prometemos las utopías del marxismo. No; nosotros decimos al hombre que trabaja y crea, que la vida es dura y está llena de dificultades de las cuales no podemos librarlo, porque no hay poder en el mundo capaz de ello. Le decimos, empero, que lo esencial no es que desaparezcan los inevitables trabajos del hombre, sino que éste tenga la fuerza suficiente para afrontarlos. Y esa fuerza queremos dársela por medio de la alegría y la comunidad».
Todo este movimiento constructivo era naturalmente contrario a la demagógica agitación marxista que divide en vez de unir y que Oswaldo Spengler sintetiza así en «Años Decisivos»:
«Para el comunismo no se entiende por pueblo a la nación toda, sino a la parte de la masa ciudadana que se rebela contra la Comunidad. El trabajador pasa a ser el obrero propiamente dicho, el sentido y el fin de la historia, de la política y de la preocupación pública. Se olvida que todos los hombres trabajan y que hay otros que rinden más: el inventor, el ingeniero, el organizador. Pero nadie se atreve ya a acentuar la categoría, la calidad de un rendimiento. Sólo el "trabajador" halla compasión, sólo él es auxiliado, protegido y asegurado. Más aún, es elevado a la categoría de santo e ídolo de la época. El mundo gira en torno suyo, todos los demás son haraganes; sólo él no... Los representantes del pueblo viven de esta leyenda, han acabado por persuadir de ello a los propios asalariados, quienes se sienten realmente maltratados y miserables, hasta perder todo criterio de su verdadero valor. El que ha provocado esto no es el trabajador, sino el vagabundo, como se le llama en la correspondencia entre Marx y Engels... Ninguno se atreve ya a declarar que quiere representar a otras partes de la nación que al obrero. A éste lo tratan como clase privilegiada, por cobardía o en espera de éxitos electorales».
Pero volviendo al examen de lo que era el Estado Nazi cabe citar que en el ramo de la producción intelectual se publicaron... 25,439 libros tan sólo en 1938, según dice el investigador americano Máxime Y. Sweezy, en «La Economía Nacionalsocialista».
Refiriéndose a las realizaciones de su régimen, Hitler pudo anunciar el 30 de enero de 1939:
«Esquilmado por el resto del mundo durante 15 años, cargado de de-udas enormes, sin colonias, el pueblo alemán es alimentado y vestido y no tiene cesantes. Y la pregunta es: ¿Cuál de las sedicentes grandes democracias estaría en condiciones de lograr una cosa tan difícil?»
Esta era una respuesta a la campaña que se había iniciado en Occidente contra Alemania, pero Hitler quiso enfatizar que se trataba de una simple réplica, y precisó: «No exportamos el nacionalsocialismo ni tenemos motivos para combatir a otros pueblos porque sean demócratas».
Cada nación es libre de escoger su propio sistema de gobierno; al reconocer esa libertad para los demás, Alemania reclamaba igual derecho para sí.
ZANJANDO LAS VIEJAS RENCILLAS CON FRANCIAAl finalizar la primera guerra mundial, Alemania fue mutilada y reducida a 472,000 kilómetros cuadrados (la cuarta parte de México), y perdió el dominio sobre 6 millones y medio de alemanes, los cuales en contra de su voluntad fueron anexados a otros países.
Además, se la obligó a desmilitarizar el Sarre y la Renania. Que un país se vea forzado a prescindir de la soberanía nacional, aun dentro de sus propias fronteras, es un hecho humillante que no puede durar indefinidamente. Por eso en enero de 1935 se efectuó un plebiscito en el Sarre para saber si la población alemana quería seguir perteneciendo a Alemania o no. La respuesta fue afirmativa en un 90% (477,000 contra 48,000 votos) y en consecuencia se restableció la soberanía nacional alemana sobre aquella zona del país que había estado siendo administrada con intervención de Francia. Con tal motivo, Hitler anunció el 15 de ese mes:
«Compatriotas alemanes del Sarre: su decisión me da hoy la posibilidad de declarar que una vez efectuada su reincorporación al territorio del Reich, Alemania no hará ya ninguna reclamación territorial más a Francia. Esta es nuestra contribución histórica y de sacrificio en pro de la tan necesaria pacificación de Europa. Nosotros no luchamos hoy por una posición de poderío mundial; luchamos simplemente por la existencia de nuestra patria, por la unidad de nuestra nación y por el pan cotidiano para nuestros hijos. Si partiendo de este punto de vista tratamos de buscar aliados en Europa, sólo dos Estados deberán tomarse en cuenta: Inglaterra e Italia».
Hitler refrendaba así su propósito de no buscar querella con Occidente. Desde el 2 de noviembre de 1933 el embajador alemán en Washington, Luther, había notificado al Departamento de Estado que Hitler prometía no pedir jamás la devolución de Alsacia y Lorena, provincias que en la guerra de 1914 le fueron quitadas al Reich y anexadas a Francia.
Sin embargo, ese propósito de zanjar dificultades con Francia tuvo inmediatamente después una hostil respuesta por parte de los gobernantes franceses, quienes el 2 de mayo (1935) concertaron un tratado con la URSS para cercar a Alemania. Otro convenio semejante fue firmado el día 16 entre Checoslovaquia y Rusia. No obstante, Hitler continuó su política de acercamiento con Francia e Inglaterra.
El 7 de marzo de 1936 Alemania dio otro paso más para recuperar su soberanía dentro de sus fronteras y militarizó su propio territorio de la Renania. El acuerdo adoptado en 1918 para que Alemania no tuviera soldados en esa provincia suya, no podía ser sino una medida transitoria de emergencia, pero no una claudicación definitiva. ¿Podrían tolerar indefinidamente otros países la exigencia de no tener tropas en determinadas regiones de su propio suelo?
Pero tal acontecimiento fue difundido en el mundo entero como principio de una espantosa amenaza sobre Occidente. El 31 de marzo de 1936 Hitler anunció su plan de paz, significativamente dirigido al Mundo Occidental; pedía igualdad de derechos para todos los países europeos y prometía que Alemania respetaría las fronteras en el Oeste. Nada remotamente parecido ofrecía respecto a las fronteras de Oriente, concernientes a la URSS. En noviembre de ese mismo año hizo más patente su actitud antibolchevique y firmó el Pacto Antikomintern con el Japón, al cual Mussolini se adhirió un año más tarde. Francia e Inglaterra tenían así pruebas inequívocas de que Hitler no marchaba contra ellas, sino contra Moscú.
Una vez resuelto que el Sarre y la Renania (por ser provincias alemanas), quedaban sujetas al control soberano del Estado alemán, la atención de Hitler se volvió hacia su provincia natal de Austria, cuya unificación con Alemania era un viejo sueño de la población germana. En efecto, al finalizar la primera guerra mundial, la Asamblea Nacional Austríaca había decidido el 12 de noviembre de 1918 que Austria se incorporaría a la comunidad de Estados Alemanes. Pero este acuerdo fue inmediatamente contrarrestado por las potencias aliadas, las cuales prohibieron esa fusión, según el artículo 88 del Tratado de Paz de Saint-Germain. Tal prohibición violaba el principio de la libre autodeterminación de los pueblos, proclamado por los propios aliados.
La asamblea Nacional Austríaca protestó porque no se le permitía su unión con Alemania, pero su protesta fue desoída. Tres años después, en 1921, la Asamblea Nacional Austríaca organizó un referéndum en el que cada ciudadano contestaría a la siguiente pregunta: «¿Debería el Gobierno Federal solicitar el permiso del Consejo de la Liga de las Naciones para la unión de la República Austríaca con el Reich Alemán?» Inmediatamente Francia y Yugoslavia hicieron presión para que el plebiscito se suspendiera, de tal manera que sólo pudo realizarse en el Tirol y en Salzburgo, con 243,848 votos en favor de la unificación y 2,682 en contra.
Lazos de sangre, de idioma, de religión, de costumbres, de confraternidad en las armas, hacían de Austria esencialmente una provincia alemana. El hecho mismo de que Hitler, austríaco, hubiera sido elevado en 1933 a la categoría de Fuehrer de Alemania, era la mejor demostración de que no se trataba de dos pueblos, sino de uno solo —el pueblo alemán— cuya total unificación reclamaba la incorporación de Austria.
A principios de 1938 hizo crisis el deseo popular de que Austria se incorporara a la comunidad de Estados Alemanes. Entonces el Canciller austríaco Schuschnigg, aconsejado por el Ministro francés Puaux, lanzó sorpresivamente una convocatoria para realizar un plebiscito en el término de tres días. Como no había padrones recientes y una gran parte de la población creyó que se trataba de una maniobra fraudulenta, comenzaron a ocurrir desórdenes y manifestaciones.
Hitler pidió que el plebiscito se pospusiera a fin de que se le preparara convenientemente, y al no conseguirlo ordenó que las tropas entraran en paz entraran en Austria. Esto ocurrió el 12 de marzo (1938) y la población recibió con frenéticas muestras de simpatía a sus hermanos del Norte. Ese mismo día Hitler llegó a Viena. El antiguo ejército austríaco desfiló junto con sus compatriotas del 8o. ejército alemán al mando del general Von Bock.

[1] «La Revolución Comunista, por consecuencia, no será una revolución puramente nacional. Se producirá al mismo tiempo en todos los países civilizados... Será una Revolución mundial y deberá tener, en consecuencia, un terreno mundial». — Principios de Comunismo. —Engels. — 1848.
[2] Paz y Guerra. — Cordell Hull, Secretario de Estado Norteamericano.
[3] Mi Informe Sobre los Rusos. — William L. White.
[4] Roosevelt y Hopkins. — Robert E. Sherwood.
[5] En Nueva York se encuentra el Kahal, gobierno judío, y el Templo Emanu-El, Sinagoga Catedral del país. En 1900 había 500,000 hebreos en Nueva York, y en 1937 ascendían a 2.035,000, sin contar los que se ocultan bajo otra nacionalidad postiza.
[6] El historiador judío Emil Ludwíg admite (en su libro «Vida de Roosevelt») que Franklin D. Roosevelt era descendiente del israelita Claes Martensen, emigrado de Holanda a E.U. en 1650.
[7] En esa época la mano pro-soviética de Roosevelt logró asimismo un artificial florecimiento del marxismo en Latinoamérica. Sin el apoyo de las esferas oficiales hubiera sido imposible ese brote comunista en el Continente, como el del cardenismo en México.
[8] Roosevelt y Hopkins. — Por Robert E. Sherwood.
[9] Lo que España debe a la Masonería. — Eduardo Comín, Prof. de la Escuela General de Policía de Madrid.
[10] En 1291 los judíos fueron expulsados de Inglaterra, por considerárseles dañinos para la nación. En 1649 Menaseben Israel gestionó y obtuvo autorización para que regresaran, y desde entonces pudieron establecerse libremente en todas las ciudades británicas.
[11] «Hitler no se Equivocó». — F. H. Hinsley, Profesor de Historia de la Universidad de Cambridge.
[12] Conversaciones de Hitler Sobre la Guerra y la Paz. — Martín Bormann.

[13] Durante cinco años de guerra el costo de la vida en Alemania subió un doce por ciento, y los salarios en un once por ciento.
Alemania gastó en la guerra (sin incluir indemnizaciones a los aliados) 670,000 millones de marcos, aproximadamente dos billones y diez mil millones de pesos mexicanos. (El equivalente del presupuesto actual de México en 251 años).
[14] Hitler y el Nazismo.—Carlos Roel.
[15] Años más tarde Latinoamérica y otros países conocieron en carne propia tales especulaciones, pues habiendo vendido materias primas a equis precio, una desvalorización forzosa de sus divisas hizo que el beneficio de tales ventas disminuyera en casi un 50%.
[16] Acerca de construcciones de casas, Hitler proyectaba: «No solamente hace falta que los jardines de la infancia estén próximos a las casas... Nada de basuras que bajar, nada de combustibles que subir. Hay que conseguir incluso que el timbre del despertador ponga en movimiento el aparato eléctrico que hacer hervir el agua del desayuno. Tengo un hombre, Robert Ley, a quien bastará que confíe esta misión. Una señal, y lo pone todo en marcha».
[17] La política Social en la Nueva Alemania. Dr. Bruno Rauecker. (1937).
















Hitler es recibido en Viena al consumarse la unión de Austria. El hecho de que Hitler, austriaco, hubiera sido elevado a la categoría de jefe de Alemania, era la mejor demostración de que se trataba de un solo pueblo.
Hitler es recibido en Viena al consumarse la unión de Austria. El hecho de que Hitler, austriaco, hubiera sido elevado a la categoría de jefe de Alemania, era la mejor demostración de que se trataba de un solo pueblo.










En 1912, siendo un muchacho de 23 años, Hitler
«aspiraba a estar entre aquellos que tendrían la suerte de vivir y actuar allí donde debía cumplirse un día el más fervoroso de los anhelos de mi corazón: la anexión de mi querido terruño a la patria común: el Reich Alemán».
Y 26 años más tarde, ya como Fuehrer, Hitler proclamaba en Viena el 15 de marzo de 1938:
«Es esta la hora más feliz de mi vida, en la que puedo anunciar a la Historia, como Presidente y Canciller de la Nación Alemana y del Reich, la incorporación de mi país natal al Reich Alemán. Alemania, pueblo alemán, partido Nacional Socialista ¡salud y victoria!»
El diplomático Von Papen, en muchos aspectos opositor a Hitler, refiere así aquellos momentos:
«La fantástica ovación había llevado a estos jefes de partido, ya cur-tidos, a un estado de éxtasis. Era una experiencia extraordinaria, y la repetición incesante del grito triunfal: “¡Heil, Heil, Sieg Heil” sonaba en mis oídos como un toque de somatén. Cuando Hitler se volvió hacia mí para hablarme, su voz parecía ahogada por sollozos: ¡Qué tarea inmensa tenemos ante nosotros, Herr von Papen; nunca debemos separarnos hasta que nuestro trabajo esté terminado!».
Aunque fotografías y noticieros de las más diversas fuentes captaron como testimonio viviente el júbilo con que la provincia austríaca se adhería a la comunidad alemana, y aunque los corresponsales extranjeros informaron de ese estado de ánimo, una corriente propagandística mundial no tardó en referirse a Austria como a un país inicuamente sojuzgado, aunque quedaba sin explicación el hecho de que los «sojuzgados» aclamaran gozosos en las calles a sus «sojuzgadores» y de que no hubiera ni un tiro, ni un acto de sabotaje, ni una protesta.
El plebiscito efectuado el 10 de abril de ese mismo año de 1938 arro-jó un resultado de 4.273,000 votos en favor de la fusión y 11,000 en contra.
La incorporación de Austria a Alemania era mil veces menos objetable y discutible que la anexión de Georgia, Azerbaiján, Armenia, Kaskastán, Uzbakistán, Turkmenia, Tadjikia y Kirghisia a la URSS, ya que estas ocho provincias o países soberanos totalizaban 25 millones de habitantes que en su mayoría ni siquiera hablaban el ruso. Entre ellos y sus anexadores no había lazos de sangre, ni de religión, ni de costumbres. Su incorporación no fue en todos los casos pacífica e incruenta, sino realizada bajo el persuasivo recurso del terror y de las «purgas».
No obstante, un discreto manto de silencio, apenas descorrido en esporádicos y comedidos relatos «objetivos», había solapado la expansión de la URSS, en contraste con la forma sensacionalista y capciosa con que se pretendía hacer del caso austríaco un motivo de agitación mundial contra Alemania.
Y es que estaba ya erigiéndose el escenario para lanzar a Occidente a una guerra ajena y hasta perjudicial a sus intereses.

EL TALÓN DE AQUILES DEL NACIONALSOCIALISMOEl nacionalsocialismo había surgido como la llama de un movimiento ideológico opuesto al marxismo-israelita. Sus enemigos naturales eran Moscú y los círculos judíos de Occidente. Estos se hallaban empeñados tanto en ayudar a la URSS como en evitar que el nacionalsocialismo siguiera poniendo al descubierto los sistemas de explotación del Reino del Oro.
Tales eran los enemigos exteriores de la Alemania de Hitler. Más en el interior había un punto débil, un talón de Aquiles, y paradójicamente este punto débil lo formaban los conservadores y la mayoría de los generales. Eruditos y eficientes en su profesión, muchos de los generales eran esencialmente apolíticos, quizá hasta la exageración.
No concebían que los nuevos tiempos reclamaran de un país la más firme y absoluta unidad; unidad de pensamiento y de acción. Creían que la nueva doctrina debería limitarse a la calle y a los partidos, pero sin absorber a la tropa. Su criterio extraordinariamente especializado llegó a creer que el ámbito militar debería formar un mundo diferente y autónomo dentro de la nación[1].
Y es curioso que en su afán de apolíticos a ultranza muchos generales cayeran en el error de hacer una política blanca, aséptica; una política carente de meta nacional. La campaña de vacío que trataron de formar para el ejército fue consecuentemente el primer punto débil del movimiento nazi. Así fue como en mayo de 1933 la presión de los generales evitó que el partido nazi absorbiera a los militares. Y así fue como el general Werner von Fritsch, comandante en jefe del ejército, daba a sus subalternos un ejemplo de desprecio hacia el nuevo movimiento político. Su sucesor, von Brauchitsch, mantenía lazos con los social-demócratas, que no eran sino la bifurcación más desleída y timorata de los izquierdistas, y llegó a participar en juntas antinazis tendientes a un golpe de Estado, cosa que dejó de hacer hasta que Hitler vigorizó su posición tras la unión pacífica de Austria[2].
Y así fue también como el general Ludwig Beck, que hasta octubre de 1938 ocupó el cargo de jefe del Estado Mayor General, sustentaba la irrealizable tesis de que el ejército alemán no debería combatir contra nadie. Era este un general y un alemán muy extraño; de todo lo que significara guerra no quería ni oír hablar; gustaba más de París que de Berlín y su hija se educaba en Francia.
Beck fue el primero de los grandes conspiradores que tuvo Alemania en la Segunda Guerra. Siendo todavía jefe del Estado Mayor General hizo un extenso memorándum en el que analizaba el estado del ejército alemán y su probable desarrollo; durante un viaje a París se llevó una copia y la entregó a unos amigos extranjeros, quienes a su vez llevaron el documento a Nueva York, según dice el historiador Curt Riess.
El general Beck tenía amigos israelitas y condenaba el «antisemitismo» de los nazis. Posteriormente, ya en plena guerra, todavía sostenía correspondencia con el extranjero. En «Gloria y Ocaso de los Generales Alemanes», Riess dice que
«empleaba en su correspondencia un lenguaje incomprensible para los secuaces de Hitler. Acaso al último se cansaron de leer sus cartas para pensar que el hombre estaba descentrado. Pero Beck no estaba descentrado, ni mucho menos... »
Simplemente era un enemigo del régimen y seguía revelando secretos. Durante seis años trabajó hábilmente en su conspiración y no fue descubierto sino hasta 1944, a finales de la guerra, cuando participó decisivamente en la conjura para asesinar a Hitler.
Los generales von Fritsch y von Brauchitsch no llegaron a esos extremos, pero en compañía de otros generales trataban de mantener al ejército fuera de la influencia de Hitler, a quien no consideraban de su clase y veían despectivamente como «el cabo». Sus incipientes actividades de conspiración cesaron por un tiempo al ver que la anexión de Austria se había realizado pacíficamente. Von Fritsch se decepcionó y le dijo al general Halder: «Es inútil. Este hombre es el sino de Alemania, y este sino debe seguir su camino hasta el fin».
Por otra parte, los generales Von Hammerstein-Equord y Schleicher (ex Ministro de la Defensa) simpatizaban con los círculos izquierdistas

[1] Años después, terminada la guerra, el general Von Manteuffel escribió contra ese error: «El estrecho ligamen de las acciones políticas y el despliegue del poder militar en el sistema bolchevique obliga, si es que se confía en poder oponer una resistencia a este poder, a echar por la borda el concepto anticuado de un ejército apolítico».
[2] El proceso de Nurembeirg. — Broadcasting Corporation.











Hitler llega a Viena el día de la anexión, 15 de marzo de 1938. «Es ésta la hora más feliz de mi vida, en la que puedo anunciar a la historia la incorporación de mi país natal al Reich alemán... »





izquierdistas y mantenían relaciones sospechosas con extranjeros. La Gestapo intentó capturar a Schleicher, pero éste opuso resistencia y fue muerto.
Pero el más extraordinario de los conspiradores, que logró conservar hasta fines de la guerra su estratégico puesto de Jefe del Servicio Secreto Alemán, fue el Almirante Guillermo Canaris, hijo de la inglesa Auguste Amélie Popp y descendiente de griegos o de italianos por la rama paterna. Según el escritor antinazi Kurt Singer, en la primera guerra Canaris facilitó la captura de la espía alemana «Mata Hari» (Margarete Gertrude Zelle) mediante el discreto recurso de usar en un mensaje una clave que ya había sido descifrada por los franceses. Pero su traición pasó inadvertida y durante muchos años estuvo haciendo méritos hasta que durante el régimen de Hitler fue ascendido a Jefe del Servicio Secreto, donde disponía de quince mil subordinados.
Una de las primeras actividades de Canaris fue trazar un plan para derrocar a Hitler, pero no pudo realizarlo debido a los triunfos que logró el Fuehrer en los primeros años de su Gobierno. Los principales colaboradores del Almirante, mayor Hans Oster, coronel Piekenbrok y teniente coronel Groscourth, eran también conspiradores. Para la Delegación del Servicio Secreto en Viena, Canaris seleccionó al coronel Marogna-Redwitz, igualmente enemigo de Hitler. Fue tan hábil Canaris para ganarse la confianza de sus superiores (contra los cuales conspiraba), para seleccionar colaboradores que no comprometieran su movimiento y para presentar en su favor pequeños triunfos y deslizar imperceptibles traiciones, que bien puede ser considerado como uno de los más finos conspiradores que conoce la Historia.
En el lejano sector de las finanzas el Dr. Horace Greeley Hjal-mar Schacht encabezaba un tercer grupo conspirador, bien encubierto. Fingiéndose amigo de Goering, primero, y luego de Hitler, actuó como Presidente del Reichsbank desde marzo de 1933 hasta enero de 1939; como Ministro de Economía desde julio de 1934 hasta noviembre de 1937, y como ministro sin cartera hasta enero de 1943. El caso de Schacht es extraordinario. En 1908 se hizo masón, siguiendo la tradición de su familia, pues su abuelo Christian Ulrich había figurado entre los grandes «maestres» de su época. A través de la masonería Schacht se vinculó con numerosos judíos banqueros internacionales, quienes lo ayudaron a prosperar en su carrera.
En 1923 el israelita Montagu Norman, Gobernador del Banco de Inglaterra, prácticamente le dio el espaldarazo a Schacht, facilitándole un triunfo profesional que comenzó a hacerlo famoso en Alemania. Posteriormente Montagu Norman fue padrino de un nieto de Schacht, al que se puso por nombre Norman.
En 1933 Schacht se vinculó en Nueva York con influyentes «hermanos» masones judíos, tales como David Sarnoff (emigrado de Rusia a EE. UU.), James Speyer, y el rabino Wise. Según el mismo Schacht dice en sus «Memorias», consideró más efectivo trabajar contra el movimiento de Hitler estando dentro del Gabinete que fuera de él. Y en efecto, así fue. Inteligente y capaz en su profesión, siempre encontraba pretextos lógicos para retardar y sabotear los planes económicos de Hitler, muy particularmente todo lo que se refería al armamento del ejército.
Este banquero, al que periodistas judíos bautizaron como «el mago de las finanzas», estuvo secretamente al servicio de la «Internacional Dorada» (el reino del oro montado por las finanzas judías), y dentro de Alemania conservó estrechos nexos con los banqueros israelitas von Mendelssohn, Wassermann, Warburg y otros menos conocidos. En 1938 trabó contacto con los generales von Witzleben y Halder (jefe del Estado Mayor General), tratando de dar un golpe para derrocar a Hitler, pero la anexión pacífica de Austria frustró esa conspiración. Sin revelar entonces el motivo, Schacht se
Schacht acompaña a Hilter, mientras conspira contra él




Almirante Canris, también conspirador, formaba parte del gobierno de Hitler nada menos que como jefe del Servicio Secreto. Habilidad extraordinaria.
General Ludwing Beck, conspirador. Conocía inti-mamente el Estado Mayor General y enviaba informes al extranjero. Fue descubier-to hasta 1944 y trató de sui- cidarse. separó de su primera mujer, Luisa, porque ésta era sincera partidaria de Hitler[1].
Por otra parte, alrededor de Franz von Papen (antecesor de Hitler en la Cancillería y reservado opositor de éste) se formó un cuarto grupo enemigo del Fuehrer, integrado por Bose, Ketteler, Kageneck, Tschirschky y von Haeften. Ketteler realizó preparativos para asesinar a Hitler, pero la Gestapo lo descubrió y lo ejecutó. Respecto a Tschirschky también tuvo sospechas la Policía, mas von Papen lo ayudó y logro huir al extranjero. El mismo von Papen refiere («Memorias») cómo se valió de Kageneck para enviar sus archivos secretos al Banco de Zurich, y cómo recurría al Almirante Canaris en demanda de protección para sus ayudantes a quienes ya la Policía les pisaba los talones.
El ex jefe del Estado Mayor General, general Ludwig Beck; el jefe del Servicio Secreto, Almirante Guillermo Canaris, y el Ministro de Economía, Hjalmar Schacht, eran en 1937 y 1938 jefes de los tres grupos más poderosos de conspiración. Detrás de ellos, como máximo coordinador y alentador, actuaba en las sombras el Dr. Goerdeler, quien desde 1933 comenzó a recibir dinero del extranjero y «pudo tomar contacto con los estadistas más importantes del mundo, el presidente Roosevelt y Churchill», según investigaciones publicadas por el historiador antinazi Walter Goerlitz[2].
Habiendo tantos conspiradores, y tan encumbradamente acomodados, el régimen de Hitler se salvó, por muy estrecho margen, de caer en 1938.
DESPEJE DEL
FLANCO DERECHO
Para mediados de 1938 todo el servicio diplomático y la prensa oficial alemana se hallaban empeñados en reiterar que Alemania no tenía propósito ninguno de lesionar los intereses de los países occidentales. Después de veinte años Hitler conservaba la misma política expuesta durante sus primeras actuaciones públicas. Las viejas rencillas con Francia habían sido zanjadas, por parte de Alemania, con el restablecimiento de la soberanía alemana en los territorios del Sarre y la Renania y con la renunciación a las provincias de Alsacia y Lorena. Concluido ese ajuste en su frontera con Occidente, Hitler cambió su atención hacia la provincia austríaca del sur. Y una vez lograda su anexión inició resueltamente el viraje de todos sus dispositivos hacia el gran encuentro con la URSS.
Fue entonces cuando Hitler trató de poner las bases para asegurar en el sureste el flanco derecho de su marcha hacia el Oriente. En el sureste se hallaba Checoslovaquia. Era un Estado pequeño pero relativamente muy poderoso desde el punto de vista militar. Checoslovaquia había sido inventada a raíz de la terminación de la guerra de 1918 y para formarla fue necesario obsequiarle una parte del territorio alemán y dos millones de habitantes alemanes. Hitler reclamaba la devolución de esos contingentes y este fue el principio de un nuevo incidente.
El Presidente Benes, de Checoslovaquia, había recibido en 1936 una invitación de Hitler para resolver amistosamente sus dificultades; es más, se le reveló el secreto de que Alemania esperaba grandes acontecimientos en Rusia (un golpe de Estado antibolchevique) y de que desearía un armonioso arreglo germano-checoslovaco, a fin de tener las manos libres para alentar la esperada rebelión antisoviética. Pero Benes se colocó entonces de parte de Stalin, rechazó la amistad de Alemania y se apresuró a poner sobre aviso a Moscú, según lo dice Churchill en sus Memorias.
Con este acto Benes prestó un enorme servicio al bolchevismo y en gran parte frustró la ayuda alemana a los rusos anticomunistas. (Cuando años más tarde Benes creyó que recibiría una recompensa, sufrió la más terrible decepción y vio cómo la URSS absorbía íntegramente a Checoslovaquia y aplastaba todo vestigio de autonomía nacional. Su error le costó la vida).
Era evidente que Alemania no podía atacar a la URSS mientras no conjurara la amenaza que Checoslovaquia ejercía contra el «bajo vientre» del sur de Alemania, que era una de sus regiones más vulnerables. De ahí la gran importancia de ese pequeño país; no se trataba de sojuzgar o no a una nación débil, sino de evitar que ésta fuera aprovechada como punto de apoyo para meterle zancadilla a una acción alemana contra Rusia.
Checoslovaquia tenía una alianza con Stalin. También tenía otra con Inglaterra y Francia. A Hitler no le interesaba que debido al problema checo se hicieran más tensas sus relaciones con Moscú, pero sí quería evitar a todo trance una dificultad con Inglaterra y Francia. Precisamente por eso Hitler buscó por todos los medios posibles que el conflicto con Checoslovaquia se arreglara mediante la amistosa intervención de Inglaterra y Francia, mas no con la de Rusia, y por eso invitó a Chamberlain (Premier británico) y a Daladier (Premier francés), para discutir ese problema.
Esto dio lugar a que se celebrara la conferencia de Munich, a la que asistieron Chamberlain, Daladier, Mussolini y Hitler, pero no Stalin. Hitler enfatizaba de este modo que «Alemania quiere aproximarse a todos los Estados, menos al imperio soviético», según lo había dicho en el Reichstag el 20 de febrero de 1938. Asimismo refrendaba lo escrito en «Mi Lucha»: «Paramos la eterna expedición alemana hacia el Sur y el Occidente de Europa, y dirigimos la mirada hacia el gran país del Oriente» (Rusia).
Mientras Hitler y Chamberíain conferenciaban en Godesberg, el Presidente Benes anunció por inalámbrica la movilización general.
«A pesar de esta desdichada provocación —dijo Hitler a Chamberlain[3]— cumpliré por supuesto mi promesa de no proceder contra Checoslovaquia durante las negociaciones... No es preciso que haya diferencias entre nosotros; nosotros no nos interpondremos en el camino de ustedes hacia la consecución de sus intereses extraeuropeos mientras ustedes puedan, sin perjuicio, dejarnos manos libres en el Continente, en la parte central y sudoriental de Europa».
De esas negociaciones efectuadas a fines de septiembre de 1938, surgió la fórmula para que Checoslovaquia devolviera a Alemania la región de los Sudetes y la población alemana que la habitaba. Además, se concertó un acuerdo germanobritánico que le aseguraba a Inglaterra su hegemonía en los mares. Chamberlain y Hitler declararon el 30 de septiembre:
«Consideramos el acuerdo suscrito en la tarde de ayer y el acuerdo naval germanoinglés como expresión simbólica del deseo de nuestros dos pueblos de no volver a hacerse jamás la guerra. Estamos decididos a tratar también otros problemas que afecten a nuestros dos pueblos, de acuerdo con el método de las consultas».
El júbilo en Alemania, en Inglaterra y en Francia era indescriptible. Parecía que al fin se habían disipado los nubarrones de guerra y que si ésta llegaba a estallar, sería sólo entre alemanes y soviéticos. El mismo Churchill escribe que «entusiastas turbas fueron a dar la bienvenida a Mr. Chamberlain en el aeropuerto», y lo mismo ocurría con Daladier en París. Era aquélla la expresión auténtica de la opinión pública, pero las secretas fuerzas judías redoblaron sus esfuerzos para desorientar, envenenar y utilizar en su provecho a los pueblos occidentales.
Churchill, que ya en varias ocasiones había rechazado todo acercamiento de Alemania a Inglaterra, se apresuró a decir en el Parlamento: «Hemos sufrido una derrota total y no mitigada». La posible caída del bastión checoslovaco que se interponía a la vera del camino entre Berlín y Moscú, era presentada así como una derrota para Londres y no para Moscú.
Días más tarde Churchill recibió el poderoso apoyo de Roosevelt y del grupo judío que se movía detrás de éste; fue invitado a visitar los Estados Unidos y declaró a través de la radio:
«¡Tenemos que rearmarnos!... No puede existir duda alguna de que tenemos que rearmarnos. La Gran Bretaña abandonará sus seculares costumbres e impondrá a sus habitantes el servicio militar obligatorio... ¿Es esto una llamada a la guerra? Declaro que esto representa la única garantía para la paz».
El tiempo demostró, sin embargo, que esos preparativos no podían conducir hacia la paz, sino hacia la más desastrosa de las guerras en que se hubiese empeñado el Imperio Británico.
En cuanto Alemania comenzó a resolver favorablemente el problema de Checoslovaquia, el 2 de septiembre de 1938 el Embajador soviético en Londres, o sea el judío Ivan Maisky, visitó a Churchill para gestionar que la base militar checoslovaca fuera mantenida como una posición de flanqueo contra Alemania. Angustiado, el ministro israelita de Relaciones Exteriores de Rusia, Litvinov, hizo otro llamado semejante. Churchill los atendió y redobló su campaña para desacreditar el acuerdo germanobritánico y frustrar así la amistad entre Inglaterra y Alemania. Bernard Baruch, el israelita consejero de Roosevelt y jefe del consejo imperial de la Masonería Universal, fue a Londres a vigorizar al grupo de Churchill.
Entretanto, Checoslovaquia y sus 38 divisiones (21 de primera línea y 17 en proceso de movilización), y sus fábricas Skoda, que producían tanto armamento como la Gran Bretaña, constituían una fuerza poderosa frente a las 40 divisiones que entonces tenía Alemania. La sorda lucha alrededor de aquella base militar continuó librándose tras la cortina diplomática. Simultáneamente poderosas agencias internacionales de propaganda presentaban el asunto de Checoslovaquia como un punto básico para los intereses británicos, en vez de confesar que se hallaba esencialmente ligado con la pugna Hitler-Stalin. En esta forma creaban una artificial agitación en el pueblo inglés.
El historiador británico Russel Grenfell, de la Marina Real, da el testimonio de que se realizó entonces una desenfrenada propaganda antialemana en Inglaterra, para predisponer los ánimos del pueblo contra la amistad que seguía ofreciendo Alemania[4].
Durante esos días ocurrió el asesinato del diplomático alemán von Rath, a manos del judío Grynszpan, y en represalia vino la llamada «noche de cristal» en que los alemanes apedrearon aparadores de los comercios israelitas. Estos acontecimientos dieron pie a una violenta declaración de Roosevelt y a sus gestiones para realizar juntamente con Inglaterra un boicot contra el comercio alemán. Todo lo que Hitler había logrado en el acuerdo germanobritánico de amistad quedó prácticamente anulado.
A pesar de esto, poco después Hitler hizo otro llamado a la Gran Bretaña.
«El pueblo alemán —dijo el 30 de enero de 1939— no siente odio alguno contra Inglaterra ni contra Francia, sino que quiere su tranquilidad y su paz, y en cambio esos pueblos son incitados constantemente contra Alemania por los agitadores judíos o no judíos... Alemania no tiene reivindicaciones territoriales que presentar a Inglaterra y Francia... Si hay tensiones hoy en Europa, hay que atribuirlas en primer término a los manejos irresponsables de una prensa sin conciencia que apenas deja pasar un día sin sembrar la intranquilidad en el mundo... Creemos que si se logra poner coto a la hostigación de la prensa y de la propaganda internacional judía, se llegará rápidamente a la inteligencia entre los pueblos. Tan sólo estos elementos esperan medrar en una guerra... Nuestras relaciones con los Estados Unidos padecen bajo una campaña de difamación, que bajo el pretexto de que Alemania amenaza la independencia o la libertad norteamericana trata de azuzar a todo un Continente al servicio de manifiestos intereses políticos o financieros».
A todo trance, y no obstante que corría el riesgo evidente de que Stalin se preparara mejor, Hitler dejaba diáfanamente claro que su objetivo ideológico y militar seguía siendo el de aniquilar al régimen bolchevique de la URSS. La historia no puede pasar por alto tantos hechos que lo evidencian así.
El ex Primer Ministro francés Paul Reynaud dice en sus «Revelaciones» que
«el 24 de noviembre de 1938 se redactó un documento en el que Hitler declaraba que entre Alemania y Francia no existían diferencias de importancia. Entonces Joaquín von Ribbentrop, vino a París y dejó la impresión, posteriormente expresada con una Nota especial a nuestros embajadores, de que la política alemana se dirigía contra el bolchevismo».
Por todos los medios, lo mismo antes de asumir el poder que una vez en él, Hitler revelaba que su enemigo era el marxismo israelita. En ningún pueblo de Occidente el marxismo tenía arraigo popular; y sin embargo, en Francia, en Inglaterra y en Estados Unidos influyentes estadistas y poderosas agencias informativas de propaganda presentaban falsamente a Alemania como enemiga de Occidente y en cambio soslayaban que era enemiga declarada del comunismo.
Cuando la situación de Checoslovaquia tuvo una segunda crisis en marzo de 1939, esa propaganda la aprovechó para alentar la zozobra en Occidente. Resulta que Checoslovaquia había sido inventada artificialmente en 1919, pero carecía de cohesión racial y psicológica. La artificial amalgama de pueblos diversos y la conmoción política determinada por un cambio de régimen, motivó que en marzo de 1939 las provincias de Eslovaquia y Ucrania Carpática se declararan autónomas. Ante esa emergencia el Dr. Hacha, Presidente de Checoslovaquia, y su Ministro de Relaciones Chavlkosky, acordaron poner el país bajo la custodia de Alemania. El 14 de marzo hicieron la siguiente declaración:
«El Presidente del Estado de Checoslovaquia declara que confiadamente encomienda los destinos del pueblo y el país checos al cuidado del caudillo del Reich alemán».
Así se conjuraba la posibilidad de que dicha nación se convirtiera en un campo de batalla entre las grandes potencias, pues Rusia y el bloque aliado apoyaban el sometimiento de Eslovaquia y de la Ucrania Carpática, en tanto que Alemania propiciaba la libre determinación de esas provincias. La fórmula adoptada por el Presidente Hacha no era agradable, pero cuando menos de ese modo Checoslovaquia no iba a derramar la sangre de sus hijos —como después ocurrió en Polonia— sólo para servir de pretexto a las manipulaciones judías internacionales. En otras palabras, se negaba a sacar las castañas del fuego.
Pero la nerviosidad y la confusión habían abonado ya el terreno y Churchill adquirió más influencia política y con él la falsa tesis de que para Occidente era imprescindible exterminar a Hitler, antes que dejarle manos libres para que se lanzara sobre la URSS.
Ese inconfesable propósito de interponer a Occidente entre el Nacionalsocialismo alemán y el bolchevismo soviético, tenía además otra clara manifestación en las negociaciones que Francia e Inglaterra realizaban para celebrar una alianza activa con Stalin. Si estos esfuerzos no cristalizaron de momento fue porque Moscú pidió una inmediata sojuzgación de Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania y Polonia —cosa que Occidente no podía entonces conceder públicamente— y porque no le satisfizo a Stalin el potencial bélico movilizado hasta esa fecha por los anglofranceses (Memorias de Churchill).
A CUATRO HORAS DEL
DERRUMBE INTERIORCuando a mediados de 1938 se aproximaba la crisis en Checoslovaquia, el ejército alemán aún requería por lo menos dos años de crecimiento y rearme a fin de quedar capacitado para la campaña de Rusia. En ese entonces sólo disponía de 40 divisiones.
La situación era precaria, pero Hitler la afrontaba con optimismo y confianza creyendo que Occidente entendería que Alemania no buscaba contienda con él. Pensaba que a la postre Inglaterra, Francia y Estados Unidos no interferirían los planes antibolcheviques del nacionalsocialismo. Algunos ministros le reforzaban esa confianza.
Pero numerosos generales, faltos del entusiasmo fanático del movimiento nazi, abrigaban graves temores. Así como se habían alarmado en vísperas de la anexión de Austria, se alarmaron en vísperas de la anulación de Checoslovaquia como base militar contra el desguarnecido sur de Alemania. Su inquietud los llevó al extremo de caer en la red de los conspiradores.
Por distintos caminos esos generales y la quinta columna marxisto-judía fueron un frente común de resistencia a la política de Hitler. Los conspiradores natos (encabezados por el Dr. Goerdeler, el Almirante Canaris y el general Beck) hacían todo lo posible por sacar provecho al descontento de los generales de rancio abolengo.
El jefe del Estado Mayor, general Beck —que tenía conexiones muy extrañas con círculos extranjeros de París y Nueva York— trató de enfrentar al ejército con Hitler, cosa que determinó que fuera sustituido por el general Franz Halder. Inmediatamente el Almirante Canaris (el más sutil de los conspiradores), trabó contacto con Halder y comenzó lentamente a minarle la moral con informes discretamente matizados de propaganda. El hecho de que esos informes partieran de Canaris, Jefe del Servicio Secreto y aparentemente amigo de Hitler, les daba pleno crédito a los ojos de Halder y de los demás generales.
Halder no compartía las conexiones extranjeras que cultivaba su antecesor, general Beck, pero no tardó también en participar en la conjura. Churchill refiere en sus Memorias que entre los conspiradores figuraban los generales Stuelpnagel, Witzleben (comandante de la guarnición dé Berlín), Brockdorff (comandante de la guarnición de Postdam), y Von Heldorff, jefe de la policía de Berlín. Dice que
«Brauchitsch (comandante del ejército) fue informado y dio su aprobación. La tercera división panzer, mandada por el general Hoeppner, estaba lista al sur de Berlín para dar el golpe a las 8 de la noche del 14 de septiembre, pero a las 4 de la tarde de ese día se supo que el Primer Ministro británico, Neville Chamberlain, había accedido a discutir con Hitler la amistosa resolución del problema checoslovaco. Entonces Halder dijo a Witzleben que si Hitler había tenido éxito en el ‘blof’, no procedería justificadamente como jefe del Estado Mayor al descubrir la verdadera situación. En tal virtud se pospuso el golpe».
El general Halder comentó: «¿Qué nos queda por hacer? Todo sale bien»... Brauchitsch estuvo de acuerdo en que ya no procedía el golpe. Von Fritsch, antiguo comandante del ejército, dijo que ya no se podía hacer nada y que Hitler era el destino de Alemania en lo bueno y en lo malo. El general Jodl —uno de los pocos que seguían fielmente a Hitler— anotó entonces que era «muy triste que todo el pueblo apoyara al líder, con excepción de los generales destacados que seguían considerándolo un cabo». Refiriéndose al arreglo de Checoslovaquia, agregó: «Es de esperar que los incrédulos, los pusilánimes y los indecisos queden convertidos con esto».
Por un escaso margen de cuatro horas el régimen hitlerista se había escapado del derrocamiento. Paradójicamente, los generales seguían siendo su Talón de Aquiles, el punto más vulnerable de la nación. Aunque de momento suspendieron sus actividades subversivas, siguieron siendo cultivados por los directores intelectuales del movimiento de resistencia.
Por ejemplo, Beck continuó ampliando contactos, incluso con antiguos agitadores izquierdistas como Guillermo Leuschner. El Almirante Canaris retardaba y obstruía las órdenes superiores, e incluso llegó a proteger a varios israelitas incorporándolos subrepticiamente al Servicio Secreto[5]. El economista Schacht retardó nueve meses el plan del industrial Voegler para aumentar la producción de gasolina sintética, y lo hizo tan diestramente que Hitler creyó que se debía sólo a falta de visión. También obstruyó económicamente el crecimiento del ejército. Y el doctor Goerdeler prosiguió indirectamente explotando la animadversión que entre los generales aristócratas causaba el hecho de que Hitler fuera jefe de ellos.
CERROJO EN EL
CAMINO A MOSCÚ
Alemania no tenía fronteras con la URSS. Su provincia más cercana al territorio soviético era Prusia Oriental, pero se hallaba artificialmente incomunicada del resto de Alemania mediante una faja de terreno adjudicada a Polonia en 1919. Hitler no podía realizar su proyectada marcha hacia Rusia mientras careciera por lo menos de una ruta terrestre que uniera el corazón de Alemania con su provincia de Prusia Oriental. Por lo tanto, pedía a Polonia que a través del territorio que había sido alemán, se le permitiera construir un ferrocarril y una carretera para comunicarse con Prusia. Alrededor de este punto giró, básicamente, todo el conflicto germanopolaco.
Había otros motivos de fricción, pero Hitler nunca los colocó en primer término, pese a lo mucho que significaban para la soberanía de Alemania. Por ejemplo, en 1919 se le adjudicaron a Polonia territorios del Reich ocupados por 2.100,000 alemanes y esta población siempre fue hostilizada por los polacos. Sin embargo, su reincorporación no fue exigida por Hitler.
A raíz de la paz de 1918, Polonia obtuvo el puerto alemán de Dantzig, pese a que allí la población polaca representaba sólo el 3.5 por ciento. En Danziger Niederum el porcentaje era sólo de 1 %, y en Marimburgo, del 3%. El 10 de abril de 1923 el Presidente del Consejo de Ministros polaco, general Sikorski, anunció un programa para «la liquidación de los bienes alemanes y la desgermanización de las provincias occidentales». Todo esto, necesariamente, habría de provocar fricciones entre Alemania y Polonia.
El mariscal polaco Pilsudski era partidario de llegar a una transacción con Alemania y las relaciones mejoraron mucho, pero murió antes de terminar esa obra. El poder pasó entonces a manos del grupo de Sikorski, enemigo de toda reconciliación. La antigua enemistad de Polonia hacia Alemania fue inmediatamente explotada por todos los intereses internacionales que le cerraban a Hitler el camino hacia la URSS. Como Checoslovaquia ya no era una amenaza de flanqueo en la marcha alemana hacia el Oriente, Polonia constituía el último cerrojo en la ya entonces existente Cortina de Hierro.
El poderoso comercio israelita de Polonia alentó las diferencias germanopolacas y colaboró así con las comunidades judías que en Alemania y en otros países de Occidente también se oponían a Hitler. Desde mediados de 1937 los comerciantes y obreros alemanes radicados en Polonia comenzaron a ser hostilizados mediante boicot y ceses. Las consiguientes protestas de Alemania eran presentadas por la prensa como agresivas provocaciones a la Soberanía de Polonia, y paso a paso las relaciones germanopolacas iban enturbiándose y amenazaban romperse.
El 24 de octubre de 1938 Alemania le hizo a Polonia dos peticiones:
1. Que Dantzig, ciudad poblada en su mayor parte por alemanes, volviera al Reich.
2. Que a través del corredor polaco, antiguamente alemán, se le permitiera a Alemania construir un ferrocarril que la comunicara con su provincia de Prusia Oriental.

A cambio, Alemania ofrecía lo siguiente:

1. Reconocimiento de las fronteras comunes, olvidando los territorios que en 1919 habían sido mutilados a Alemania y anexados a Polonia.
2. Acceso libre de Polonia al puerto alemán de Dantzig.

Polonia repuso que las dificultades políticas interiores impedían aceptar esa proposición.
El 5 de enero de 1939 Hitler comunicó al gobierno polaco que Alemania y Polonia tenían intereses comunes ante la amenaza comunista soviética, y que Alemania deseaba una Polonia fuerte y amiga («Libro Blanco Polaco»).
En febrero de ese mismo año de 1939 se agravaron las relaciones ger-manopolacas al iniciarse manifestaciones antialemanas en Polonia. El 24 de marzo Polonia acordó la movilización de los jóvenes nacidos en 1911, 1912, 1913 y 1914. La prensa azuzaba al pueblo haciendo coro a los cable-gramas de agencias judías y pedía severas medidas contra la población ale-mana que desde 1919 se hallaba forzadamente formando parte de Polonia. Esa corriente de opinión recibió un poderoso apoyo moral el 31 de marzo al anunciar Inglaterra que «todos los auxilios que del Imperio Británico dependan», serán puestos al servicio de Polonia para repeler a Alemania.
Con anticipación, Roosevelt había alentado también a los jefes polacos para que se negaran a llegar a un acuerdo con Alemania. El origen secreto de esa política, al parecer inexplicable, fue confidencialmente revelado el 1 2 de enero de 1939 por el Embajador polaco en Washington, Conde Jerzy Potocki, quien informó a su Ministro de Relaciones:
«El ambiente que actualmente reina en Estados Unidos se caracteriza por el creciente odio contra el fascismo, y muy especialmente concentrado en la persona del Canciller Hitler... La propaganda se halla sobre todo en manos de judíos, los cuales pertenecen en casi un ciento por ciento a la radio, cine y revistas. No obstante hacerse esta propaganda muy groseramente, poniendo a Alemania todo lo mal posible, tiene efectos muy profundos, ya que el público de aquí no tiene los menores conocimientos de la real situación europea... Un detalle muy interesante en esta campaña es que se efectúa principalmente contra el nacionalsocialismo y se elimina casi por completo a la Unión Soviética. Si se alude a ella se hace de modo amistoso, como si la URSS estuviera adherida a lo que las naciones democráticas persiguen. Gracias a esta hábil propaganda las simpatías del pueblo americano estaban con los rojos españoles... En esta acción —propagandística— participaron algunos intelectuales judíos, como Bernard M. Baruch; el Gobernador del Estado de Nueva York, Lehmann; el recién nombrado juez del Tribunal Supremo, Félix Frankfurter; el Secretario de Estado Morgenthau y otros íntimos amigos del presidente Roosevelt»[6].
Cuatro días después el mismo Embajador Potocki remitió otro informe confidencial sobre su entrevista con Bullit, Embajador norteamericano en París. Bullit le dio seguridades de que los Estados Unidos combatirían en contra de Alemania. Esto tendería a vigorizar la resistencia de Polonia a un entendimiento con Hitler.
Por otra parte, Jules Lukasiewicz, Embajador polaco en París, el 29 de marzo de 1939 informó a su Ministerio de Relaciones que había conversado con Bullit y que le había manifestado que era
«infantil, ingenuo y al mismo tiempo desleal proponer a un Estado que se encuentra en la situación de Polonia, que comprometa sus relaciones con un vecino fuerte, como Alemania, y lance sobre el mundo la catástrofe de una guerra sólo para poder atender las necesidades de la política interior inglesa».
El 28 de abril de 1939 Hitler habló ante el Reichstag y expuso las dos peticiones que había hecho a Polonia y las dos ofertas que le brindaba a cambio. Esto constituye, dijo, «la más considerable deferencia en aras de la paz de Europa». Estaba dispuesto a olvidar los territorios perdidos y a reconocer las fronteras entonces existentes si se le permitía la comunica-ción con Prusia a través del Corredor Polaco. Además, a cambio de ese acceso a Prusia, cedería otro igual para Polonia hacia el puerto de Dantzig.
En este mismo discurso (y pese a la desairada actitud que sus ofrecimientos de amistad habían hallado siempre en los estadistas británicos partidarios de Churchill) Hitler enfatizó bien que sus ambiciones se enfocaban hacia el Oriente.
«Durante toda mi actuación política he mantenido siempre la idea del restablecimiento de la estrecha amistad y colaboración germanobritánica... Este deseo de una amistad y de una colaboración germanoinglesa no sólo está conforme con mis sentimientos, sino también con mi opinión sobre lo importante que es la existencia del Imperio británico en interés de toda la humanidad...
»El pueblo anglosajón —agregó— ha llevado a cabo en el mundo una inmensa obra colonizadora. Yo admiro sinceramente esa labor. Desde un elevado punto de vista humano, el pensamiento de una destrucción de esa obra me pareció y me parece solamente un caso de erostratismo... Yo estimo que es imposible establecer una amistad duradera entre el pueblo alemán y el anglosajón si no se reconoce también del otro lado que no sólo hay intereses británicos sino también intereses alemanes. Cuando Alemania se hizo nacionalsocialista e inició así su resurgimiento, yo mismo he hecho la propuesta de una voluntaria imitación de los armamentos navales alemanes. Esa limitación presuponía la voluntad y el convencimiento de que entre Alemania e Inglaterra no debería ser ya jamás posible una guerra. Todavía hoy tengo esa voluntad y esa convicción».
Hitler fue increíblemente pertinaz en sus recelos y en sus esperanzas. Y así como jamás creyó posible transigir con el marxismo israelita, tampoco nunca perdió la esperanza de que se evitaría la guerra entre Alemania y los países occidentales encabezados por Inglaterra, Francia y los Estados Unidos. Sus reiterados fracasos en este propósito nunca los creyó definitivos. Siempre confío en que si Alemania luchaba contra el bolchevismo, acabaría esto por tranquilizar al resto del mundo y que esa lucha se vería como un acontecimiento benéfico para la civilización Occidental, cuyas características de propiedad privada, religión, culto a la familia, sentido de nacionalidad, etc., tenían ciertamente muchos más puntos de contacto con Alemania que con el bolchevismo.
El conciliador discurso de Hitler fue ridiculizado por casi toda la prensa de Inglaterra y el gobierno le dio una respuesta hostil cuando el 12 de mayo (ti 939) firmó un pacto con Turquía para completar el bloqueo de Alemania. Días más tarde los gobernantes franceses redoblaron sus esfuerzos a fin de concertar también una alianza antialemana con Stalin, pero éste continuaba cautelosamente esperando a que el conflicto armado se iniciara primero entre Alemania y el Occidente.
La actitud de Hitler ante esos síntomas ominosos no varió, y aprovechaba todo acto público para insistir en que Alemania no demandaba nada que pudiera ser lesivo para los pueblos occidentales. En consecuencia —infería— no había ningún obstáculo para llegar a una firme amistad, como no fueran las secretas manipulaciones del judaismo. El 13 de marzo (1939) se efectuó una ceremonia oficial en el Cementerio de Stahnsdorf,
ante las tumbas de 1,800 británicos muertos en Alemania durante la primera guerra mundial; el Almirante Erich Raeder, jefe de la Marina alemana, llevó una ofrenda «a la memoria de nuestros caballerosos adversarios —dijo— que cayeron cumpliendo su deber de soldados de su país».
Pero todos esos esfuerzos de conciliación eran rápidamente saboteados. Precisamente en esos días se acentuó la propaganda para agitar a inconscientes grupos polacos que creían actuar en beneficio de su patria provocando desórdenes contra las minorías alemanas. La vieja amistad poíacogermana estaba siendo exhumada por intereses internacionales para ahondar el abismo entre Polonia y Alemania. Moscú era el único beneficiario.
ENGAÑAR ES MÁS
EFICAZ QUE DINAMITAR
El general Ludendorf decía que la propaganda oportuna surte más efecto que cien toneladas de altos explosivos. En su cálculo se quedó corto. Y es que en su época la técnica del engaño no alcanzaba aún el auge que en los últimos 30 años hicieron posible los alquimistas israelitas de la propaganda.
Es ésta una de las armas más eficaces del movimiento político judío, y como las masas no pueden identificarla, tampoco están en posibilidad de eludirla.
Al enemistarse con el movimiento político judío, Hitler y Alemania se convirtieron en blanco de esa arma poderosa.
Alrededor de Roosevelt se movía la camarilla de Hopkins, aleccionado por el judío Dr. Steiner, y de los israelitas Wise, Morgenthau, Frankfurter, Baruch, Unterrneyer, Rosenman, que querían salvar al marxismo soviético y aniquilar a Alemania. La meta de esa camarilla era impopular, carecía de apoyo entre los pueblos occidentales. Entonces la eficaz maquinaria propagandística se puso en marcha. Funcionarios de la Casa Blanca ayudaron en esa tarea sobornando a periodistas, periódicos, revistas y escritores no hebreos. (Muchos de estos sobornos fueron posteriormente investigados por el Senado en 1953).
Los israelitas de las altas esferas políticas eran una especie de palanca, y sus hermanos de raza que dirigían la propaganda suministraban el punto de apoyo —en la forma de una engañada opinión pública— para que esa palanca política moviera a los pueblos occidentales hacia el rumbo deseado. En esta forma una minoría relativamente insignificante de judíos engañó y movió una inmensa masa de contingentes no judíos, de la misma manera en que el débil brazo de un hombre puede levantar miles de kilos mediante el auxilio de palanca y un punto de apoyo.
Como requisito previo para usar la fuerza de los países occidentales, el movimiento político judío los engañó y desorientó. Con razón Schopenhahuer dijo el siglo pasado que «el judío es el maestro de la mentira». Con esa maestría ha conseguido que sus propias víctimas le sirvan, naturalmente que sin saber a quién sirven, y hasta con la ilusoria creencia de que se sirven a sí mismas.
Estos alquimistas del engaño concentraron su acción en cuatro puntos:
1. Opacaron la evidencia de que Alemania marcharía contra la URSS.
Así propiciaron que Occidente luchara, engañado, en beneficio del marxismo.

2. Dieron la falsa impresión de que Alemania atacaría al Occidente y no al marxismo-israelita del Oriente.
En esta forma agitaron a los pueblos inglés, francés y norteamericano.

3. Crearon la idea de que la pugna entre nazis e israelitas era una rareza de Hitler, sin más fundamento que la aversión contra un conglomerado religioso.
Así se ocultaba el hecho de que esa comunidad no era sólo una inocente secta religiosa, sino un núcleo político con influencia internacional.

4. Presentaron a Alemania como un país antirreligioso.
De esta manera se facilitó que el mundo cristiano se dejara arrastrar a una lucha en beneficio del bolchevismo ateo.

Respecto a los dos primeros puntos, la investigación histórica encuentra miles de pruebas de que Hitler siempre orientó su lucha contra el marxismo. Jamás hizo demandas lesivas para los pueblos inglés, francés o norteamericano, y siempre trató de ganarse su amistad.
Respecto al tercer punto, la pugna entre nazis e israelitas, Hitler anunció el 30 de enero de 1939 que estaba en la mejor disposición de que los países democráticos se llevaran a los judíos que vivían en Alemania, y que les dispensaran todas las prerrogativas y consideraciones que reclamaban para ellos. Hizo observar que algunos países disponían de 10 habitantes por kilómetro cuadrado, y que Alemania, en cambio, necesitaba alimentar a 140 personas por kilómetro cuadrado.
«Cierto es que Alemania —dijo— fue durante siglos lo suficientemente buena para acoger a esos elementos... Lo que ese pueblo posee lo ha adquirido en su mayor parte con las peores manipulaciones a costa del pueblo alemán, no tan astuto.
»¡Qué agradecidos deberían estarnos por dejar en libertad a esos magníficos portadores de cultura y ponerlos a disposición del resto del mundo! Ese mundo, según sus propias declaraciones, no puede aducir una razón que disculpe la negativa a aceptar en sus países a esa gente valiosísima.
»Los pueblos no quieren volver a morir en los campos de batalla para que esta raza internacional sin raigambres se beneficie con los negocios de la guerra, o para que satisfaga su ancestral deseo de venganza cuyo origen se remonta al Antiguo Testamento. Sobre la consigna judaica; proletarios de todos los países, únanse, ha de triunfar una visión más elevada, a saber: trabajadores de todas las naciones, reconozcan a su enemigo común».
Y respecto al cuarto punto, el de que Alemania era enemiga de la religión, Hitler dijo en ese mismo discurso del 30 de enero de 1939:
«Uno de los cargos que en las llamadas democracias se levanta contra Alemania es que somos un Estado enemigo de la religión. Primero, en Alemania no se ha perseguido hasta ahora ni se perseguirá tampoco a nadie a causa de sus convicciones religiosas. Segundo, desde el 30 de enero de 1933 el Estado Nacionalsocialista ha puesto a disposición de ambas Iglesias las siguientes sumas producto de los impuestos públicos:

[1] Esas aportaciones subieron luego a 700 millones de marcos anuales (casi 2,800 millones de pesos al año). Y siguieron entregándose hasta que terminó la guerra.





»Por otra parte, las iglesias son las mayores propietarias de inmuebles después del Estado (cosa que en muy raros países existe). El valor de sus haciendas y propiedades rurales pasa de la suma de diez mil






[1] Hitler llegó a recelar de Schacht, pero sus sospechas nunca se precisaron. Hablando con los miembros de su Cuartel General, el Fuehrer dijo el 20 de agosto de 1942: «Cuando se trataba de engañar a la gente, Schacht era incomparable. Pero jamás ha sido capaz de dar pruebas de entereza. En esa clase de asuntos los francmasones se engañan entre sí. Cuando disolví la francmasonería fue cuando Schacht comenzó a poner entorpecimientos».
[2] «El Estado Mayor Alemán». — Walter Goerlitz.
[3] Informe Secreto Desde Atrás de la Cortina de Adolfo Hitler. — Dr. Paul Schmidt, jefe de intérpretes de la Wilhelmstrasse.
[4] Odio Incondicional. — Por Russell Grenfell.
[5] El Almirante Canaris. — Karl H. Abshagen, antinazi.
[6] Documentos Diplomáticos Confidenciales. — Ministerio de Relaciones Exteriores de Polonia (capturados por Alemania).




»Por otra parte, las iglesias son las mayores propietarias de inmuebles después del Estado (cosa que en muy raros países existe). El valor de sus haciendas y propiedades rurales pasa de la suma de diez mil millones de marcos. Los ingresos de estas propiedades se pueden calcular en 300 millones de marcos anuales.
«En consecuencia —dicho sea con suavidad— es una desvergüenza que especialmente ciertos políticos extranjeros se atrevan a hablar de hostilidad religiosa en el Tercer Reich. ¿Cuáles son las cantidades que durante este mismo espacio de tiempo han entregado Francia, Inglaterra o los Estados Unidos a sus respectivas Iglesias, de los fondos públicos? El Estado Nacionalsocialista no ha cerrado ninguna iglesia, ni ha impedido ningún servicio religioso, ni ha ejercido la más mínima influencia sobre la forma en que éstos se realizan.
»En el momento en que un sacerdote se coloque fuera de la ley, el Estado le obligará a rendir cuentas como a cualquier otro ciudadano alemán. Si ahora el extranjero defiende con tanto afán a ciertos sacerdotes —que estaban actuando en la esfera política— esto no puede obedecer más que a razones políticas, puesto que estos mismos estadistas demócratas callaron cuando en Rusia se sacrificaron cientos de miles de sacerdotes y callaron cuando en España decenas de miles de sacerdotes y monjas fueron asesinados de la manera más bestial o quemados vivos. Los extranjeros sólo se interesan por los enemigos interiores del Estado alemán, no por la religión»[1].
Precisamente cuando Hitler afirmaba esto, en Rusia culminaba una etapa de exterminio de las instituciones religiosas. El autorizado diplomático norteamericano William C. Bullit había informado sobre el particular a Roosevelt.
«En 1937 —dice Bullit en “La Amenaza Mundial”— fueron cerradas 10,000 iglesias en Rusia; a fines de 1 939 se había aniquilado definitivamente el espíritu de resistencia de la mayoría de los sacerdotes, y no quedaban con vida más que unos pocos o sea los adictos a Stalin».
Por eso Hugo Wast pone en boca de los propagandistas israelitas las siguientes palabras:
«Dominamos la mayoría de los grandes diarios[2] y de las agencias de publicidad, y gobernamos los nervios de la humanidad. Asesinen cristianos en México, en España, en Rusia; eso no tiene importancia, no lo trasmiten nuestras agencias ni lo publican nuestros diarios. Atropellen un judío en Alemania o en Polonia, y escucharán la grita del mundo; intolerancia, progrom, antisemitismo. Y el mundo, que no ha llorado el martirio de un millón de cristianos en Rusia, rasgará sus vestidos porque a un profesor israelita le han quitado en Berlín una cátedra».
En efecto, el monopolio informativo judío tornó a repetir sus estudiados puntos de propaganda para engañar y azuzar a los pueblos occidentales. Y es un fenómeno infalible en la técnica publicitaria que una verdad expuesta esporádicamente se olvida y desacredita, en tanto que una mentira repetida sin cesar acaba en cierto tiempo por ser aceptada.
«El lector se entera de lo que debe saber —decía Oswaldo Spengler respecto a los diarios europeos 21 años antes de la guerra— y una voluntad superior informa la imagen de su mundo... ¿Qué es la verdad? Para la masa, es la que a diario lee y oye. Ya puede un pobre tonto recluirse y reunir razones para establecer la verdad, seguirá siendo simplemente su verdad. La otra, la verdad pública del momento, la única que importa en el mundo efectivo de las acciones y de los éxitos, es hoy un producto de la prensa. Lo que ésta quiere es la verdad. Sus jefes producen, transforman, truecan verdades».
Y eso fue lo que ocurrió con la opinión pública de las potencias occidentales. Mediante el siniestro engaño de que ellas estaban en peligro mortal, y no el marxismo judío, fueron arrojadas a la espalda de Alemania cuando ésta se preparaba para su lucha contra la URSS.
[1] Desde enero de 1934 los obispos evangélicos tuvieron una entrevista con Hiíler e hicieron pública su adhesión al Tercer Reich, condenando «las maquinaciones contra el Estado».
Y el 20 de agosto de 1935 la conferencia de obispos católicos alemanes reunida en Fulda, telegrafió a Hitler: «Los obispos reunidos en Fulda envían al Fuehrer del pueblo alemán el sentimiento de fidelidad y respeto que según la ley divina debemos al poder y dignidad más elevada del Estado».
[2] En Inglaterra, Estados Unidos y otros países es frecuente que hasta el 40% de los ingresos de numerosos periódicos importantes provenga de anunciantes israelitas. Disgustarlos equivale a cerrar el periódico.